Derecho y Cambio Social

 
 

 

EL MITO SOBREVIVIENTE DE LA REHABILITACIÓN PENAL*

César Barros Leal**

 


 

 

1. La selectividad

En diversos artículos hemos buscado demostrar que es en la ejecución de la pena, convertida en metástasis social,[1] donde la selectividad del sistema se expone en toda su exuberancia, sin ningún pudor, visto que ─salvo casos excepcionales─ tan sólo los que nunca fueron socializados,[2] los desheredados, los últimos monos, ingresan y permanecen en la cárcel, en la cual casi nunca se recoge a los criminales de cuello blanco dado que la Justicia es “una fiera hambrienta y discriminatoria que muerde al débil, pero al poderoso ni siquiera lo araña”, en el testimonio de José Raúl Bedoya,[3] la misma conclusión a la que arribó Jeffrey Reiman, en The Rich Get Richer and the Poor Get Prison.[4]

En la ponencia Derechos Humanos y el Sistema Penal, impartida en el Foro Permanente de los Derechos Humanos Prof. Dr. Antônio Augusto Cançado Trindade, en su 8ª Sesión Anual, el 21 de septiembre de 2006, en Fortaleza, Ceará, Brasil, Emerson Castelo Branco, defensor público y profesor universitario, señaló que los reclusos de los países periféricos llevan la cárcel consigo (agrego yo: como una Túnica de Neso o la flor de lis, grabada a fuego virtual en su cuerpo) un estigma incorporado a sus vidas, desde la cuna hasta la sepultura, puesto que, a raíz de la exclusión a la que se sometieron desde muy chicos y las dificultades de ascender socialmente, son condenados a poblar los centros de internación de menores y después las prisiones, adonde regresan a menudo, en un ciclo retroalimentador que se perpetúa a veces hasta la muerte.

A lo largo de esta vía crucis, renuevan el odio hacia la sociedad que los rechazó y a la cual tienen que ajustarse (como si fuera en un lecho de Procusto) para sobrevivir (por lo general no lo logran; nunca se olvide que los peores crímenes se cometen casi siempre por los que se diplomaron en penales). Es eso, además, algo que suena muy raro: “cuando el delincuente, envilecido y empeorado en esas prisiones, vuelve para la convivencia colectiva, puede la sociedad jactarse de que, por sus órganos competentes, lo castigó ejemplarmente; ella, en verdad, no hizo otra cosa sino degradarse, porque restituyó a la sociedad una parte deteriorada de sí mismo.”[5] Extraño proceder, repito, pues “Nadie, después de haber aislado y tornado inofensivos microbios nocivos, se acordaría de reintroducirlos, con una virulencia mayor, en el organismo del que los había extraído. Sería la lógica de la insensatez.”[6]

2. Los males de la prisión

Bajo la mirada indiferente y cómplice del Estado, en la prisión se practica toda suerte de acciones que traducen una desatención a los derechos humanos, en la medida en que, mucho más que la propia libertad (ya sin ésta, a decir de Berdiaeff, ni siquiera hay persona[7]) y contrariamente a los principios esenciales del Estado de Derecho Democrático, el presidiario pierde muchos otros de sus derechos, en un locus decrépito y luctuoso, en el que se amalgaman la cohabitación compulsiva, la violencia intrínseca al encierro y la estigmatización, oponiéndose a cualquier fin readaptatorio.

No muchos consiguieron, como el jurista Teodolindo Castiglione, hacer una síntesis tan precisa de los desvalores de la cárcel:

“Imaginad una grande prisión, en que jóvenes y viejos vivan en promiscuidad: criminales primarios y reincidentes; trabajadores honestos segregados de la convivencia social en virtud de la irreflexión o debilidad de un momento, y vagabundos estériles curtidos en la senda del crimen: hombres que miden la extensión de su desgracia al lado de otros, de una inconsciencia pasmosa; individuos sensibles que mataron, en una pasajera explosión emocional, seres que amaban, y que se consumían castigados por el remordimiento, y oran en las ocasiones de recogimiento espiritual, o intentan suicidarse en momentos de angustia, conviviendo con facinerosos execrables, quienes fueron a dormir tranquilos luego de haber matado a sus víctimas; personas fácilmente sugestionables que, en vez de una educación apropiada que les podría otorgar beneficios, reciben el influjo pernicioso de delincuentes decididos a prolongar su conducta nociva: asesinos, ladrones, estafadores, falsarios, incendiarios, violadores, criminales de todos los tipos, vencidos por la prepotencia del impulso sexual, entregados a la perpetración de actos envilecedores, o subyugados por el asalto feroz de los más fuertes y atrevidos; todos viviendo en el mismo ambiente, en la misma estufa, en la que el microbio del mal se desarrolla, se multiplica y se rebaja... Una casa así no puede ser la escuela que educa, la pedagogía que enmienda, el establecimiento que rehabilita, la institución que redime, socorre o purifica las conciencias descarriadas. En ese vivero de gérmenes malignos, ningún enfermo se cura o ve atenuada su dolencia. En ese retiro, el alma no se reanima, el hombre no se rehace...”[8] Antes había dicho: “Prisiones así no educan: corrompen; no disminuyen: aumentan a los reincidentes; no elevan la conducta de los criminales: rebajan, envilecen; no robustecen la fuerza moral que, no importa cuan pequeña sea, se esconde en todos los hombres; dificultan una posible rehabilitación; no preparan una reintegración armónica en la sociedad y, a veces, llegan a destrozar la personalidad del delincuente.”[9]

En La Isla de los Hombres Solos, el costarricense José León Sánchez externa su espanto al ver en el presidio a personas que se transformaban en cosas, hombres que se convertían en mujeres, inocentes transmudados en criminales, “tontos en avispados; inteligentes en locos; locos en cabos de varas; criminales de negro corazón en hombres de respeto frente a los que había que bajar la voz por estar investidos de autoridad.”[10]

José Raúl Bedoya impacta por su capacidad de captar, con gran potencia expresiva, esta realidad tan cruda:

“Te asusta ver cómo se matan entre sí por un cigarrillo (transformado en moneda en la prisión: nota del autor), un empujón o una mirada. Te inspira dolor ver a tantos seres separados de sus familias y te da asco ver cómo un núcleo de hombres que antes fueron normales han tomado el camino del homosexualismo, la drogadicción y el asesinato, convirtiéndose en piltrafas humanas y carne de presidio, víctimas de su debilidad de criterio y de la promiscuidad.”[11]  

3. El fraude de la agencia terapéutica

Al hacer de la cárcel, generalmente, un basurero de seres-personas, el Estado, en su ceguera e inacción, deja en sus vidas improntas que el mismo difícilmente logrará apagar, como hizo ver el poeta David González, en Depósito Legal: “me lo dijo mi madre. / A ella también se lo dijeron: / Escúcheme señora, yo, / lo único que puedo garantizarle / es que su hijo ha entrado / vivo aquí; ahora bien, / lo que ya no sé, / lo que ya no puedo / garantizarle, / es cómo va a salir.” [12]

Sin embargo, en antagonismo a su propia indolencia y al compás de añejas y contrafácticas ideologías, sigue pulsando la tecla anodina de la resocialización, mientras crece el convencimiento, compartido por la casi totalidad de los penitenciaristas, de que ésta (excepto en las islas de excelencia que conocimos en nuestro viaje por el archipiélago presidial y donde se procura rehabilitar la rehabilitación) es casi siempre un mito inalcanzable, puesto que prácticamente “la única verdad en el interior de esas prisiones es la lucha por la supervivencia y el espacio vital”[13] y el tratamiento penitenciario, fuertemente vinculado al concepto de peligrosidad (Gefährlichkeit en alemán), incompatible con la clausura, ha resultado una gran mistificación.

Indefectiblemente presente en la perorata oficial y las Cartas Fundamentales de un sinnúmero de países hispanoamericanos (México, artículo 18; El Salvador, artículo 27; Guatemala, artículo 19; Nicaragua, artículo 39; Honduras, artículo 87; Panamá, artículo 28) y europeos (Italia, 1948, artículo 7º: Las penas no podrán consistir en tratos contrarios al sentido de humanidad y deberán dirigirse a la reeducación del condenado; España, 1978, artículo 25, num. 2: Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados), así como en documentos de carácter regional y universal, como su fin prioritario (reza el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, artículo 10 [3]: El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados), la propuesta de rehabilitación ─de que se sirven algunos con el único propósito de legitimar el sistema─ colisiona con una praxis que la rechaza y “ha perdido toda credibilidad y todo valor en el campo criminológico”,[14] porque “su base fáctica resulta de una inconsecuencia: ¿Cómo privar de la libertad para enseñar a vivir en ella?”[15] ¿Cómo se puede aprender a vivir en libertad donde no hay libertad? Al fin y al cabo, “educar para la libertad en condiciones de no-libertad es no sólo de difícil realización sino que constituye también una utopía irrealizable.”[16] En la imaginación inventiva de algunos autores, sería cómo enseñar a nadar en una piscina sin agua o a correr en un ascensor o submarino, o simplemente acostado en una cama.

Es más, “lo peor de la prisión es la propia prisión, es decir, la idea de que la libertad humana fue anulada.”[17]

De hecho, en los recovecos de la Justicia en que se transformaron, en su mayoría, las prisiones de Latinoamérica y el Caribe hay una completa inversión del intento de readaptación o repersonalización, convertida, por sus aporías, en una meta fantasma, una mentira institucional (noble, para algunos) que sobrevive de la mano con el embrollo y la hipocresía.

Siempre son válidas las puntualizaciones del ex Ministro de Justicia de Brasil Miguel Reale Júnior:

“¿Re-socializar ante qué? ¿Re-socializar ante qué conjunto normativo? ¿Re-socializar ante qué ideología? ¿Qué normas? ¿Qué conjunto de valores? ¿El conjunto de valores propios de una comunidad? ¿El conjunto de valores defendido por un determinado pensamiento político? ¿El conjunto de valores propugnado por una religión? ¿El conjunto de valores que se encuentra definido en la legislación penal? ¿Resocializar sería condicionar o amoldar al hombre condenado a la legalidad penal? Pero, ¿cuál legalidad penal? ¿Amoldarlo a toda legislación penal, incluso a la legislación extravagante? ¿Someterlo, entonces, a un lavado cerebral e introducir en su espíritu todo aquello que consta en el Estatuto Penal y en toda la legislación penal? ¿O sólo insertar en su espíritu el mérito del valor que él menoscabó por la práctica delictiva? Y más una pregunta se vuelve obligatoria: ¿por qué métodos y medios realizar esta difundida re-socialización social? Hay que admitir que el delito es sólo una oportunidad que el delincuente concede para que el Estado lo recupere mediante la utilización de métodos de las ciencias del comportamiento, transformando la figura etérea (porque no existe en la realidad científica) del ‘criminal’, en otra realidad también etérea que es la del ‘no criminal’.

Es correcto y posible utilizar todo un conjunto de conocimientos científicos para proporcionar al condenado, en un medio antinatural, que le desvirtúa la personalidad, padrones de comportamiento amoldados, adecuados a la convivencia social para que el condenado sea útil y ajustado al mundo libre. Pero, al admitirse que él debe ser científicamente transformado para ajustarse al mundo libre y a la sociedad, uno está asumiendo un papel muy poco crítico y mucho más totalitario de lo que se imagina; totalitario, en la medida que se ve al delincuente arquetípico como patológico, que se ve el delito como anormal, que se atribuye al condenado la posición irremediable de equivocado; pero el equivocado al que filantrópicamente el Estado recoge y retira de la libertad para devolverlo después al seno social acomodado, convertido en el buen muchacho que nos será útil a todos que vivimos en una sociedad homogénea, perfecta, coherente, desprovista de males porque el mal está siendo destruido al transformarse al condenado, que es el único mal.”[18]

4. La antinomia entre las metas

Al unísono se apunta la antinomia entre las metas de manutención del orden y de la disciplina (sobre todo en maximum security prisons) y las de rehabilitación (Hohmeier, citado por Francisco Muñoz Conde, habla de Sicherung oder Socialisierung,[19] es decir, seguridad o socialización).

Las metas formales de la pena de privación de libertad son la punición, la prevención y la regeneración y, a su vez, las informales (“los medios necesarios para cumplir ese programa, en el recinto de las prisiones cerradas”) son la seguridad y la disciplina; en el confronto de dichas metas “se percibe que surge una imposibilidad de realización de ambas a la par, pues son excluyentes unas de las otras.”[20]

En A Questão Penitenciária, un clásico de la literatura prisional, Augusto F. G. Thompson apunta que la larga experiencia penitenciaria, de que no conviene hacer tabla rasa, ha dejado claro que “en ninguna época y en ningún lugar” la prisión punitiva logró ser reformadora.[21]

5. El tratamiento resocializador mínimo

Hace veintitantos años, al ser presentado a un exrecluso supuestamente rehabilitado ─puesto que había constituido una familia, tenía un empleo fijo y se jactaba de ser un ciudadano atento a las leyes─, le hice una sola pregunta: ¿en qué medida la prisión contribuyó para su recuperación? La respuesta fue inmediata: en absolutamente nada; al revés, lo que sí le resultó fundamental fue mantenerse apartado de la masa, de sus prácticas dañinas. Y añadió perentoriamente: ─ No había otra salida.

Sus palabras me hacen rememorar a Miguel Hernández, el poeta español que cumplió pena en una prisión española y dejó versos contundentes:

“No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
Me es pequeño y exterior.”[22]

De veras, la única preservación o mejora factible es aquella que emana de un proyecto personal del sentenciado, que natural y voluntariamente ─con o sin ayuda ajena─ se evade de la infección perniciosa de la clausura.

A la prisión (o tal vez sea mejor decir al Estado, que se presenta como Benefactor o Salvador) no corresponde constreñir al penado a involucrarse en programas de reeducación - coercive therapy (muchos ni siquiera los necesitan puesto que nunca llegaron a ser antisociales), intentando manipularlo, transformarlo, reestructurar su personalidad (como si fuera un conejillo de Indias) y evitar que cometa delitos (la imagen de Alex, el protagonista de A Clockwork Orange, no se ha esfumado en el olvido).

En lugar de la coacción (en Alemania, una decisión reciente de la Corte Suprema Constitucional define que el tratamiento resocializador se efectuará aun contra la voluntad del preso), el consentimiento (de ahí el término consensualismo[23]), como punto de equilibrio entre la intervención institucional y los derechos y garantías de su receptor.

Concuerdo, pues, con Cezar Roberto Bittencourt, Miembro de la Academia Brasileña de Derecho Criminal y Doctor en Derecho Penal por la Universidad de Sevilla, España, cuando sentencia que el esfuerzo resocializador sólo es concebible cuando se ofrece una oportunidad al delincuente “para que, en forma espontánea, se ayude a sí mismo, en el futuro, a llevar una vida sin cometer crímenes.” Dicho entendimiento, que equivale al llamado tratamiento resocializador mínimo, “se aleja definitivamente del denominado postulado resocializador máximo, que constituye una invasión indebida a la libertad del individuo, el cual tiene el derecho de elegir sus propios conceptos, sus ideologías, su escala de valores.” [24]

Sugiriendo, incentivando, dialécticamente, sin imposiciones de cualquier naturaleza (Giuseppe Bettiol ya hacía este amonestamiento, reiterado por Carlos García Valdés), tal vez sea posible al Estado (del cual, por supuesto, es inexigible una total y quimérica neutralidad) no sólo impedir la disocialización del encarcelado sino promover su no disocialización, de suerte que no resbale cuesta abajo por las fragosas pendientes de la recaída.

6. El descrédito de la meta de resocialización

La falta de confianza en la tarea de resocialización (la cárcel simplemente ahonda la escisión con el mundo externo y logra moldear buenos reclusos, tal como afianza Concepción Arenal) y “la consecuente pérdida de credibilidad de la pena privativa de libertad, al lado del principio de la humanidad”[25], viene a ser, a juicio de Luiz Flavio Gomes, ex Juez y Doctor en Derecho Penal por la Universidad Complutense de Madrid, quizá la característica dominante de la reciente Política Criminal, sobresaliendo la desaparición o limitación de la pena capital (en Brasil y México, dicha pena es prevista solamente en tiempo de guerra para delitos gravísimos de naturaleza militar; ambos firmaron el Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos Relativo a la Abolición de la Pena de Muerte [A-53], que entró en vigor el 28 de agosto de 1991; en Brasil la última ejecución fue en 1855; en México, en 1937), así como el desplazamiento de la posición central de la pena detentiva respecto a las demás sanciones y su sustitución por sistemas de tratamiento y otras medidas alternativas…[26]

7. Los estertores de un mito

De modo claro y sencillo Sergio García Ramírez logra sintetizar el sofisma (o la paradoja) de la propuesta sustantiva de readaptación social:

“Las cárceles son, de alguna manera, el reflejo más impresionante de lo que es una sociedad, y es de ellas de las que esperamos, como dramático contraste, alcanzar lo que la propia sociedad no supo dar en su tiempo a quienes ahora están recluidos en prisión.”[27]

Creo que, de un modo u otro, tenemos que cuestionar el rol de la propia sociedad y repensar la pena de detención y sus respectivos fines. De ahí que deben ser objeto de maduración ideas como la de resguardar el derecho del recluso de no ser sometido a ningún tratamiento, de ser diferente, buscándose cada vez más reducir la sombra de su vulnerabilidad y tornando la prisión mucho más humana y menos deteriorante, es decir, rediseñándola, normalizándola, para que sea lo más parecido posible al exterior[28] (que se proclama mejor─ no obstante el hecho de que existen más delincuentes en libertad que en prisión, y al cual, a sus pautas de convivencia, a sus leyes─ se quiere incorporar al penado).

Las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos (60.1) establecen: El régimen del establecimiento debe tratar de reducir las diferencias que puedan existir entre la vida en prisión y la vida libre en cuanto éstas contribuyan a debilitar el sentido de responsabilidad del recluso o el respeto a la dignidad de su persona.

Con la misma orientación se escribió en el Manual de Buena Práctica Penitenciaria: Implementación de las Reglas Mínimas de Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos que la prisión no es normal por su propia definición y que las iniciativas en el sentido de hacer la vida intramuros semejante a la vida normal “nunca pueden contrarrestar las limitaciones que involucran el hecho de perder la libertad, pero pueden reducir el efecto alienante del encarcelamiento.” Además, aquellas iniciativas que buscan conservar los vínculos del recluso con el exterior “son una parte importante para hacer normal la vida en prisión, como son las oportunidades para permitir a los reclusos usar su propia ropa, y que limpien y cocinen para sí mismos. El permitir tales actividades cumple muchos propósitos. El reducir las diferencias entre la vida dentro y fuera de la prisión fortalece la independencia y la responsabilidad, otorga práctica en habilidades básicas y reduce la dependencia en los servicios que entrega la administración de la prisión.”[29]

Sobre este punto comenta Anabela Miranda Rodrigues, Profesora de la Universidad de Coimbra:

“Si ponderamos los efectos dañinos del sistema penitenciario tradicional, el principio nihil nocere, tomado verdaderamente en serio, implica modificaciones profundas de la vida cotidiana de los establecimientos penitenciarios. Algunas proposiciones iluminan este principio: la configuración concreta de la prisión no debe reforzar la carga de estigmatización social traducida por el juicio y por la pena; las limitaciones de derechos no pueden autorizarse, a no ser en la medida en que sean impuestas por razones de fuerza mayor, urgentes y en función del recluso (y no de necesidades de funcionamiento de la institución); las condiciones generales de vida del recluso deben aproximarse a las que caracterizan la vida en libertad (normalización de la vida penitenciaria); deben favorecerse las relaciones del recluso con el mundo exterior.”[30]

La expectativa es de que, trastocando el eje de las discusiones en el marco penitenciario, se reevalúen conceptos que, malgré tout, todavía están demasiado presentes, como obligatorios puntos de referencia, en la agenda de buenas intenciones, románticas y visionarias de nuestros coetáneos. Y, a partir de ahí, se pueda allanar la ruta para una nueva época.

 


 

 

NOTAS:

 

* Fragmento del libro “La Ejecución Penal en América Latina a la Luz de los Derechos Humanos”, cuya publicación por la editorial Porrúa está prevista para este año

[1]  Esta postura sostiene Elías Neuman: “La cárcel, por más nueva y con más elementos tecnotrónicos a la mano de que disponga, ha tomado en esta última década el carácter de metástasis social: depósito y guarda de personas a las que hay que quebrarles la individualidad y, si así fuera, cementarles la vida o dejar que entre ellas celebren el necrófilo ritual de los homicidios.” (El Estado Penal y la Prisión-Muerte, Ediciones Universidad, Buenos Aires, 2001, p. 159)

[2]  Según Richer G., socialización es el “proceso por el cual la persona aprende e interioriza, en el transcurso de su vida, los elementos socioculturales de su medio ambiente, los integra en la estructura de su personalidad, bajo la influencia de experiencias y de agentes sociales significativos, adaptándose así al entorno social que ha de vivir.” (Citación extraída del texto “El Impacto Carcelario”, de GARCÍA-BORÉS ESPÍ, Josep, en BERGALLI, Roberto (coord. y colab,), Sistema Penal y Problemas Sociales, Editorial Tirant lo Blanch, Valencia, 2003, p. 412.

[3] BEDOYA, José Raúl, Infierno entre Rejas, Editorial Posada, México, 1984, p. 11.

[4] REIMAN, Jeffrey, The Rich Get Richer and the Poor Get Prison: Ideology, Class, and Criminal Justice, Ally and Bacon, United States of America, 1997.

[5] CASTIGLIONE, Teodolindo, Estabelecimentos Penais Abertos e Outros Trabalhos, Editorial Saraiva, São Paulo, 1959, p. 18.

[6] Ibidem, p. 18.

[7] En RUIZ FUNEZ, Mariano, A Crise nas Prisões, Editorial Saraiva, São Paulo, 1953, p. 23.

[8] CASTIGLIONE, Teodolindo, op. cit., pp. 12-13.

[9] Ibidem, p. 12. Sergio García Ramírez habla de una paradoja máxima que consiste en un “servicio a la inversa, que descalifica para la libertad y otorga grado para la reclusión. Y el fenómeno no sólo se presenta entre los reincidentes, entre quienes nunca deberían salir de la prisión sino también entre quienes jamás debieron ingresar a ella.” (La Prisión, Fondo de Cultura Económica, Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 1975, p. 58)

[10] LEÓN SÁNCHEZ, José, La Isla de los Hombres Solos, Editorial Grijalbo, México, 1984, p. 83. Léase lo que describió un penado sobre su proceso de conversión: “En la prisión se convierte uno en lo contrario de lo que debiera convertirse. Se vuelve uno asocial. Primero se le excluye de la sociedad, luego comienza uno a excluirse por sí mismo. Se olvida la responsabilidad; aquí no se tiene ninguna. No se quiere tampoco volver a tenerla. Se aprende el odio maligno, asechante, contra el opresor; se convierte uno en un hipócrita; se aprende a hurtar, casa de que ya no lo supiera’.” (VON HENTIG, Hans, La Pena, Volumen II [Las Formas Modernas de Aparición], trad. y notas de José María Rodríguez Devesa, Editorial Espasa-Calpe, Madrid, 1968, p. 277)

[11]  BEDOYA, José Raúl, op. cit., p. 194.

[12]  GONZÁLEZ, David, Los Mundos Marginados (Poemas de la Cárcel), Biblioteca Babab (www.babab.com/biblioteca), septiembre de 2000.

[13] MENDOZA BREMAUNTZ, Emma, Delincuencia Global, M.E.L. Editor, México, 2005, p. 144.

[14] NEUMAN, Elías, op. cit., p. 153.

[15] Ibidem, p. 72. Algunos de tal modo se integran en la vida de la prisión que, poco antes del término de su pena, llegan a cometer un crimen con el propósito de permanecer intramuros. En sus notas sobre la pena, cuenta Hans von Hentig: “Cuando pusieron en libertad al anarquista Berkman, estaba atontado, agobiado por los ruidos de la calle, asustado. Rodeado de amigos compasivos, añoraba la celda, temía los espacios cerrados, las palabras de simpatía y la presencia de seres humanos. Vera Figner abandonó su tumba de piedra Schliselburgo llena de ‘desesperación por la irreparable pérdida’ de los amigos que dejaba atrás. Hau exigió que fuera su madre a recogerle después de dieciocho años de estar preso o que, en otro caso, le dieran un guía para salir en libertad. No sabía qué hacer fuera, y rogó en vano que le dejasen estar dos días más… En Leavenworth no era raro el caso de presos que no querían marcharse, que pedían con insistencia que no les echaran, y cuando veían que no les servía de nada, planeaban un intento de evasión para ser condenados a una nueva pena… El 19 de octubre de 1950 llamó a la puerta de la prisión de Kilby, en el estado de Alabama, J. D. Rhodes, de sesenta y cinco años, pretendiendo volver a su celda. Había sido liberado provisionalmente de su reclusión perpetua. Su ruego fue atendido. El director opinó que probablemente a causa de su edad no había podido acomodarse a la vida en libertad.” (VON HENTIG, Hans, op. cit., pp. 236-237)

[16]          SOUZA QUEIROZ, Paulo de, Funções do Direito Penal. Legitimação versus Deslegitimação do Sistema Penal, Editorial Del Rey, Belo Horizonte, 2001, p. 63.

[17] RUIZ FUNES, Mariano, A Crise nas Prisões, trad. de Hilário Veiga de Carvalho, Editorial Saraiva, São Paulo, 1953, p. 101.

[18] REALE JÚNIOR, Miguel et al., Penas e Medidas de Segurança no Novo Código, Editorial Forense, Rio de Janeiro, 1985, pp. 166-167.

[19] MUÑOZ CONDE, Francisco, Derecho Penal y Control Social, Editorial Temis, Bogotá, 2004, p. 85.

[20] PIMENTEL, Manoel Pedro, O Crime e a Pena na Atualidade, Editorial Revista dos Tribunais, São Paulo, 1983, p. 38.

[21] G. THOMPSON, Augusto F., A Questão Penitenciária, Editorial Vozes, Petrópolis, 1976, p. 42.

[22] HERNÁNDEZ, Miguel, Poemas, Editorial Plaza y Janes, Barcelona, 1978, citado por DEL PONT, Luis Marco, Derecho Penitenciario, Cárdenas Velasco Editores, México, 2005, p. 570.

[23] Edmundo Oliveira opina que “es apropiada la nueva concepción del Consensualismo Penitenciario, pugnando por una política de socialización y resocialización, en los dominios de la ejecución penal, con el refuerzo de la legitimidad de una cultura saludable fundada en la concientización, el consentimiento, la adhesión y la adquisición o conservación del sentido de responsabilidad del condenado, en la vida profesional participativa, en común, la cual, en la dinámica de la restauración personal, con la búsqueda constante de soluciones de los problemas humanos del recluso, debe ser encarada como una parte indisociable de la sociedad, donde el condenado vivirá libre en el futuro, sin prescindir de la aceptación y del apoyo de la comunidad.” (O Futuro Alternativo das Prisões, Editorial Forense, Rio de Janeiro, 2002, pp. 403-404) El autor menciona también el sinalagma penitenciario, es decir, “el carácter premial del ordenamiento penitenciario a través de la concesión de beneficios progresivos estipulados en un contrato, sin limitarse al reconocimiento de derechos y sin descuidar el aspecto disciplinario. El modelo prisional sinalagmático establece una escala para medir el índice de socialización o resocialización por los valores correspondientes a la evolución del comportamiento del condenado.” (Ibidem, p. 97).

[24] BITTENCOURT, Cezar Roberto, Novas Penas Alternativas. Análise Político-Criminal das Alterações da Lei n. 9.714/98, Editorial Saraiva, São Paulo, 1999, p. 18.

[25] Respecto a este principio: él “nos alerta sobre el hecho de que, si toda sociedad tiene los criminales que merece, los criminales, al revés, en especial los jóvenes, muchas veces no tienen la sociedad que merecen. Si la sociedad, de varias formas, contribuye a la formación del criminal, no debe trabajar con la lógica simplista del castigo. La intervención punitiva debe contribuir a la realización de un proyecto socialmente constructivo y para provecho del propio condenado.” (GALVÃO, Fernando, Direito Penal: Parte Geral, 2ª edición, revista, actualizada y ampliada, Editorial Del Rey, Belo Horizonte, 2007, p. 69)

[26] GOMES, Luiz Flávio, Penas e Medidas Alternativas à Prisão, Editorial Revista dos Tribunais, São Paulo, 1999, pp. 19-20.

[27] TAVIRA, Juan Pablo de, ¿Por qué Almoloya? Análisis de un Proyecto Penitenciario, Editorial Edina, México, 1995, p. 60.

[28] Es lo que también pondera Raúl Carrancá y Rivas: “El régimen penitenciario debe reducir, en cuanto sea posible, las diferencias entre la vida de reclusión y la libertad, que contribuyan a debilitar el sentimiento de responsabilidad del recluso y el respeto a la dignidad de su persona, por lo que antes del cumplimiento de la pena debe asegurar al recluso su retorno progresivo a la vida normal en sociedad, ya porque establezca un régimen preparatorio para la liberación, ya porque establezca la liberación condicional sin intervención de la policía.” (CARRANCÁ Y RIVAS, Raúl, Derecho Penitenciario, Editorial Porrúa, México, 2005, p. 445)

[29] Instituto Interamericano de Derechos Humanos, San José, Costa Rica, 1998, p. 118.

[30] MIRANDA RODRIGUES, Anabela, Novo Olhar Sobre a Questão Penitenciária: Estatuto Jurídico do Recluso e Socialização; Jurisdicionalização; Consensualismo e Prisão, Editorial Revista dos Tribunais, São Paulo, 2001, p. 160.

 

 


 

** Procurador del Estado de Ceará (Brasil).
Profesor de la Universidad Federal de Ceará.
Doctor en Derecho (Universidad Nacional Autónoma de México).
Residente del Instituto Brasileño de Derechos Humanos.

cesarbl@matrix.com.br

 


 

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