Derecho y Cambio Social

 
 

 

LA UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS

Antonio E. Pérez Luño (*)

 


 

 

Planteamiento.

           Entre los textos contemporáneos más relevantes para la definición y la defensa de los derechos destaca la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, promulgado el 10 de diciembre de 1948.

            Conviene llamar la atención sobre el calificativo que adjetiva y define el texto de Naciones Unidas. Se trata del carácter de su universalidad. Es necesario no resbalar sobre este punto porque, como la doctrina internacionalista ha subrayado certeramente, ese rasgo representaba una prolongación de los ideales conformadores de la génesis de la Carta fundacional de San Francisco y de los propios Tribunales de Nuremberg. Con esa dimensión de universalidad se quería afirmar, sin resquicio a dudas, que la protección de los derechos humanos y, consiguientemente, su violación no constituían ámbitos reservados a la soberanía interna de los Estados (a tenor de las célebres tesis del domaine rèservé, o de su versión anglosajona de la domestic question), sino problemas que afectan a toda la humanidad (Carrillo Salcedo, 1995, pp. 77 ss.).

            En fecha reciente se ha indicado que la universalidad es una cuestión de importancia prioritaria por afectar al propio núcleo o corazón de los derechos humanos (Imbert, 1989, p. 2). Quizás, por ello mismo, se trata de una cuestión difícil y controvertida. Consciente de ello, dividiré su planteamiento en tres aspectos,  que abordaré en aproximación sucesiva:

1) La universalidad como elemento constitutivo de la génesis de la idea de los derechos humanos;

2) Las diferentes tesis que coinciden en impugnar la universalidad en nuestro tiempo;

3) El carácter de universalidad como rasgo básico del concepto de los derechos humanos y, por tanto, la respuesta a las críticas avanzadas en su contra.

 

La universalidad en la génesis de los derechos humanos.

 

Los derechos humanos, en contra de lo que en ocasiones se sostiene, constituyen una categoría histórica. Nacen con la Modernidad en el seno de la atmósfera intelectual que inspirará las revoluciones liberales del siglo XVIII. Los derechos humanos son, por tanto, una de las más decisivas aportaciones de la Ilustración en el terreno jurídico y político (Peces‑Barba, 1995).

            Son ingredientes básicos en la formación histórica de la idea de los derechos humanos dos direcciones doctrinales que alcanzan su apogeo en el clima de la Ilustración: el iusnaturalismo racionalista y el contractualismo. El primero, al postular que todos los seres humanos desde su propia naturaleza poseen unos derechos naturales que dimanan de su racionalidad, en cuanto rasgo común a todos los hombres, y que esos derechos deben ser reconocidos por el poder político a través del derecho positivo. A su vez, el contractualismo, tesis cuyos antecedentes remotos cabe situar en la sofística y que alcanza amplia difusión en el siglo XVIII, sostendrá que las normas jurídicas y las instituciones políticas no pueden concebirse como el producto del arbitrio de los gobernantes, sino como el resultado del consenso o voluntad popular.

            Ambas concepciones tienen en común el postular unas facultades jurídicas básicas comunes a todos los hombres. Por tanto, el rasgo básico que marca el origen de los derechos humanos en la Modernidad es precisamente el de su carácter universal; el de ser facultades que deben reconocerse a todos los hombres sin exclusión. Conviene insistir en este aspecto, porque derechos, en su acepción de status o situaciones jurídicas activas de libertad, poder, pretensión o inmunidad han existido desde las culturas más remotas, pero como atributo de sólo alguno de los miembros de la comunidad. Se ha hecho célebre al respecto la tesis sobre la evolución jurídico‑política de la humanidad avanzada por Hegel, a tenor de la cual en los imperios orientales sólo un hombre (el Faraón, el Sátrapa, el Emperador...) era libre. En el mundo clásico greco‑latino algunos hombres serán libres, si bien persistirá la esclavitud, es decir, la no libertad para otros muchos seres humanos. Sólo en el marco de la cultura germano‑cristiana tomará cuerpo el principio de la libertad para todos los hombres (1821, pp. 341 ss.). Pues bien, resulta evidente que sólo a partir del momento en el que pueden postularse derechos de todos las personas es posible hablar de derechos humanos. En las fases anteriores se podrá hablar de derechos de príncipes, de etnias, de estamentos o de grupos, pero no de derechos humanos en cuanto facultades jurídicas de titularidad universal. El gran invento jurídico‑político de la Modernidad reside, precisamente, en haber ampliado la titularidad de las posiciones jurídicas activas, o sea, de los derechos a todos los hombres; y, en consecuencia, de haber formulado el concepto de los derechos humanos.

            Corroboran esta tesis algunos textos básicos en los que se plasman los ideales de la revolución burguesa y, consiguientemente, de la génesis del Estado liberal de derecho. Con ligeras variantes terminológicas la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia y la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, ambos de 1776, o bien la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano promulgada por la Asamblea constituyente francesa en 1789, proclaman enfáticamente que todos los hombres, desde su nacimiento, poseen algunos derechos como la libertad o la igualdad, que ningún poder político puede negar o desconocer. Se trata de derechos innatos, imprescriptibles, inviolables y, en definitiva, universales (Pérez Luño, 1995a,  pp.114 ss.).

            Se refuerza también la tesis del carácter básico de la idea de universalidad en la génesis de los derechos humanos, si tenemos presente el pensamiento de uno de los autores clave de la filosofía jurídico‑política de la Ilustración, de un pensador que en cierto modo resume y culmina la cultura de ese periodo: Immanuel Kant. Kant sitúa en el centro de  su filosofía moral la idea de la universalidad. Su imperativo categórico obligará a actuar a partir de reglas universalizables. Lo que hace que unas reglas de conducta sean morales; lo que distingue, en definitiva, la auténtica de la falsa moralidad es el que sus principios sean susceptibles de universalización  (Kant, 1785).

            Kant realiza una transposición de estas ideas al plano jurídico‑político en dos de sus más relevantes opúsculos. En sus Ideas para una Historia Universal en Clave Cosmopolita, que data de 1784, pretenderá responder a la concepción de la historia avanzada por Herder. Para éste la historia consistía en el descubrimiento de las propia señas de identidad de cada pueblo en el tiempo, mientras que para Kant la historia supondrá la elucidación racional de los rasgos constitutivos del género humano. Kant apunta que lo que la razón desvela como rasgos informadores básicos del género humano, aquello que permite considerar a todos los hombres como miembros de una gran familia ideal, es la sociabilidad. Esa sociabilidad se manifiesta en cada persona como una tendencia racional hacia el cosmopolitismo (Kant, 1784; cfr. Truyol y Serra, 1996, pp. 137 ss.).

            Esta tesis será desarrollada por el propio Kant en su monografía sobre  La Paz Perpetua de 1795, en la que aboga por una ciudadanía universal y una hospitalidad cosmopolita como fundamentos de una paz sólida entre los hombres y los pueblos (Kant, 1795).

 

La universalidad y sus enemigos.

 

La idea de universalidad que, como se desprende de lo expuesto, constituyó un presupuesto fundamental de la propia génesis de los derechos humanos en la Modernidad, es objeto en el presente de una serie de recelos, críticas e impugnaciones cuya referencia resulta aquí insoslayable.

            Nunca como hoy se había sentido tan intensamente la necesidad de concebir los valores y derechos de la persona como garantías universales, independientes de las contigencias de la raza, la lengua, el sexo, las religiones o las convicciones ideológicas. Se siente hoy con mayor intensidad que en cualquier etapa histórica precedente la exigencia de que los derechos y las libertades no se vean comprometidos por el tránsito de las fronteras estatales. Estos requerimientos  vienen impuestos por esos procesos de mutua implicación económica que reciben el nombre de la globalización; y porque vivimos en el seno de sociedades interconectadas a escala planetaria, cuyo testimonio más evidente es Internet. En un mundo interdependiente, en el seno de sociedades interconectadas, la garantía de unos derechos universales se ha hecho más perentoria que nunca. Pero, como contrapunto regresivo, a los ideales humanistas cosmopolitas se oponen ahora el resurgir de particularismos y  nacionalismos radicales de zafio cuño tribal y excluyente que, como los nacionalismos de cualquier época, han hecho cabalgar de nuevo a los cuatro jinetes del Apocalipsis: el hambre, la peste, la guerra y la muerte, en aquellos lugares en los que la barbarie nacionalista violenta ha impuesto su sinrazón.

            No es sólo en el plano de los movimientos políticos donde se producen estos ataques contra el universalismo, tambien en el plano de las ideas han aparecido tesis y doctrinas que coinciden en erosionar la idea de la universalidad de los derechos. Tomando en préstamo el célebre  título de una obra de Karl Popper (La Sociedad Abierta y sus Enemigos, 1967) podríamos hablar aquí de la universalidad de los derechos y sus enemigos, para hacer referencia a las críticas que en el plano filosófico, político y jurídico se avanzan hoy contra la universalidad de los derechos humanos.

            1) En el plano filosófico, hace algunos años el autor francés Jean‑François Lyotard con su obra La Condición Posmoderna, publicada al declinar  la década de los setenta, tuvo el acierto de acuñar un término que ha hecho fortuna. Con la expresión posmodernidad, Lyotard quería hacer referencia a ese movimiento de revisión crítica de los valores que habían sido el eje de gravitación del pensamiento moderno. Si la Modernidad se había expresado a través de postulados o valores tales como la racionalidad, la universalidad y la igualdad, en nuestro tiempo la condición posmoderna plantea como valores alternativos, las pulsiones emocionales, el particularismo y la diferencia (Lyotard, 1989).

            El interés por esa inversión de los valores propia de nuestra época hallará reflejo en otra obra del propio Lyotard cifrada en el estudio de La Diferencia. En ese libro indicará que aquello que enaltece en mayor medida al ser humano es su esfuerzo por destacar aquellos rasgos que le hacen diferente de los demás (Lyotard, 1988). Esa misma idea late y halla expresión en otro pensador francés, en uno de los más caracterizados exponentes de ese grupo denominado nuevos filósofos, me refiero a Bernard‑Henri Lévy, el cual retomando la idea de la revalorización de la diferencia, dice que la racionalidad y la dignidad del ser humano se manifiesta a través de su esfuerzo por diferenciarse del grupo. Lo que contribuye al desarrollo de una personalidad auténticamente humana es su esfuerzo deliberado por no parecerse a los demás. Conformarse en ser como los otros, o en ser tratado como los otros, implica renunciar a la propia identidad genuina e intransferible. La universalidad y la igualdad pueden ser pautas para la organización de un hormiguero o un rebaño, pero aplicadas a los hombres constituye una forma de barbarie con rostro humano (Lévy, 1978).

            En las batallas actuales contra la universalidad de los derechos humanos resulta inevitable aludir al denominado movimiento comunitarista. En el seno de este movimiento se asistiría a un desplazamiento de los derechos universales hacia unos derechos contextualizados, en función del carácter histórico y culturalmente condicionado de los valores que los informan. El comunitarismo se opone a una visión abstracta, ideal y desarraigada de los derechos y libertades, tal como, según sus partidarios, habrían sido forjados en la Modernidad. En definitiva el comunitarismo situaría el fundamento de los derechos humanos en la identidad homogénea comunitaria que se expresa en el ethos  social, es decir, la Sittlichkeit, como alternativa a la universalidad abstracta del racionalismo ilustrado moderno. Sin referencia a la comunidad en la que han surgido y que los reconoce, los derechos son entidades ideales y abstractas, porque es cada comunidad histórica la que va a dotar de unos perfiles específicos y concretos a los derechos de cada persona  (De Castro, 1995, pp. 399 ss.; Contreras Peláez, 1998,  pp. 69 ss.).

            Conviene recordar que el movimiento comunitarista no constituye una escuela monolítica. En su propia significación como movimiento cultural emblemático de la postmodernidad se pueden advertir dos direcciones. La primera, representada por autores como Taylor y Walzer, entraña una relectura de las tesis hegelianas y, en cierto sentido, desea recuperar los valores de la Modernidad y de la Ilustración a través de una lectura en clave comunitaria que intenta evitar la interpretación individualista. La segunda, que tiene su máximo exponente en Alasdair MacIntyre, reivindica una vuelta a la tradición aristotélica en cuanto opuesta a la Modernidad y defiende un proyecto anti‑ilustrado, nostálgico de la concepción premoderna de la comunidad (Pérez Luño, 1995a).

            Es necesario advertir que esta concepción de los derechos y libertades no es nueva. En los inicios del siglo XIX, el más caracterizado representante del pensamiento contrarevolucionario francés, Joseph de Maistre en sus Consideraciones sobre Francia, saliendo al paso de lo que había sido la concepción de los derechos propia de la Ilustración y culminadas en la Revolución francesa, escribía:

 "La Constitución de 1795, como las precedentes, está hecha para el hombre . Ahora bien; el hombre  no existe en el mundo. Yo he visto, durante mi vida, franceses, italianos, rusos..., y hasta sé, gracias a  Montesquieu, que se puede ser persa : en cuanto al hombre, declaro que no me lo he encontrado en mi vida; si existe, lo desconozco (De Maistre, 1797, 142).

2) Desde  premisas políticas se combate hoy también la universalidad como nota conformadora de los derechos humanos. Las más de las veces, estas críticas tienen como soporte una actitud de relativismo cultural. Desde sus premisas se afirma que cada pueblo, a lo largo de su devenir histórico, ha forjado un tejido institucional propio y que ese conjunto de formas de vida e instituciones no se puede juzgar ni mejor, ni peor que el de cualquier otro pueblo.

            No existen, por tanto, hegemonías en el plano de la cultura, ni en el de las formas políticas. De ello se infiere la improcedencia de querer juzgar las instituciones culturales y políticas desde un único parámetro o modelo ideal, porque tal modelo no existe. La idea de un modelo ideal/universal de cultura o de política capaz de servir de canon para todas las sociedades y, en consecuencia, exportable a todas ellas, es una falacia; se trata de una hipóstasis destinada a enmascarar la imposición coactiva y/o ideológica de un modelo histórico y concreto, por tanto, de una forma de particularismo político cultural: el modelo europeo occidental en su versión forjada en la Modernidad.

            Cuando en nombre del universalismo se tratan de imponer unos determinados valores o instituciones políticoculturales, lo que se está haciendo es eurocentrismo, neoimperialismo o neocolonialismo, por más que ello se pretenda disfrazar de retórica universalista. Por eso, algunos líderes del Tercer Mundo denuncian que tras la universalidad de los derechos humanos se ha ocultado, en muchas ocasiones, el interés de las multinacionales por crear hábitos universales de consumo (sobre el conjunto de estas actitudes, Sebreli, 1992; Contreras Peláez, 1998).

            Sin adscribirse al relativismo cultural y con mayor dosis de enjundia teórica, desde algunos enfoques actuales, se pretende poner de relieve algunos riesgos del universalismo. Así, por ejemplo, se indicará que las sociedades libres y pluralistas, precisamente por serlo, no deben imponer sus instituciones a otros pueblos. El derecho de gentes no expresaría el principio de tolerancia si impidiera la existencia de formas jurídicopolíticas razonables, aunque ajenas al modelo occidental. Sólo los regímenes tiránicos y dictatoriales no pueden ser aceptados como miembros de una comunidad de pueblos razonables ( Rawls, 1993).

            En otras ocasiones, se apelará a la necesidad de no establecer mecanismos discriminatorios o de evitar cualquier actitud de xenofobia en los cauces de tutela de los derechos humanos. Desde esta perspectiva se quiere evitar que el ideal de la universalidad actúe como un rodillo que desconozca las diferencias y peculiaridades de los hombres y de los pueblos y que, en consecuencia, ignore la exigencia de establecer mecanismos especiales de protección para quienes sufren situaciones especialmente dramáticas de explotación, marginación o subdesarrollo (De Lucas, 1992).

            Se ha recordado también, certeramente, que una comunidad  internacional asimétrica en la que existen enormes diferencias de poder entre los distintos Estados que la integran, no puede pretender allanar o ignorar esas diferencias ocultándolas bajo la pantalla encubridora de los derechos universales. Desde esta óptica no se pretende negar la universalidad de los derechos, sino la utilización abusiva de esa idea para tratar de encubrir las profundas desigualdades reales que existen todavía en el seno de la comunidad internacional (Pureza, 1996).

            3) Desde el punto de vista jurídico, algunos constitucionalistas, al cotejar el Derecho Constitucional comparado de la actualidad, comprueban que los derechos y libertades reconocidos en los diversos textos constitucionales difieren notablemente entre sí. Incluso entre los Estados pertenecientes a la cultura occidental, aquellos que obedecen al modelo político del Estado de Derecho, se dan divergencias notables. Así, mientras en algunos de ellos, los que siguen fieles al tipo del Estado Liberal de Derecho, sólo reconocen las libertades de signo individual, o sea, los derechos personales civiles y políticos; en otros, los que obedecen al modelo del Estado Social de Derecho, amplían el catálogo de las libertades para incluir en él también a los derechos económicos, sociales y culturales.

            La doctrina constitucionalista insiste, al propio tiempo, que en los Estados Sociales de Derecho los derechos sociales no gozan de la misma protección jurídica que las libertades individuales. Resulta elocuente al respecto el sistema de protección establecido en el artículo 53 de nuestra propia Carta constitucional que, como es notorio, prevé un sistema de tutela de distinta intensidad para las libertades y para los derechos sociales. Estos últimos son reconocidos bajo la rúbrica de Principios rectores de la política social y económica en el Capítulo III del Título I de la Constitución.

            Desde estos enfoques se indica que la distinción, que no necesariamente oposición, entre libertades individuales y derechos sociales se hace patente cuando se considera que mientras los derechos individuales vienen considerados como derechos de defensa (Abwehrrechte) de las libertades del individuo, que exigen la autolimitación y la no injerencia de los poderes públicos en la esfera privada y se tutelan por su mera actitud pasiva y de vigilancia en términos de policía administrativa; los derechos económicos, sociales y culturales, se traducen en derechos de participación (Teilhaberechte), que requieren una política activa de los poderes públicos encaminada a garantizar su ejercicio, y se realizan a través de las técnicas jurídicas de las prestaciones y los servicios públicos.

            La posibilidad de hacer efectivo el disfrute de las libertades personales a escala universal, no guarda parangón con los medios para hacer real y efectivo el disfrute de los derechos sociales. Sería precisa una profunda transformación de las estructuras socio‑económicas a escala internacional, para que los derechos sociales pudieran contar con los pertinentes instrumentos de garantía. Es más, no sólo su realización en los países del Tercer Mundo resulta, hoy por hoy inviable, sino que incluso en las democracias occidentales la plena garantía de los derechos sociales es más que problemática. Baste pensar en las dificultades que conllevaría el hacer inmediatamente justiciable, en el seno de nuestro propio ordenamiento jurídico, garantías tales como la del pleno empleo, la calidad de vida o el derecho a una vivienda digna... 

            Se infiere de ello que dada la heterogeneidad de los derechos reconocidos en los textos constitucionales, y también el carácter heteróclito de los sistemas de garantía previstos para ellos, no parece que responda a la realidad la idea de la pretendida universalidad de los derechos ( Pérez Luño, 1991a; id., 1995a,  pp. 83 ss. y  pp. 120 ss.).

            Al recapitular el sentido básico de cada una de estas perspectivas pudiera concluirse que: mientras para la crítica filosófica la universalidad es impugnada por su carácter ideal y abstracto; para la crítica política se la reputa nociva, porque intenta allanar y desconocer las diferentes tradiciones políticas de las distintas culturas; en tanto que, desde la crítica jurídica se insistirá en que la universalidad es imposible, al no existir un marco económicosocial que permitiera satisfacer plenamente todos los derechos humanos a escala planetaria.

 

Las buenas razones del universalismo.

 

            Las críticas y reservas hasta aquí expuestas, al margen de su distinto calado, conforman el controvertido contexto actual de la universalidad. Al evaluar algunas de estas aporías un atento estudioso de esta temática se ha preguntado si la universalidad significa hoy sólo un dogma o un mito, es decir, si se trata, a la postre, de un postulado racional para ocultar las profundas divergencias que se dan lo mismo en el disfrute que en la fundamentación de los derechos humanos (De Castro Cid, 1995). No obstante, entiendo que siguen existiendo buenas razones para mantener la universalidad como nota definitoria de los derechos humanos y, en consecuencia, para replicar a esas críticas.

            1) Conviene aclarar, desde el principio, que cuando empleamos expresiones tales como las de posmodernidad, la de nuevos filósofos, estamos utilizando estos términos en su acepción cronológica y no axiológica. La Posmodernidad es un movimiento cultural que es posterior a la Modernidad, los nuevos filósofos se denominan así porque pertenecen a la hora presente. Ello no significa en absoluto que la Posmodernidad sea cualitativamente mejor, en cuanto a los ideales y valores que la informan, que la Modernidad; ni que los nuevos filósofos enseñen doctrinas intrínsecamente novedosas o más perfectas que las de otros filósofos que les han precedido, o que coexisten con ellos en otras direcciones de pensamiento de la hora presente. 

            Es fácil comprobar cómo tras esa exaltación del ego, tras ese culto a los rasgos singulares de la individualidad y tras esa defensa obsesiva de la diferencia; tras toda esa retórica posmoderna de los nuevos filósofos, subyace o se reitera mucho de lo que ya expuso, con mayor enjundia, en el pasado siglo Friedrich Nietzsche. Incluso se ha llegado a indicar, con ironía punzante, que muchas de las actuales posturas antiigualitarias y antiuniversalistas de los filósofos posmodernos, tienen como trasfondo no tanto a un Superhombre autónomo y diferente, sino al mito consumista de Superman.

            Respecto a las posturas comunitaristas, entiendo que el ethos  social puede ser un marco de referencia más adecuado que el reducto de la moral individual para plantear determinados problemas ético‑jurídicos contemporáneos: el significado y alcance de los valores y principios constitucionales, el fundamento de las libertades, el deber de obediencia del derecho... Pero esas apreciaciones de los aspectos más progresistas del comunitarismo actual, pienso que no deben hacerse extensivas a aquellos enfoques conservadores que conciben el ethos  social comunitario como una vuelta a las identidades colectivas nacionalistas o tribales. Frente a estos últimos enfoques hoy más que nunca se precisa una fundamentación de los sistemas constitucionales y de los derechos humanos basada en un ethos universal síntesis de valores multinacionales y multiculturales; un ethos  que haga posible la comunicación intersubjetiva, la solidaridad y la paz (Pérez Luño, 1995a, pp. 535 ss.).

         El nacionalismo radical constituye un absurdo lógico y ético, no obstante lo cual ha gozado en el pasado y goza en el presente de una amplia aceptación política. Desde el punto de vista lógico el nacionalismo representa una de las manifestaciones más burdas de la falacia naturalista (Naturalistic Fallacy), que hace referencia a la inconsecuencia lógica que entraña derivar el deber ser del ser; denunciada por David Hume y expresamente formulada por George Edward Moore. El discurso nacionalista parte siempre de la descripción de una serie de obviedades fácticas: que determinadas personas o grupos tienen rasgos distintivos en función del color de su epidermis, o de sus cabellos, o de los sonidos guturales que emiten, o de su sistema de creencias, apetitos o temores colectivos. Tras esos hechos notorios inmediatamente derivan prescripciones sobre la superioridad de determinadas razas, o el mejor derecho de unas tribus sobre otras. En todo caso, lo que hace de esas derivaciones algo éticamente  inaceptable es que la apelación a la diferencia tiende siempre a establecer discriminaciones en favor de quienes la postulan.

     2) El relativismo cultural que sirve de soporte a determinadas críticas políticas a la universalidad debe ser contemplado con serias reservas. Determinados organismos especializados de la ONU, así como diferentes ONG´S, de modo especial los Informes anuales de Amnistía Internacional ‑que constituyen un auténtico inventario del horror‑, denuncian la perpetración de la inconcebible práctica de la circuncisión o mutilación genital femenina (ablación del clítoris) a millones de mujeres de países africanos y asiáticos; asimismo, se inculpa a diversos países islámicos que condenan a la mujer al analfabetismo; se detectan  también  otras dramáticas violaciones de la dignidad, la libertad y la igualdad de los seres humanos por parte de diferentes tipos de tiranía. En casi todos estos casos los crímenes contra los derechos humanos se justifican a partir de la idea de que esas prácticas responden a tradiciones culturales y políticas de los países que las realizan.

     La actitud más cómoda ante esos auténticos crímenes contra la humanidad es la de la inhibición en nombre del relativismo cultural. Pero, como se ha denunciado certeramente, el derecho a la diferencia, no puede convertirse en una cómoda coartada que se traduzca en una especie de derecho a la indiferencia (Imbert, 1989, p.  24).

     Es evidente que el relativismo cultural no puede servir de pantalla ocultadora de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, ni servir de cómodo expediente legitimador para la impunidad de tiranos y de déspotas. Los clásicos españoles del Derecho Natural y de Gentes, que contribuyeron decisivamente a la génesis del moderno Derecho Internacional, sentaron las premisas de una institución que hoy se considera básica en el Derecho Internacional Humanitario: la intervención por razones de humanidad (Pérez Luño,1995c). Cuando se violan sistemáticamente los derechos humanos, la comunidad internacional no puede ni debe inhibirse sino que, precisamente en nombre de la universalidad de tales derechos, tiene la obligación de poner fin a tales violaciones (Ramón Chornet, 1995).

     Hay que convenir que en nombre de la universalidad no se puede imponer coactivamente un modelo político cultural eurocéntrico a países que cuentan con instituciones culturales y políticas propias heredadas de una tradición que responde a exigencias de racionalidad y que, por tanto, no representan formas, más o menos encubiertas, de dictaduras o tiranías. Pero convendrá no perder de vista que las propias nociones de tiranía y de dictadura han sido forjadas en la historia de la teoría política occidental. La tiranía, al margen de otros precedentes en la cultura griega, constituye una de las formas típicas impuras de gobierno a tenor de la célebre tipología aristotélica. La dictadura es una categoría política forjada por el Derecho público romano... La propia noción de racionalidad tiene tras de sí el espesor de una larga tradición filosófica occidental que desemboca en las dos críticas kantianas, que constituyen uno de los signos emblemáticos de la Modernidad.

     Es cierto que a esa noción eurocéntrica occidental cabe oponer otras versiones de racionalidad, de forma que se puedan tener presente la denominada racionalidad del otro. Pero al admitir esto se corre el riesgo de confundir la propia idea de racionalidad, al hacer inciertos y vagos sus perfiles hasta el punto de que no se sepa muy bien de que tipo de racionalidad estamos hablando. El pluralismo cultural, o sea, el reconocimiento de una realidad plural de tradiciones e instituciones políticas y culturales, no debe confundirse con el relativismo cultural, es decir, con el mito de que todas las formas culturales poseen idéntico valor.  Constituye una evidencia histórica insoslayable que no todas las culturas han contribuido en la misma medida a la formación, desarrollo y defensa de los valores de la humanidad.

     No huelga advertir que las expresiones cultura occidental y eurocentrismo poseen una inevitable carga de ambigüedad y, en cierto modo, de ambivalencia. A Europa y Occidente, junto con su  contribución innegable a la causa del humanismo, les incumbe una responsabilidad directa en episodios nada edificantes. La quema de herejes, la explotación de mujeres y niños durante la primera revolución industrial, la segregación y discriminación raciales, o el Ku‑Kux‑ Klan  son productos genuinamente occidentales; como fueron experiencias trágicas europeas Auschwitz y Dachau. Por eso no todo lo occidental y europeo ha contribuido a forjar o fundamentar  los derechos humanos, muchos de los cuales surgieron, precisamente, como respuesta a determinadas negaciones de la libertad occidentales o europeas. Ahora bien, existe una tradición humanista occidental que culmina en la Modernidad y que es un ingrediente insoslayable de la idea de universalidad de los derechos humanos y, en consecuencia, un elemento conformador del espíritu de la Declaración Universal de la ONU.

     3) Por último, en cuanto a las críticas jurídicas a la universalidad, debe señalarse que en buena parte de ellas,  se desliza la confusión entre las categorías de los derechos humanos y la de los fundamentales. Estas dos categorías de derecho no significan lo mismo, por mas que exista una profunda interrelación entre ambas. Los derechos humanos poseen una insoslayable dimensión deontológica. Se trata de aquellas facultades inherentes a la persona que deben ser reconocidas por el derecho positivo. Cuando se produce ese reconocimiento aparecen los derechos fundamentales, cuyo nombre evoca su función fundamentadora del orden jurídico de los Estados de Derecho (Pérez Luño, 1995b,  pp. 29 ss.).

     De esta distinción se desprende que no todos los derechos humanos son objeto de una recepción en los ordenamientos jurídicos estatales, ni siquiera en los Estados de Derecho. Es más, incluso los derechos humanos reconocidos como derechos fundamentales pueden gozar de distintos mecanismos de garantías. Por eso, el carácter de la universalidad se postula como condición deontológica de los derechos humanos, pero no de los derechos fundamentales.

     Frente a las críticas y reservas jurídicas contra la universalidad, cabría también aducir la distinción entre dos posibles formas de predicarla respecto a los derechos humanos: como universalidad en los derechos humanos; y como universalidad de los derechos humanos. La primera, en sentido extensivo y descriptivo haría referencia a si los derechos humanos son universales, porque han sido acogidos en todos los ordenamientos jurídicos. La segunda, en sentido intensivo y prescriptivo, plantearía  si la universalidad es un rasgo inherente o constitutivo del concepto de los derechos humanos. A tenor de esta distinción se puede precisar y clarificar el significado de las críticas jurídicas, ya que éstas tienen sentido cuando cuestionan la universalidad en los derechos humanos, pero sigue manteniendo intacta validez el carácter necesariamente universal de los derechos humanos (se ha referido a la distinción entre: universalidad en el Derecho y la universalidad del Derecho, aunque con un alcance y en un contexto de investigación diverso de esta exposición, Di Lucia, 1997, p. 9 ss.).

           

     Conclusión: la universalidad como principio y como resultado.

    

     Los debates actuales sobre la universalidad no pueden ser considerados estériles u ociosos. Gracias a ellos puede percibirse mejor su sentido y el plano orbital de su relevancia para el concepto de los derechos humanos.

     Quienes con razón advierten del peligro de hipostasiar la universalidad para convertirla en una mera justificación de intereses políticos, o en una pantalla encubridora de discriminaciones o desigualdades fácticas, han contribuido en forma muy positiva a clarificar el discurso actual sobre la universalidad.

     La universalidad no puede ser un dogma o un mero  principio apriorístico ideal y vacio, de contornos tan etéreos que terminen por no significar nada. En este punto, entiendo que no está de más recordar una anécdota que narra Ortega, sin insistir demasiado sobre la realidad del hecho. Refiere Ortega que, al celebrarse el jubileo de Víctor Hugo, se organizó una fiesta en el palacio del Eliseo, a la que concurrieron representantes de diversas naciones para participar en el homenaje. Los embajadores culturales iban ofreciendo sus presentes, atendiendo a la voz estentórea de un ujier, que los anunciaba:

      ‑Monsieur le représentant de l´Angleterre!

     Y Víctor Hugo, con voz de dramático trémolo, poniendo los ojos en blanco, decía:

     ‑L´Angleterre ! Ah, Shakespeare !

     El ujier prosiguió:

     ‑Monsieur le représentant de l´Espagne !

     Y Víctor Hugo:

     ‑L´Espagne ! Ah, Cervantes !

     El ujier:

     Monsieur le représentant de l´Allemagne !

     Y Víctor Hugo:

     ‑L´Allemagne! Ah, Goethe!

     Pero entonces llego el turno a un pequeño señor, achaparrado, gordinflón y torpe de andares. El ujier exclamó:

     Monsieur le représentant de  la Mésopotamie!

     Víctor Hugo, que hasta entonces había permanecido impertérrito y seguro de sí mismo pareció vacilar. Sus pupilas ansiosas hicieron un gran giro circular como buscando en todo el cosmos algo que no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había hallado y que volvía a sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con no menor convicción, contestó al homenaje del representante diciendo:

     ‑La Mésopotamie! Ah, L´Humanité! (Ortega y Gasset, 8, pp. 19‑20).

     Determinadas apelaciones actuales, tan solemnes como retóricas, a la universalidad suscitan la inquietud de si su significado no será tan inane como la apelación a la humanidad en el relato orteguiano. Para evitarlo, será necesaria completar la dimensión deontológica de la universalidad, en cuanto ingrediente básico del concepto de los derechos humanos, con el compromiso para su vigencia a través de la comunicación y el consenso entre hombres y pueblos. La universalidad no puede quedar relegada a la esfera de los postulados ilusorios, reclama un esfuerzo constructivo tendente a su realización. Para ese empeño constructivista, la universalidad constituye una tarea a cumplir en ámbitos de debate policéntricos multinacionales y multiculturales. Si bien, para eludir el riesgo del relativismo, convendrá puntualizar que el coro plural de voces culturales no significa que todas las voces posean la misma intensidad y eco. Una de las voces cantantes de ese coro plural deberá ser,  sin resquicio a dudas, la que corresponde al humanismo cosmopolita, que halló su expresión definida en el proyecto ilustrado de la Modernidad.

     Tiene razón Habermas cuando indica que la Modernidad constituye un proyecto inacabado, y que en lugar de abandonar ese proyecto como una causa perdida, deberíamos aprender de los errores de aquellos programas extravagantes que trataron o tratan de negar la Modernidad (Habermas, 1988, pp. 279 ss.). Sigue, por tanto, en pie  el reto de fundamentar los ordenamientos internos y las relaciones internacionales en valores éticos compartidos, es decir, universales, porque como advierte Hans Küng sin un talante ético mundial, no hay orden mundial. Si queremos una ética que funcione en beneficio de todos, ésta ha de ser única. Un mundo único necesita cada vez más una actitud ética única. La humanidad posmoderna necesita objetivos, valores, ideales y concepciones comunes (H. Küng, 1991, pp. 52‑53).

     Desde la génesis de los derechos humanos en la Modernidad a su actual significación que se desprende de la  Declaración de la ONU, la universalidad es un rasgo decisivo para definir a estos derechos. Sin el atributo de la universalidad nos podemos encontrar con derechos de los grupos, de la etnias, de los estamentos, de entes colectivos más o menos numerosos, pero no con derechos humanos. Precisamente el gran avance de la Modernidad reside en haber formulado la categoría de unos derechos del género humano, para evitar cualquier tipo de limitación o fragmentación en su titularidad. A partir de entonces la titularidad de los derechos, enunciados como derechos humanos, no va a estar restringida a determinadas personas o grupos privilegiados, sino que va a ser reconocida como un atributo básico inherente a todos los hombres, por el mero hecho de su nacimiento.

     Por eso, sigue siendo actual la dimensión de universalidad de los derechos humanos, que ha sido reafirmada en el Acta Final de la Conferencia Mundial sobre los Derechos Humanos de Viena, así como en la Resolución de la Asamblea General de la ONU que crea la figura del Alto Comisionado para la protección de los Derechos Humanos; en ambos textos, que datan de 1993, se reafirma el carácter universal e indivisible de los derechos humanos. Esta misma exigencia fue reconocida en el Seminario de Lund convocado por el Instituto Raoul Wallenberg celebrado en diciembre de 1997 sobre Derechos Humanos y Derecho Humanitario, en el que se consideró que tal universalidad debería ser el fruto de un diálogo abierto entre las distintas culturas. También representa un reconocimiento de la universalidad de los derechos la creación en Julio del año en curso del Tribunal Penal Internacional, para sancionar los crímenes más graves contra los derechos humanos.

     Concluyo, los derechos humanos o son universales o no son. No son derechos humanos, podrán ser derechos de grupos, de entidades o de determinadas personas, pero no derechos que se atribuyan a la humanidad en su conjunto. La exigencia de universalidad, en definitiva, es una condición necesaria e indispensable para el reconocimiento de unos derechos inherentes a todos los seres humanos, más allá de cualquier exclusión y más allá de cualquier discriminación.

 

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(*) Catedrático de Filosofía del Derecho. Universidad de Sevilla.

Universidad Internacional de Andalucía - Sede Iberoamericana.

 


 

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