Derecho y Cambio Social

 
 

 

EL DERECHO A LA SALUD COMO REFERENCIA INSOSLAYABLE;
UN DERECHO DE LA SALUD COMO MANIFESTACIÓN POSIBLE

Osvaldo R. Burgos*


 

 

“El relativismo, mientras da al Estado el derecho a legislar, al mismo tiempo lo limita a obligarlo a respetar determinadas libertades del sujeto de derecho: la libertad de creencias, la libertad de prensa. El relativismo desemboca en el liberalismo.”

GUSTAV RADBRUCH

“Marx y Foucault nos abrieron los ojos para el hecho de que las cadenas de hoy están fundidas de aquellos martillos que rompieron las cadenas de ayer. Es cierto que Foucault está más dispuesto que Marx a conceder que ese círculo de cadena y martillo nunca pararía, que probablemente nunca se llegaría a inventar un martillo que ya no se pueda refundir en cadena”

RICHARD RORTY

 

 

Sumario: I- Introducción: precisiones terminológicas. II- Entre la victimización y la impunidad. III. Caracterización jurídica de la incumbencia específica (con el ejemplo de la gripe A) IV Un caso “de libro” (para mostrar lo inadecuado: colonialismo conceptual, preponderancia de lo público, individuación, prescindencia de la singularidad, visión acotada a lo episódico) .

 

I-                   Introducción: precisiones terminológicas

Clarifiquemos, desde ya, los términos lingüísticos que habremos de utilizar esta tarde.

Derecho de la salud” o “Derecho médico” suele ser la formulación a la que habitualmente se recurre para referirse al conjunto de prescripciones, tanto explícitas como implícitas, que regulan el ejercicio de la medicina y sus actividades auxiliares, que se dirigen con afán regulatorio hacia los comportamientos propios de esas incumbencias, que integran sus códigos de ética, sus medidas de profilaxis, la atribución de responsabilidades consecuentes a los profesionales que las ejercen y demás.

Podemos, sin demasiadas objeciones, aceptar como válida esta formulación.

Sin embargo, a juzgar por las últimas evoluciones jurisprudenciales y doctrinarias, parece no haber sido suficiente.

En ciertas ocasiones, oímos hablar, también y cada vez más insistentemente, de “derecho a la salud”.

Ante la propuesta de ciertos autores, algunos jueces han comenzado a utilizar esta formulación lingüística para fundar sus decisorios y, como sabemos desde la época de los romanos, “uti lingua nuncupassit, ita ius est” (según las palabras que se han pronunciado, así sea el derecho”), un número importante de abogados comenzaron a publicitarla como especialización de sus estudios jurídicos, en una cantidad notoriamente creciente se organizan, aquí y allá, seminarios, cátedras, cursos de actualización y otras actividades de formación profesional, de grado y postgrado, que adoptan el formulismo “derecho a la salud” como temática.

Pero ¿Qué es, qué debiera ser en todo caso, el “derecho a la salud”? Así como decíamos anteriormente que “el derecho de la salud” refiere a un conjunto de mandatos específicos, más o menos objetivos; si decidimos expresarnos en términos de “derecho a la salud”, por el contrario, enviamos el campo de significación hacia el plano de los llamados derechos subjetivos.

Sin embargo, el planteo que continúa a un envío semejante es, necesariamente, el que obliga a preguntarse: ¿hay un derecho subjetivo a la salud? ¿Quién puede gozarlo legítimamente y, en todo caso, ante quién está habilitado para tornarlo exigible?

¿Quién tiene el deber de garantizar la salud, en toda y cualquier circunstancia, de aquel que pretende ejercer el derecho a ella?

II-                Entre la victimización y la impunidad.

Particularmente, desconfío de la existencia de derechos subjetivos ontológicamente oponibles a un supuesto “interés general” de cuyo avance deban defenderse y, en todo caso, no termino de compartir la pretensión de estructurar, a partir de ellos, un sistema normativo en condiciones de garantizar la coexistencia.

Prefiero hablar en términos de singularidades y no de individuos (o partes mínimas de un todo generalizable).

El par interdependiente universal/singular me parece mucho más aceptable que el par estanco general/individual a la hora de referirme al Derecho, de ejercer el derecho a hacerlo de un cierto modo, y no de otro. Volveremos oportunamente sobre esto.

La idea de alcanzar un sistema regulatorio, compuesto por normas objetivas, en un espacio de confrontación y control de subjetividades exacerbadas; cuando no puede atribuirse a una ingenuidad excesiva,  se me presenta como un retorno a los planteos hobbesianos.

En este sentido, creo, las formulaciones, cada vez más habituales por lo demás, de  “derecho de defensa” (del consumidor, del paciente, del asegurado y otras similares) terminan por reducir todo el orden jurídico a una simple misión policíaca: desalentar el ejercicio, que de otro modo se presume continuo, de la hipotética pulsión de muerte que expresarían ciertos individuos agresivos (en nuestros mismos ejemplos; los comerciantes, los centros médicos, sus profesionales, las obras sociales, las aseguradoras) nada dispuestos, evidentemente según este tipo de planteos, a una interacción equitativa.

Si es, justamente, la ley aquello que permite el ejercicio de la libertad (en cuanto sin ley, todo es posible, incluso el absolutismo y la esclavitud) las singularidades no se definen por la exacerbación de los derechos sino por la adopción, no traumática, de ciertos deberes: el respeto al orden común y, en él, el reconocimiento de aquellos con quienes se coexiste –y desde cuya mirada se construye la propia idea de sí-, la evitación del dolor y del daño, el alivio de quienes sufren, el resarcimiento de quienes han sufrido.

La percepción colectiva del daño y su reacción ante él -en términos de Richard Rorty, la resistencia prelingüística al dolor- definen una cierta intuición compartida de Justicia que sostiene la coexistencia social.

En este planteo, el orden normativo puede, y debe además, reconocer las diferencias ontológicas entre las posibilidades de los hombres que lo con-forman; aquellos mismos que, en cada generación, lo dotan de sentido asumiéndolo como manifestación –siempre inacabada, siempre provisoria y mejorable- de la referencia insoslayable de justicia que com-parten.

Debe hacerlo, además, en la apreciación de la  construcción de sentido que cada ser en su singularidad elige para sí y en la garantía, desde ella, de que no le serán impuestas, por la fuerza, las ficciones ajenas –imposición que constituye, en términos de Michael Foucault, la evidencia más palpable del ejercicio del poder-

No obstante, también debe aceptarse que las normas no se cumplen por la sanción con la que amenazan (no habría, entonces, supuestos de ineficacia dentro de todos los ordenamientos en vigencia, aún respecto de normas que prevén sanciones importantes) sino por la generalizable predisposición a la creencia que consigan despertar, en aquellos que deben cumplirlas. Retomaremos luego esta afirmación.

Difícilmente optimizables, ciertos derechos subjetivos excluyen la posibilidad de ponderación y aplicación parcial simultánea “en la medida de lo posible, para su concurrencia” que ofrecen los principios jurídicos (por ejemplo, el principio de resarcimiento del daño del que hablábamos antes), sometidos a una conversación colectiva indetenible.

En la grandilocuencia de su formulación, su objeto se alcanzará o no será realizado en absoluto. Suelen entonces, frente a aquellos casos en los que tal realización no se juzga alcanzada, propiciar un discurso de victimización que pretende el reconocimiento de su univocidad. El llamado “derecho a la salud”, puede ser un claro ejemplo de esto, según abundaremos.

Señalaremos, por ahora, que ante el peligro de la victimización colectiva, la diferencia lingüística entre el DE y el A en referencia a la salud no es un tema menor, o que pueda considerarse un simple entretenimiento de teóricos: en la complejidad creciente de estos tiempos, la proliferación del reconocimiento a la realización de “derechos subjetivos” no ponderables y sus exigencias desde colectivos que se asumen como postergados; bien puede devenir en una sociedad de (quienes se ven a sí mismos como) víctimas, aún potenciales.

Históricamente, una sociedad de víctimas nunca fue habitable; la pretensión de un monopolio del dolor, o la apropiación individual de la ética, actualizan el peligro de la dispersión social.

Un “derecho a la Salud” sería tan inexigible, desde el punto de vista material, como un “derecho a la Justicia” o un “derecho a la Verdad”.

Se trata de referencias intuitivas –tan insoslayables como inaprensibles- que se aprecian, mucho mejor, cuando no están, cuando se han perdido.

En situaciones de enfermedad, de manifiesta injusticia, de engaño; lo verdaderamente estructurante es el dolor, el daño que debe resarcirse a riesgo de afectar la credibilidad en el sistema común si se perpetuare. Que efectivamente la afecta, disminuyéndola, durante todo el tiempo por el que permanece impune.

En tal sentido, podemos convenir –es una de las tantas posibilidades de inscripción de la juridicidad y, creo que es la nuestra- que alguien que está sufriendo merece ser atendido.  Hay, subyacente a la coexistencia social, un compromiso de atención hacia quien advierte una pérdida en su salud.

Tal vez sea interesante detenerse, por un momento, en la observación señalada: por definición, todo compromiso es una promesa compartida; en este caso, la promesa compartida por todos nosotros, de evitar el daño de alguno, de quien fuera.

Así, la disposición o no de la propia salud, es una percepción siempre individual que refiere, sin embargo, necesariamente hacia parámetros sociales: determinar bajo qué circunstancias, de qué modo, la promesa / el compromiso de atención debe cumplirse, supone una decisión evidentemente colectiva. 

Si esta promesa no se cumple, si se cumple mal o a destiempo, sin lograr una evitación total del sufrimiento preexistente –o, más aún, si se generaren sufrimientos nuevos  por el hecho de su ejecución- la consecuencia lógica del planteo es la decisión de evaluar la pertinencia probable de un resarcimiento. Y ello, claro está, sin necesidad de recurrir a formulaciones de derechos subjetivos, de imposible realización.

Cuando el sufrimiento del que hablamos puede, razonablemente, fundar una expectativa legítima de asistencia médica, farmacéutica, de enfermería u otras atenciones propias del “arte de curar”, o bien cuando la huella de su origen puede rastrearse en la frustración de esta misma expectativa; nuestro posicionamiento acaba por encuadrarse dentro del sistema normativo que comúnmente se identifica como –y comenzamos esta charla dando por válida esa formulación lingüística- “Derecho de la salud”.

III-             Caracterización jurídica de la incumbencia específica (con el ejemplo de la gripe A)

El punto de partida de la incumbencia jurídica que tratamos aquí revela, entonces, una situación de manifiesta debilidad.

Y ello supone, insoslayablemente, el reconocimiento de algunas características propias a considerar:

1- Si toda decisión justa es, por naturaleza, requerida siempre “inmediatamente, en seguida, lo más rápido posible”;[1]en esta materia las pretensiones de urgencia se exacerban. El “Derecho de la salud”, para ser creíble, requiere como ningún otro, de una adecuada aprehensión de la temporalidad –que no es el tiempo, sino la forma de habitar el tiempo, en la que cada persona desarrolla sus opciones de libertad-.

2- El “Derecho de la salud” o “Derecho médico” se aparta, notoriamente, de la presunción de confrontación que subyace a la mayoría de los ordenamientos normativos. Y ello porque, en él, el llamado (siempre urgente) a la imposición de juridicidad, suele formalizar un pedido de auxilio. Si recordamos, por ejemplo, que para

 Carnelutti, “si no se comienza por la economía, y por tanto no se desenvuelve el concepto de la guerra en toda su amplitud, no se comprende el derecho (…) (porque) el derecho nace bajo el signo de la contradicción: se sirve de la guerra para combatir a la guerra”[2] podemos observar, de manera evidente, la diferencia apuntada: enviando, en el interior de su pretensión normativa, un pedido de auxilio; nuestra materia define su campo de significación en términos de asistencia.

No hay, en su origen, hombres que confrontan; hay, por el contrario, quien necesita ser atendido y quien -en mérito a que así se ha decidido oportunamente- asume la ejecución del compromiso común de darle un auxilio  que, en ciertas circunstancias, resulta susceptible de serle exigido, por derecho. Imperiosidad calificada de la urgencia, solicitud de auxilio, promesa y compromiso de asistencia.

En el Derecho de la salud, con una notoriedad aún mayor que en cualquier otra construcción jurídica, tiene lugar aquella postulación derrideana que advertía, “hay que saber también que esta (imposición de) justicia se dirige siempre a singularidades, a la singularidad del otro, a pesar o precisamente a causa de su pretensión de universalidad”.[3]

Pero, ¿Cuánto de “el otro” hay en “el uno” que juzga? ¿Cómo se interrelacionan, desde esta perspectiva, eso que Derrida llama “universalidad” y la “singularidad” a la que, él dice y nosotros compartimos, la imposición de lo justo se dirige siempre? ¿Cuáles son sus resabios concurrentes, las marcas mutuas de la interdependencia que exhiben? ¿Será que, justamente, solo dirigiéndose a la singularidad, la justicia puede alcanzar la universalidad que pretende?

La promesa de quien asiste es universal; la solicitud de asistencia es siempre, y cada vez, única. Sin embargo, la legitimidad en la expectativa de respeto hacia la propia construcción de sentido –el reconocimiento de su singularidad, que exige quien solicita asistencia médica- halla su fundamento, justamente, en la indeterminación de la promesa formulada por quien debe asistirlo.

Ello envía, necesariamente, la cuestión en análisis hacia otras características propias del tema que venimos desarrollando:

a) El Derecho de la salud trasciende los espacios determinados por la división entre lo público y lo privado. Suele exponer las cuestiones más íntimas y requerir su evaluación en términos de políticas públicas, por ejemplo. También afecta, como veremos con un ejemplo reciente, a construcciones jurídicas propias de uno y otro campo, señalando la necesidad de comenzar a pensar nuevas categorías jurídicas para explicar lo real.

b) El Derecho de la salud resulta de muy compleja asimilación dentro de un esquema de fronteras jurisdiccionales.

Esta imposibilidad puede distinguirse en dos espacios distintos de lo universal/singular hacia el que la imposición de justicia se envía:

1) Hacia el interior del límite de su potestad jurisdiccional

Por la dificultad creciente de imponer modos uniformes (pretendidamente universales) de cumplir con la promesa de asistencia, sin incurrir en el colonialismo conceptual, es decir, sin avasallar las singularidades conformadas en la huella de una cosmovisión distinta a la mayoritaria o políticamente imperante en el Estado del que se trate.

El caso típico es la cuestión de los aborígenes y su propia concepción sobre (aquello que es) la salud. Culminaremos nuestro encuentro de hoy con un ejemplo a este respecto.

También pueden incluirse en este punto los dilemas jurídicos presentados por las creencias de ciertos grupos religiosos; por caso los testigos de Jehová y su negativa a la transfusión sanguínea.

2) Desde el exterior de la propia frontera de imposición jurídica.

Por la imposibilidad de evitar las consecuencias de los modos en que los demás Estados decidan regular, en su propio territorio, el cumplimiento de la promesa de asistencia y el deber de adecuar las propias regulaciones a las recomendaciones de organismos internacionales.

En tiempos globalizados, entendemos, la obviedad de esta observación nos libera de mayores argumentaciones a su respecto. La actual pandemia de gripe A (h1-n1) puede servirnos como suficiente ejemplo.

Precisamente a partir de la propagación de esta enfermedad, que motivara la alteración en la vida diaria de millones de habitantes del planeta, nos será sencillo observar, también, hasta qué punto las consecuencias de las decisiones tomadas dentro de lo que identificamos como derecho de la salud (juridicidad invocada por el sufrimiento o su amenaza inminente, la promesa de atención, la fijación de parámetros sociales para la determinación de su pertinencia y ejecución) pueden condicionar el normal desarrollo de todas y cada una de las construcciones jurídicas (habitualmente identificadas como) de derecho público y privado, según anticipamos, hasta el extremo de relativizar la distinción.

Relativización ésta que no importa, huelga aclarar, la negación de la singularidad sino, muy por el contrario, su reconocimiento y ratificación desde lo universal (trascendiendo la falsa oposición psicológica ley/subjetividad, traducida en lo jurídico-político como oposición seguridad/libertad).

Dejemos en suspenso, por un momento, la afirmación de esta diferencia, que luego habremos de retomar. Quiero, ahora, detenerme en una evidencia condicionante para nuestro planteo, y puntualizarla de modo suficiente:

El Derecho de la salud decide sobre la vida; desde ella.

Es, justamente, en esta decisión que se propone, como propia, la construcción de una ética compartible y aceptable.

Pero volvamos a la gripe A. En la República Argentina, por caso, a partir de la constatación de la emergencia sanitaria (que, a pesar de su evidencia en lo social, solo fuera declarada políticamente por algunos Estados provinciales, antes de que el Estado nacional advirtiera que la había mantenido en vigencia durante siete años) se dispuso el cierre de las escuelas, se suspendieron las actividades deportivas, se restringió la posibilidad de acceso de los menores a los centros comerciales, se dejó sin efecto, incluso, la realización de, al menos, un acto eleccionario a nivel provincial.

En algunos municipios, se procedió a la clausura de los espacios públicos y se resolvió, compulsivamente, la inactividad de los comercios particulares.

Hubo, además, muchas otras medidas, en el mismo sentido (se adelantó y amplió, por ejemplo, la feria judicial; se licenció por quince días a todas las mujeres embarazadas, relevándolas de sus obligaciones laborales) pero las ya enumeradas resultan más que suficientes a los fines de aquello que queremos graficar aquí, como constatación probable de nuestros enunciados.

1

De la credibilidad como razón para el cumplimiento de las normas:

No reconociendo su origen en una anormal situación política sino en la general afectación sanitaria, estas normas de emergencia no previeron sanciones para quienes las incumplieran.

Sin embargo, fueron respetadas con un acatamiento muy superior a lo acostumbrado en el país.

Y ello porque, según ya dijimos:

La evitación del dolor y del daño, el alivio de quienes sufren, el resarcimiento de quienes han sufrido –y no el temor a la actualización de las sanciones-; es lo que estructura nuestra intuición de Justicia y, consecuentemente, lo que permite la coexistencia social, posibilitando nuestra creencia en el sistema normativo.

Cuanto más próximo se sitúe un orden normativo cualquiera (en nuestro caso, el Derecho de la salud) a esa intuición compartida de justicia; mayor será la predisposición a su respeto.

Y, luego, la fidelidad de esa manifestación guardará evidentemente un orden de relación inverso con la posibilidad de una crisis sistémica

(cuanto más credibilidad, menos posibilidad de crisis).

Cualquier amenaza de sanción viene después. Supone, precisamente, el deseo de incumplimiento de las normas, la manifestación singular del mismo supuesto de crisis que la credibilidad inviabiliza; la inexistencia de la credibilidad en quien se propone la transgresión.

Es decir; si la credibilidad sistémica se alcanza, la amenaza de sanción es irrelevante y, de no alcanzarse, es irrelevante aún la prueba fehaciente de su efectividad.

El ejemplo más evidente de esta afirmación está dado por el sistema carcelario y su desarrollo focalizado siempre hacia cierto sector social (con la sola excepción de la institucionalidad de la persecución política, que instaura un sistema paralelo y afecta a otro segmento poblacional, lo que expone su tragedia sistémica) y a determinados individuos marginados, reincidentes crónicos, para quienes la constatación del castigo prometido -en sí mismos y en aquellos que integran su memoria histórica personal- no cumple un papel disuasorio, por más cruenta que fuera.

Entre los incluidos de toda huella de juridicidad, existe un reconocimiento de la necesidad normativa (una creencia hacia ella) y, luego, se estructura un deseo. “El hábito general de obediencia”, del que ya hablara Austin, prescinde así, respecto de ellos, de cualquier evaluación previa de la sanción prometida.

2

De la improcedencia del (mal) llamado “derecho a la salud” como derecho subjetivo.

En cuanto es razonable suponer que, de haber dispuesto de un hipotético “derecho subjetivo a la salud” en condiciones de ser ejercido, cada uno de los individuos, en la Argentina de nuestro ejemplo, se hubiera desentendido de la suerte colectiva y -previo a exigir para sí una atención especial que lo situara al margen de la posibilidad de contagio- muchos de ellos, con seguridad, habrían actuado procesalmente, para que se respetara el normal ejercicio de sus facultades constitucionales más elementales.

Pero el “derecho a la salud” no es más que una referencia en la apreciación de la singularidad de quien solicita ser asistido, una pauta para la fijación de parámetros sociales en la determinación de lo que será el sufrimiento atendible. No existe fuera del caso concreto en el que se considera nacida la promesa de asistencia, no es ejecutable, mal puede entenderse como una propiedad individual o como una facultad en abstracto.

3

De los límites de la división público/privado desde el universal/ singular dañado, al que se dirige la juridicidad (y fuera de la falsa oposición ley/individuo o seguridad/libertad)

Porque si, ante la necesidad de evitación del dolor, como daño social; los llamados “derechos subjetivos” (aún los más insoslayables, como el derecho a enseñar y a aprender, a trabajar y esparcirse, a elegir autoridades, a no ser discriminado en el ingreso a lugares públicos y demás) pueden diferirse, colocarse en suspenso y hasta, en ciertos casos, amenazar con negarse; esto no puede interpretarse, a mi criterio, como la afirmación de un predominio de lo público sobre lo privado.

Ésa sería una lectura demasiado superficial.

Decir que, en una ponderación entre principios fundantes, la seguridad puede resultar preeminente a la libertad; implicaría desconocer que, precisamente, debe afirmarse la primacía de la libertad para decidir dejarla de lado/suspenderla/diferirla, aún momentáneamente.

De tal modo, desde que la oposición seguridad/libertad resulta una oposición falsa (que intenta legitimarse en el par colectividad/ individuo pero que no puede sustentarse desde una perspectiva que considere al par universalidad/singularidad, en cuanto exhibe una interdependencia evidente) toda ponderación entre estos principios deviene imposible. 

En el ejemplo utilizado es observable además que, no previéndose sanciones para el incumplimiento, la decisión de acatar la normativa de emergencia no dejó de ser, cada vez, una decisión “privada” de quien la asumía, una ratificación de pertenencia a la juridicidad compartida, una remisión de la singularidad hacia el universal, del que se asume interdependiente.

La opción de libertad que, en mérito al reconocimiento de su propia relatividad, se afirma suspendiéndose.

En cuanto sitúa su objeto en la complejidad del hombre –de todos los hombres- y se propone respetar la construcción de sentido que, dentro de la huella común, justifica y expone cada uno de ellos; el Derecho de la salud relativiza los conceptos de lo público y de lo privado, reemplazándolos por la proposición de reconocimiento y respeto a la singularidad interdependiente del universal (intuición compartida de Justicia) que justifica su vigencia como Derecho.

El ente hipostasiado puede seccionarse en compartimentos estancos; el hombre no.

Todo hombre sostiene y se sostiene en, un punto de vista sobre sí y sobre la comunidad / sobre sí EN la comunidad, de aquellos a quienes con-forma y desde cuyas miradas acaba por con-formarse.

Las necesidades de la representación no modifican lo representado.

“El concepto de ‘lo privado’ permite arrojar al mismo baúl todas nuestras ‘posesiones’, tanto las subjetivas como las materiales. El concepto de ‘lo público’ también difumina una distinción importante entre lo que el Estado controla y lo que se posee y administra en común.

Sería necesario que empezásemos a imaginar una estrategia legal alternativa y un marco de referencia alternativo: un concepto de la privacidad que exprese la singularidad de las subjetividades sociales (no la propiedad privada) y un concepto de lo público basado en lo común (no en el control estatal), digamos que una teoría jurídica posliberal y postsocialista. Es evidente que los conceptos legales tradicionales de lo privado y lo público son insuficientes para esa tarea”.[4]

Sin intención de pronunciarnos sobre el posicionamiento político que esta cita expresa, compartimos con Michael Hardt y Antonio Negri la necesidad de pensar nuevas categorías jurídicas y, agregamos, imaginar, a la vez, nuevos contenidos para las categorías jurídicas ya disponibles.

No estamos aquí por otra razón: hace veinticinco años el esfuerzo intelectual del profesor Carlos Fernandez Sessarego instauró la posibilidad de la huella por la que queremos transitar hoy, hablándonos del daño a la persona (que es, sin dudas, la justificación de todo el derecho de la salud) y proponiendo, valientemente, nada menos que su recepción jurídica en un Código Civil.

Es decir: pensando el derecho para la vida, sin limitarse a la seguridad lúdica que acostumbran a brindar las construcciones teóricas.

El Derecho, como la medicina, es una actividad humana.

En cuanto construye su propia idea de sí a partir de las miradas ajenas que le importan; el hombre no puede prescindir de la referencia social, aún cuando sea para negarla.

Cada yo se inscribe, así, en la huella del mismo nosotros que con-forma. En esa inscripción se justifica, además, como singularidad y participa de un determinado marco de lo pensable.

El desafío es, siempre, la evitación del dolor. El respeto de las subjetividades afirmadas en los deberes que asumen, hacia un universal que las contiene y realiza, no en la exacerbación individual, ni en las amenazas de sanción de la normativa.

En la complejidad, no solo los jueces juzgan. Cada daño no resarcido –o resarcido de una forma que se percibe inadecuada, sea por exceso o por defecto- compromete la credibilidad en el sistema imperante.

En cuanto surge de la debilidad y no de la guerra; en el marco del derecho de la salud la sensibilidad se agudiza y el juicio ético de quienes deben cumplir las normas, resulta más severo: siempre una ley puede ser más legítima, siempre una sentencia pudo haber sido más justa, siempre los modos de la promesa de asistencia pueden resultar más adecuados a la necesidad de quienes sufren.

Se trata, al fin de cuentas, de una conversación colectiva sobre la construcción de la eticidad común. Y en ella, debiera considerarse, según intentamos exponer aquí, que:

1-     La imperiosidad de la urgencia determina el reconocimiento de la temporalidad del “paciente”.

El tiempo de quien padece, no es el mismo tiempo de aquel que puede esperar. El derecho de la salud debe contener instrumentos jurídicos aptos para obtener una respuesta a la necesidad, en su tiempo propio.

2-     La exposición de la necesidad supone una aceptación de la promesa.

La singularidad de quien solicita asistencia reconoce, así, su pertenencia a un “nosotros” que lo justifica. En el mismo acto exige, recíprocamente, el reconocimiento de su propia construcción de sentido (el ejercicio de sus opciones de libertad en el tiempo) a quienes deben ejecutar, en él como unidad psicosomática, la promesa sistémica que requiere.

Para el Derecho de la salud, cada caso ha de ser único; el cálculo y la analogía no condicionan su imposición.

El universal al que aspira, no es una generalidad. Si el individuo es una medida mínima, una parte, una ficción; lo singular, en cambio, no es generalizable. La universalidad debe intentar alcanzarse, cada vez,  en la apreciación de la singularidad.

   

3-     El deber de quien asiste es universal.

La atención del sufrimiento es aquello que estructura la coexistencia social. La decisión sobre el cumplimiento de la promesa de asistencia, entonces, no puede condicionarse a las características subjetivas de quienes sufren; las particularidades de la singularidad determinarán los modos en los que el compromiso se cumpla, no su pertinencia. 

La dignidad no es un concepto que pueda someterse a jerarquías. El Derecho de la salud debe tender, siempre, hacia un nivel de exigencia de “mínimos maximizados”, en su imposición.

4-      Ninguna decisión asistencial justifica el colonialismo conceptual.

Las intuiciones compartidas de Justicia pueden no coincidir con la jurisdicción estatal. El reconocimiento y el respeto hacia el “nosotros común” que justifica la singularidad de quien sufre, supone la aceptación de su “yo” en la conversación colectiva que construye la ética social.

El singular/universal al que el Derecho de la salud se dirige, no  puede limitarse  a partir de una imposición de modos unívocos, o simplemente mayoritarios.

5-     Las decisiones que integran el derecho de la salud trascienden al Estado que las adoptó

Las condiciones en las que se asuma el cumplimiento de la promesa de asistencia a quienes padecen, exceden claramente los límites de los Estados que las determinan. Ante tal evidencia, este sistema prescriptivo ha de asumir la transnacionalidad como un principio ineludible en su búsqueda de lo singular/universal.

El sufrimiento de los hombres no se  detiene en las fronteras, ni se queda en la casa de quien emigra.

El Derecho de la salud debe, más que cualquier otro, considerar al hombre como el eje y el fin de sus regulaciones. Tal es, al fin, su razón de existencia.

Esto es básicamente lo que quería decir, en una instancia tan importante como ésta, en la que vuelvo a agradecer, se haya considerado la utilidad de mi aporte.

Por razones del tiempo asignado, y por respeto a quienes continuarán en el uso de la palabra –con/de quienes espero aprender, además- tenemos que ir terminando nuestra charla.

Solo quiero referirme ahora, si me permiten, a un último ejemplo que, me parece, puede resultarnos útil a los fines de clarificar muchas de las afirmaciones que hemos realizado aquí. Se los dejo, entonces, para su análisis, a modo de conclusión.

IV Un caso “de libro” (para mostrar lo inadecuado: colonialismo conceptual, preponderancia de lo público, individuación, prescindencia de la singularidad, visión acotada a lo episódico)  

Hace un tiempo, un pequeño perteneciente a una comunidad aborigen del norte argentino, presentaba una disfuncionalidad orgánica evidente que, dicho sea de paso, agudizaba un incipiente proceso de desnutrición.

Por instancia de un trabajador social, sus padres lo trasladaron hacia el hospital de la capital de la provincia, situado a cientos de kilómetros de distancia.

Los médicos de este hospital diagnosticaron la necesidad de una intervención en el corazón del menor y, ante la imposibilidad de realizarla en el lugar, tramitaron su derivación hacia la ciudad de Buenos Aires.

El gobierno provincial aportó los fondos necesarios: el niño viajó en avión, acompañado de su madre. Su padre, en tanto, emprendió el mismo trayecto a bordo de un colectivo.

En el hospital más prestigioso de la Ciudad Autónoma, los médicos ratificaron el diagnóstico. La necesidad de intervención se observaba urgente; los padres del niño, sin embargo, se negaron a prestar su conformidad y solicitaron que los profesionales “blancos” se reunieran con el cacique y chamán de su comunidad. Este hombre viajó, también, a Buenos Aires; ciudad sin aborígenes; hablaba apenas el castellano y su presencia extravagante convocó a los medios periodísticos nacionales.

La reunión no arrojó los resultados esperados; la comunidad a la que el niño pertenecía rechaza toda intromisión en el cuerpo y así lo hizo saber, traductor mediante, el chamán en cuestión. Sin haber autorizado el procedimiento, el hombre retornó al norte, por sus propios medios.

Los días, en tanto, se sucedían y, en Buenos Aires, la presión periodística sobre los padres del niño aumentaba. El tema ocupaba la primera plana de los periódicos y sumaba segundos en programas de radio y de televisión, en los que una corte de especialistas de las  más variadas incumbencias, conocidos e ignotos, se turnaban para aportar sus perspectivas.

Al fin, el niño fue intervenido; no una sino dos veces. Permaneció un tiempo en observación y luego, ante su evolución favorable, se lo derivó al “domicilio”: es decir, se dispuso su retorno hacia la muy alejada comunidad aborigen a la que pertenecía.

El día del regreso fue una fiesta: los medios periodísticos nacionales cubrieron el acontecimiento, contribuyendo además a su generación; sus cronistas viajaron, hasta el remoto caserío, acompañados de algunos músicos y otros artistas para el público infantil. De más está decir que ninguno de los niños de la comunidad –la mayoría de ellos portadores de cuadros de desnutrición, en distinto grado-habían presenciado nunca algo, ni siquiera, parecido.

Hubo desfiles y funciones hasta el anochecer. Luego, todo terminó y, como sucede habitualmente,  cada quien continuó con su vida.

El relato había tenido, ya, su final feliz: los progresos de la medicina, en nuestro país, derrotan los prejuicios de la ignorancia y aseguran una vida saludable.

Claro, no siempre; hay excepciones. Y, lo sabemos sobradamente, el final de toda narración, es una decisión arbitraria del narrador; los relatos de final feliz suelen ser aquellos que saben interrumpirse a tiempo.  

Casi nadie se enteró que, a los dos meses, el pequeño murió. Que las otras familias de la comunidad, les impidieron a sus padres enterrarlo en el mismo sitio donde descansan sus muertos (donde, desde siempre, enterraron a sus ancestros) y que, de manera terminante, prohibieron a sus propias criaturas desnutridas, acercarse, siquiera, a las proximidades de la tumba solitaria.

          


 

 

NOTAS:

[1] DERRIDA, Jaques; Fuerza de Ley, El fundamento místico de la autoridad, página 60.

[2] CARNELUTTI, Francesco; Cómo nace el Derecho, página 11.

[3] DERRIDA, Jaques; ob. cit., página 46

[4] HARDT, Michael y NEGRI, Antonio; Imperio, página 240.

 


 

* Doctrinario permanente de  Microjuris Argentina.

Autor extranjero invitado de Persona e Danno (Milán, Italia).

Columnista revista Póliza (Uruguay) y GoSeguros (Bs. As).

Colaborador habitual Suplemento de Seguros de Eldial.com (Argentina).

Docente en Derecho de Seguros de Diario Judicial (Argentina).

E-mail: osvaldo@burgos-abogados.com.ar

 


 

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