Derecho y Cambio Social

 
 

 

 

LOS EXCLUIDOS SOCIALES: LOS NUEVOS DESAPARECIDOS DE LA DEMOCRACIA. A PROPÓSITO DE LA CONCEPCIÓN Y DEL ALCANCE ACTUAL DEL ESTEREOTIPO SOCIAL DEL DELINCUENTE

Romina Surace *

 


 

Si la sociedad les abandona, vuelven al estado

de naturaleza y recobran por la fuerza los derechos

que no han enajenado sino para obtener ventajas

mayores; toda autoridad que se les oponga será tiránica…”.

MARAT 

 

 

SUMARIO:

1) Introducción.

2) Ideas preliminares.

3) Concepto penal de “delito”.

4) Estereotipo social del delincuente y estigmatización del mismo.

5)  Enfoque sociológico de la cuestión.

6) Conclusión.

 

 

1) Introducción.

Uno de los fines del Estado argentino —el cual emana de la interpretación armónica de los arts. 16 y 75, inc. 23, de la Constitución Nacional Argentina— es el de garantizar la igualdad de trato de todos los habitantes de la Nación frente a la ley, para lo cual será necesario que éste desarrolle y promueva medidas de acción positiva que garanticen dicha igualdad de oportunidades y de trato como así también el pleno goce y ejercicio de los derechos constitucionalmente reconocidos.

            Si no se implementan estas medidas las personas que se encuentran bajo la línea de pobreza —para algunos excluidos sociales— se vería prácticamente disminuidos, cuando no truncos, en el ejercicio de sus derechos, haciendo que alguno de ellos opten por cometer conductas delictivas para sobrevivir en una sociedad exitista donde, paradójicamente, el éxito está reservado a unos pocos.

            Por ende, en la sociedad tiende a formarse un estereotipo social del “delincuente” como perteneciente a un determinado estrato, estereotipo éste fogoneado muchas veces por intereses creados que se encuentran a la sombra de ciertos medios de comunicación, reclamando para ellos la aplicación de penas más duras, en la creencia que con ello se acabará el problema del delito.

            Así el excluido social se encuentra al margen de todo. Perseguido —en lugar de ser protegido— por el sistema y demonizado por la sociedad a la que pertenece, quedándole, a veces, pocos recursos para subsistir; uno de ellos: la delincuencia.

            Esta circunstancia me lleva a concluir que el excluido social es el nuevo “desaparecido” de la democracia.

            La finalidad de este trabajo es proyectar las consecuencias de esta situación derivada, en principio, de la omisión estatal al no preveer medidas de acción positiva necesarias para paliar dicha crisis social.               

2) Ideas preliminares.

            El objetivo central de este trabajo es analizar —sobre la base de una serie de circunstancias fácticas y ciertas corrientes doctrinarias en boga— que el aserto de la hipótesis que planteo es real: el excluido social es el nuevo “desaparecido” de la democracia, ello en virtud de la concepción y alcance que en el presente se le da —intencionadamente, a mi parecer, desde algunos sectores— al  término “delincuente”.

            Cierto es que delitos y delincuentes existen y existieron siempre. Pero no debemos dejar de soslayar que ambos rótulos son el resultado de construcciones sociales en un contexto de tiempo y espacio determinados. Es por ello que ciertas conductas que en otros tiempos y en otro tipo de entramados sociales eran considerados delitos ahora no lo son y, a contrario sensu, al ir progresando y desarrollándose las sociedades, van apareciendo nuevas conductas disvaliosas que merecen, a criterio de sus contemporáneos, algún tipo de reproche penal.

            Lo que pretendo con este trabajo es, centralmente, focalizar mi atención en nuestra sociedad y analizar, más precisamente, su comportamiento y reacción respecto de la sucesión de diferentes sucesos delictivos que han ido apareciendo en los últimos años, y que me han llevado a afirmar que dichos comportamientos y reacciones se corresponden con una visión parcializada y restringida de la realidad social que debemos afrontar, la cual hace que se exija que todo el peso de la ley recaiga sobre los integrantes de ciertos sectores sociales sin detenerse en la enorme precariedad y abandono con los que éstos conviven cotidianamente, y que las soluciones que se reclaman al unísono  —aumento de penas, creación de nuevas figuras penales, etc.—, lejos de poner fin al problema del delito en Argentina, lo profundizan aún más. Pues la solución a ellos no pasa por una cuestión de política criminal, sino por una cuestión “política” a secas, orientada a reducir la brecha cada vez más ancha existente entre ricos y pobres, para poder cumplimentar el mandato constitucional previsto en el art. 16 de la Constitución Nacional Argentina (en adelante, CN) y en los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional.

            Finalmente, también destacaré en este trabajo el rol que ocupan actualmente algunos medios de comunicación en la descripción y cobertura de cierto tipo de delitos como así también en la —¿tal vez intencional?, ¿tal vez adrede?— omisión de ciertas conductas disvaliosas que se suceden en otros ámbitos y esferas del poder, que también son delitos y que merecerían el mismo tratamiento.

            En mi más íntima convicción considero que se ha pretendido instalar la idea que los delincuentes provienen —mayoritariamente— sólo de un estrato social determinado, y sólo con más penas y más cárceles se podría poner fin al problema del delito en la Argentina, cuando la cuestión es, sin lugar a dudas, más compleja, puesto que los mismos integrantes de ese estrato también padecen el mismo sentimiento de inseguridad que el resto de los habitantes de este país.

            En el presente trabajo demostraré que no es con más cárceles y más penas como se puede poner punto final al problema del delito, sino que se requiere una participación e intervención del Estado más intensa en la realidad social, desarrollando las tan mentadas y reclamadas políticas activas que se le exigen en el art. 75, inc. 23, de nuestra Constitución.

3) Concepto penal de “delito”.

            El “delito” es, en sí mismo, uno de los objetos esenciales de estudio de la investigación criminológica. Como dije anteriormente, el concepto y alcance de este término varían a medida que evoluciona la sociedad y su cultura, por lo tanto, no debe soslayarse que es, básicamente, un concepto temporal, histórico, relativo y circunstancial[1]. Evidentemente hoy en día, las implicancias del vocablo “delito” tiene una mayor extensión y complejidad que la que Carlos Tejedor le diera en su tiempo al definirlo, simplemente, como “…toda acción ú omisión prevista y castigada por una ley penal que está en entera observancia y vigor[2]. 

Sin perjuicio de ello, es interesante destacar cómo la sociedad actual tiende a considerar al fenómeno de la delincuencia como ajeno a ella, esto es como si fuera un mal, una epidemia, que afecta a la gente “decente” y a la que hay que erradicar por cualquier medio y a toda costa. En este orden de ideas, el crimen, en el inconsciente colectivo, es básicamente, el “mal”, la faz negativa de los instintos y apetitos humanos.

Craso error éste: la conducta delictiva debe ser vista y tratada  —según sostiene García-Pablos de Molina— como un problema social y comunitario. Esto es, “de” la comunidad que surge “en” la comunidad y debe ser resuelto “por” la comunidad, la cual deberá mentalizarse que una sociedad “libre” de elementos delictivos lisa y llanamente no existe, habida cuenta que se trata éste de un fenómeno que deriva directamente de la convivencia y de las relaciones interpersonales que se desarrollan en todo ejido social. Lo que puede variar será, posiblemente, el tratamiento que se le dé a la problemática, pero jamás se podrá erradicar este tipo de conductas, por cuanto ello implicaría la desaparición misma del cuerpo social, cuando no el surgimiento de políticas típicas de un Estado totalitario.

Sentado lo expuesto, podemos concluir entonces que al delito no se lo “erradica” ni “extirpa” sino que, por el contrario, debe ser “controlado” razonablemente, debiendo participar activamente en las tareas de prevención la misma sociedad que, paradójicamente, no se hace cargo de la responsabilidad que le atañe en esta problemática, como si la solución al conflicto, tanto y como su rol en la búsqueda de ésta, pasaran por limitarse a exigir mayores castigos.

En este sentido, generalmente, solemos escuchar  —en boca de varios— que “…ésto, cuando yo era chico, no sucedía…”, o comentarios más o menos similares. Pero, como diría el maestro Jiménez de Asúa: debemos dejar de hacer “…apología del pretérito…”[3]; si se insiste en utilizar la terminología médica, como si el delito fuera una enfermedad, debemos decir entonces que es inútil atacar los síntomas de un mal. Es decir, lo que se precisa es combatir las causas.

Evidentemente, la sociedad se sentirá mejor si conjura el “mal” sin olvidar, en esta “cruzada”  —como algunos advenedizos alegremente la califican—, que en algunos intentos para lograrlo sociedades pasadas ocasionaron el surgimiento de la Inquisición, la caza de brujas, matanza de negros y otras minorías, constituyendo todos estos ejemplos errores irracionales, consumados con el declarado afán de hacer el bien. Tal como sostiene el profesor Carlos Alberto Elbert: “…La intención de extirpar el mal (el delito) ‘curando a la sociedad’ está, seguramente, ligada a resortes psicológicos atávicos, a creencias y supersticiones, que se expresan todavía hoy en mecanismos como las ofrendas o el chivo expiatorio…”[4].                

            Cabe destacarse en este punto que la concepción del cuerpo social en cuanto a que sólo con la aplicación de penas cada vez más duras se logrará combatir más eficazmente al delito, ha ido acompañada en los últimos tiempos por un notable abandono en el campo del derecho penal de principios político criminales clásicos —esto es “garantistas”— siguiendo una tendencia universal de búsqueda de eficacia al menor costo posible. Abandono éste que convierte al derecho penal de ultima ratio en un sistema de prima ratio, y, en muchos casos —lamentable y peligrosamente— de sola ratio y antigarantista, con el aditamento de formar en el imaginario colectivo la idea de que existen ciudadanos de primera y de segunda clase.

            De lo anteriormente expuesto, se deduce claramente que la función tradicional del derecho penal en todo Estado de Derecho consistente en la reducción y contención del poder punitivo dentro de los límites menos irracionales posibles, se ha tornado hoy en día difusa, pasándose a pasos agigantados a un “neopunitivismo” activista, el cual ha sido elevado, según palabras del doctor Daniel R. Pastor, “…a la categoría de octava maravilla del mundo5.

            Es por ello que la exigencia de un mayor aumento de la facultad punitiva del Estado es harto peligrosa, habida cuenta que, cuanto más poder punitivo autorice un Estado, más alejado estará éste del Estado de Derecho, porque mayor será el poder arbitrario de selección criminalizante y de vigilancia que tendrán los que mandan. En este orden, cuantas más leyes penales tenga a mano quien manda, más pretextos tendrá para criminalizar a quien se le ocurra y para vigilar al resto.

            Vivimos en un estado de “emergencia” constante y de todo tipo, social, económica, cultural, educativa, poblacional, etc., pero la que se ha llevado en el último lustro los titulares de todos los diarios es, sin lugar a duda alguna, la “crisis” del sistema de seguridad en nuestro país. A este respecto es interesante destacar la opinión del profesor Raúl E. Zaffaroni, quien entiende que: “…En los momentos en que el poder punitivo avanza por efecto de una emergencia, el contenido pensante de su discurso cae en forma alarmante (…) con las emergencias el poder punitivo carece de límites y el derecho penal se convierte en coerción directa del derecho administrativo y reduce su contenido pensante a niveles muy bajos…”6.

            Por ende, al lanzarse en búsquedas de soluciones a corto plazo, electoralistas, y efectistas del problema criminal, no se hace otra cosa que seguir tirando la pelota hacia adelante, cuando la solución no está en el derecho penal ni en la “politización” del derecho criminal: en una sociedad en la cual más de la mitad de sus habitantes se encuentran bajo la línea de pobreza, marginados de ella, condenados a vivir en la miseria más indignante, sostener que con un mero aumento de penas se solucionará el problema del delito en la Argentina, es una postura, en principio y a mi entender, propia de un niño de corta edad, o de un político bastante estrecho en su formación y defensor del status quo imperante, a quien le conviene mantener la situación social tal cual está, para que nadie cuestione sus acciones o, tal vez, sus omisiones.

A continuación en el acápite siguiente, analizaré cómo esta concepción actual del delito influye en la imagen que se tiene del “delincuente” común, la cual me ha llevado a plantear la hipótesis objeto del presente trabajo.

4) Estereotipo social del delincuente y estigmatización del mismo.

            Podemos definir un “estereotipo” como la adjudicación de características especiales o abstractas a personas o grupos de ellas, de modo automático, que el razonamiento científico no puede confirmar7.

            En la vida cotidiana se utilizan este tipo de herramientas con el objeto de establecer distancias, separaciones y ordenar lo social en jerarquías de pertenencia o exclusión. Cabe destacarse que somos entrenados desde temprana edad en el uso de estos mecanismos, circunstancia ésta que explicaría el grado de internalización de ellos en las personas adultas. Tanto en el hogar como en la escuela se nos ha enseñado quiénes constituyen “buenas o malas” compañías.

            Los prejuicios y estereotipos suelen operar como una expresión de conflicto intergrupal en una sociedad, alejando a los diferentes y jerarquizando el propio segmento de pertenencia, pudiendo ser el eje de este tipo de conflictos las diferencias de clase, nacionalidad, religión, jerarquía profesional y otras.

            Ligado a este concepto de estereotipo, debemos mencionar la figura del “chivo expiatorio”, figura ésta que en psicología suele ser definida como la tendencia de colocar en un tercero los vicios, defectos y errores que no soportamos en nosotros mismos y que, según como sea utilizada, puede alcanzar formas discriminatorias severas, generalmente dirigidas contra el más débil, expuesto y falto de poder del grupo social. El destinatario sería una especie de “oveja negra” del cuerpo social. En muchos casos, el hecho de caer en la descripción de un “estereotipo” se transforma en una descalificación permanente de la persona, ocasionándole dicha circunstancia un “estigma” que aumenta su discriminación y segregación. Por ejemplo, alguien que diga que estuvo en la cárcel, o que cumplió una condena, se le hará, seguramente, muy dificultoso todo intento de inserción social. Las condiciones consideradas negativas por la sociedad descalifican, crean dificultades cierran puertas y clausuran relaciones, transmitiéndose, en la mayoría de los casos, a los familiares del estigmatizado.

            En esta inteligencia, y traspolando las consideraciones precedentemente vertidas a la hipótesis de este trabajo, los prejuicios que la sociedad va creando a través de los estereotipos, van generando una determinada fisonomía de la persona del “delincuente” en el propio imaginario colectivo. Ello, a su vez, es alimentado por ciertos medios de comunicación, construyéndose así una suerte de “cara de delincuente”: quienes sean portadores de rasgos típicos de ese estereotipo, corren serio peligro de ser criminalizados, aunque no cometan ilícito alguno. Tal como lo ejemplifica el doctor Zaffaroni, juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (Máximo Tribunal de la República Argentina): “…[seríamos igualmente prejuiciosos] si quien porta el estereotipo criminal y hace que estemos atentos a sus menores movimientos en la parada del ómnibus a la madrugada, nos muestra una credencial de juez de instrucción…”8.  

            Este tipo de conductas hace que la sociedad identifique al delincuente como perteneciente a un estrato social determinado —cuyos integrantes son los que pueblan en su mayoría las cárceles del país— por ser portadores de estereotipos y por haber cometidos delitos menores, groseros o poco sofisticados. Sin perjuicio de ello, en el imaginario colectivo, es aún muy arraigada la creencia que en las cárceles se alojan, en su mayoría, homicidas y violadores, cuando, en realidad, éstos, en su conjunto, no supera el diez por ciento de la población carcelaria actual.

            Es interesante desarrollar como ejemplo en este punto el caso de la muerte del joven M. B., quien falleciera el día domingo 9 de abril de 2006 luego de un incidente con un grupo de extraños. Debemos recordar que en aquél tiempo cualquier tipo de hecho delictivo era tratado profusamente por todas las agencias informativas, las cuales, obviamente, “opinaban” y “hasta reclamaban” la aplicación de tal o cual política criminal sin molestarse en recurrir a la opinión de algún destacado jurista especialista en la materia, a los que, por el contrario, desacreditaban sin más por estar “divorciados de la realidad”.

              Con una sociedad sensibilizada, apareció ante cuánta cámara había un ex candidato a gobernador en las últimas elecciones, patrocinador en esa época de su “cruzada contra la delincuencia”, quien muy suelto de cuerpo llegó hasta a reclamar la baja de la edad prevista para la imputabilidad de menores. De buenas a primeras, el caso dejó de tener resonancia pública. ¿Por qué? Pues bien, falló en este suceso el estereotipo dominante en virtud del cual los “marginales” atacan a los “integrados”. En este caso, los supuestos asesinos del menor no habían sido “los malos elementos de la sociedad”, sino que en la gresca en la que perdiera la vida M. B. habían intervenido jóvenes de su misma procedencia social, poniéndose en evidencia que los “buenos” también delinquen, y que la violencia de los “buenos”, también puede matar. Sin perjuicio de ello, algunos elementos de nuestra sociedad aún se empeñan en negar la naturaleza compleja y universal del delito, afirmando que a éste se lo combate con la simpleza del “dos más dos es cuatro y todo lo que suma aumenta” (esto es, a más delito más pena)9.

              Considero que nuestra sociedad no se encuentra preparada, ni cultural ni educativamente, para poder leer entre líneas lo que diariamente le es transmitido a través del discurso que difunden las diferentes agencias informativas y políticas. Los medios masivos de comunicación y los operadores del sistema penal tratan de proyectar al poder punitivo del estado como una “guerra a los delincuentes”. La comunicación suele mostrar a “enemigos muertos” (ejecuciones sin proceso) y también a soldados propios caídos (policías victimizados). Ahora bien, si se tuviera en cuenta que tanto los “criminalizados” como los “victimizados” son seleccionados de los sectores más relegados de la sociedad, se deduciría fácilmente que el ejercicio del poder punitivo aumenta y reproduce los antagonismos entre las personas de esos sectores más débiles.  

Y esta particular circunstancia es funcional a un momento en el que se polariza mundialmente la riqueza y los explotados dejan de serlo para pasar a ser excluidos, esto es, personas que sobran y molestan; en una palabra descartables. El aumento de los antagonismos precitados entre los excluidos del sistema, impiden que se unan y tomen conciencia real de su situación.

            Por ende, la imagen bélica legitimante del ejercicio del poder punitivo por vía de una absolutización del valor seguridad, tiene el efecto de profundizar el debilitamiento de los vínculos sociales horizontales (solidaridad, simpatía) y el reforzamiento de los verticales (autoridad, disciplina)10. Esta imagen bélica trae aparejada como consecuencia la potenciación de los miedos, las desconfianzas y los prejuicios, el aumento de la distancia y la incomunicación entre las diversas clases sociales, la desvalorización de los discursos basados en el respeto a la vida y a la dignidad humana y el apartamiento de la búsqueda de caminos alternativos de solución de conflictos.

            Me atrevería a decir que nuestra sociedad está muy lejos hoy día de sostener la opinión que Carlos Tejedor esgrimiera a fines del siglo XIX: “…el hambre y la miseria deben servir sin duda alguna para atenuar la pena, porque se presume que el acusado no habría delinquido de otro modo…”11 (el destacado me pertenece).

            Esta cita de Tejedor sirve como introducción al último acápite de este trabajo.

5) Enfoque sociológico de la cuestión.

            Desde un punto de vista sociológico, el excluido social es un “marginal” que vive paralelamente en dos sistemas culturales cada uno de ellos con su propio sistema de valores: el de su grupo de pertenencia y el del grupo “de referencia”, el cual posee los valores dominantes de una sociedad.

            El conflicto entre ambos grupos se materializa cuando la realización de dichos valores dominantes  —sintetizados en el eje “éxito-dinero”— sólo podrá ser alcanzada por una minoría de los integrantes de aquélla. En este sentido, la conducta ilícita debe considerarse como producto de la divergencia existente entre las aspiraciones culturalmente prescritas y las vías socialmente estructuradas para lograr esas aspiraciones.

El sociólogo Robert Merton sostiene al respecto que: “…la conducta desviada se desarrolla en gran escala sólo cuando un sistema de valores ensalza, virtualmente por encima de todas las cosas, ciertos fines-éxito por el total de la población, mientras que la estructura social restringe de modo riguroso o cierra por completo el acceso a los medios aprobados para alcanzar aquellos fines a una parte considerable de la misma población…”12.

Por ende, en la cultura netamente “exitista” en la que nos toca vivir,  aquellos que no tengan acceso a los medios necesarios para alcanzar los fines impuestos por el grupo de referencia, harán lo imposible por lograrlo, aunque para ello deban delinquir.

            Es fácil deducir de lo precedentemente expuesto que aquellas personas que pertenezcan al grupo menos privilegiado de nuestra sociedad (el de los excluidos sociales) además de verse obligados a permanecer en él, sientan asimismo vergüenza de pertenecer a éste, viviendo en un estado de constante de frustración. Lógicamente, tal frustración provocará, en algunas personas, un grado cierto de alta tensión, con una tendencia generalizada a la agresión, la cual se dirigirá contra la “minoría”. Es decir, contra aquéllos que impiden al integrante del grupo menos privilegiado abandonar dicho grupo y lograr el “éxito”, sólo reservado a unos pocos.

            Por lo tanto, los grupos privilegiados considerarán amenazadora cualquier disminución en las barreras que los separan de los menos privilegiados, razón por la cual, la conducta hostil de estos últimos se torna inevitable.

            Cabe adunarse en este sentido, que las mencionadas barreras ya comienzan aparecer en los primeros años de vida del excluido social, dado el serio obstáculo que le supone a un niño de clase baja acceder a la educación primaria básica. En este punto es dable resaltar el importante —y ajeno— rol de contención que desarrollan hoy en día la mayoría de las escuelas públicas del país, en donde, no sólo se preocupan por la educación de los menores, sino que hasta los alimentan, siendo en muchos casos el alimento que se les da, lo único que los niños ingieren durante el día. Asimismo, y dado que éstos han internalizado normas distintas en su grupo de pertenencia, pareciera que tienden a sentirse rechazados por el ambiente escolar. 

              De lo expuesto, considero que es al Estado al que le corresponde intervenir a los fines de atemperar esta profunda división que se está dando entre los integrantes de la sociedad —es de resaltar que en muchas ocasiones se consideran mutuamente “enemigos”—, buscando por todos los medios posibles la forma de neutralizar dicha circunstancia. Es que si las estructuras culturales y sociales están mal integradas se produciría una tendencia “derrumbar” normas. Es decir, a la carencia de ellas, a la famosa “anomia” de Durkheim, por lo que muchas personas pueden intentar la búsqueda de las metas impuestas socialmente por fuera de lo establecido.      

6) Conclusión.

            Es por lo expuesto que considero que el problema del delito en nuestro país debería ser tomado por lo que es: un hecho complejo en el cual deben ser analizadas sus diversas aristas, en la cual la sociedad no debe ser soslayada.

Esta problemática debe, asimismo, dejar de ser una mera materia de índole electoral y se deben dejar de dictar leyes parche al Código Penal para tomar medidas improvisadas que sólo garantizan pan para hoy y hambre para mañana. Como diría Beccaria: “…Es mejor prevenir los delitos que punirlos. Este es el fin principal de toda buena legislación”, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad posible, o al mínimo de infelicidad posible…”13.

Asistimos pasivamente a la conversión del ser humano en una cosa, a su “cosificación”. La persona humana ha dejado de ser tal para pasar a ser un número, parte de un índice.

Este sistema de cosificación del individuo tiene en nuestros días un origen y un potenciador: la crisis del Estado de bienestar clásico y su sustitución. En primer lugar, por el sistema neoliberal y, luego, por la sociedad globalizada actual. En el primero, se procuraba una mayor inclusión de las personas bajo un paraguas de seguridad social, que fue totalmente dinamitado por los segundos14 y sustituido por un decadente y pernicioso asistencialismo, destinado a mantener aquietadas a las bastas masas de excluidos que este nuevo sistema generó. Porque no cabe duda alguna que la brecha entre ricos y pobres se ahondó profundamente desde hace más de treinta años a esta parte y que, en este marco, los únicos que son constantemente criminalizados son éstos últimos. Todo esto matizado con una enorme crisis educacional que termina de cerrar el círculo de decadencia generalizada en el que estamos inmersos15.

Por ende, merced a este sistema, aquéllos que no son objeto de las bondades del régimen social imperante, son considerados marginales y lógicamente peligrosos a sus intereses, los cuales deben ser controlados para la “protección” de los “integrados”.

Y así, controlados y segregados, estos excluidos-desaparecidos comienzan a moverse en forma autónoma, regidos por sus propios códigos y sus propias leyes.

            Los nuevos patrones de la sociedad globalizada nos han socializado: ha sembrado la idea de que el único tipo de delito que existe es el “callejero”, el de los comúnmente llamados “ladrones de gallinas”. A todas luces es un modelo incompleto que controla a los excluidos pero no a aquéllos que son sus beneficiarios más directos. Tendemos a criminalizar la consecuencia, pero no el origen.

Los excluidos, en este contexto, son usados como sostén del sistema (“pobres hubo siempre”) sin tener en cuenta sus particulares realidades. Son materia prima de las cárceles futuras. “No se condena el delito; se condena la pobreza”, diría Martín Fierro.

            Debo concluir entonces que la sociedad persigue el castigo de los que delinquen, pero sólo de aquellos a quienes el sistema mismo considera una amenaza. Entiéndase bien, considero que los adoptan como amenaza propia, e intentan por todos los medios que sean apartados de su seno, para poder vivir en “paz y decentemente”. Todo pequeño disturbio es penalizado.

En este orden de ideas, es interesante ver cómo se juega con los miedos de la gente. Con el miedo se busca instalar su ceguera y que se internalicen ciertos temores, como lo es el convertirse en un “nuevo pobre”.

Finalmente, considero que habría que esperar a que la sociedad toda se inmiscuya en la realidad imperante —y señalada en esta labor— para lograr una inserción de los excluidos en un país igualitario e intentar no estancarse en el aserto que George Orwell plasmara en Rebelión en la granja: “…todos somos iguales, pero algunos lo son más que otros…”.  


 

NOTAS:

[1]GARCIA-PABLOS DE MOLINA, Antonio, “Tratado de criminología”, editorial Tirant lo blanch, Valencia, pág. 74.

[2] TEJEDOR, Carlos, “Curso de derecho criminal”, primera parte, “Leyes de Fondo”, imprenta de Pablo E. Coni, Buenos Aires, 1871, pág. 19.

[3] JIMENEZ DE ASUA, Luis, “Crónica del crimen”, editorial Lexis Nexis, séptima edición, Buenos Aires, 2005, pág. 33.

[4] ELBERT, Carlos Alberto, “Manual básico de criminología”, editorial Eudeba, tercera edición, Buenos Aires, 2004, pág. 20.

5 PASTOR, Daniel R., “La deriva neopunitivista de organismos y activistas como causa del desprestigio actual de los derechos humanos”, publicado en NDP, Editores del Puerto, Buenos Aires, tomo 2005/A, pág. 73.

6 ZAFFARONI, Raúl Eugenio - ALAGIA, Alejandro - SLOKAR, Alejandro, “Manual de derecho penal”, parte general, editorial Ediar, Buenos Aires, 2005, pág. 199; el destacado me pertenece.

7 ELBERT, Carlos Alberto, “Manual básico…”, op. cit., pág. 21.

8 ZAFFARONI, Raúl Eugenio - ALAGIA, Alejandro - SLOKAR, Alejandro, “Manual de derecho…”, op. cit., pág. 12.

9 Caso extraído del texto del profesor ELBERT, Carlos Alberto, “Inseguridad, víctimas y victimarios, Argentina 2001/2007”, editorial B de F, Buenos Aires, julio de 2007, págs. 65 a 74. Recomiendo la lectura de este libro para un mayor estudio y análisis de la problemática de la inseguridad desarrollada por el mismo autor a partir de los casos “Blumberg” y “Cromagnón”.

10 ZAFFARONI, Raúl Eugenio - ALAGIA, Alejandro - SLOKAR, Alejandro, “Manual de derecho…”, op. cit., pág. 19.

11 TEJEDOR, Carlos, “Curso de …”, op. cit., pág. 73.

12 MERTON, Robert, “Social Theory and Social Structure”, Glencoe III, Free Press, 1957, citado por IRURZUN, Víctor J., en “Un ensayo sobre la sociología de la conducta desviada”, ediciones Troquel, quinta edición, Buenos Aires, 1977, pág. 29.

13 BECCARIA, Cesare, “De los delitos y de las penas”, editorial Laser, pág. 144.

14 PEGORARO, Juan S., “Las relaciones sociedad-Estado y el paradigma de la inseguridad”, Doxa, cuaderno de Ciencias Sociales, año VII, Nº17, 1997.

15 ALAYON, Norberto, “Asistencia y Asistencialismo. ¿Pobres controlados o erradicados de la pobreza?”, tercera edición, Grupo Editorial Lumen, Hvmanitas, Buenos Aires-México, 2000, págs. 130 y ss.

 


 

* Abogada y colaboradora de Elementos de Derecho Constitucional en la Universidad Nacional de Buenos Aires (Argentina),
miembro asociada de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional e
integrante del Juzgado en lo Contravencional y de Faltas No. 24 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
E-mail:
rominasurace@yahoo.com.ar

 


 

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