Derecho y Cambio Social

LA REINSERCI�N ANTE LA PENOLOG�A
Y LAS CIENCIAS PENITENCIARIAS
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Alejandro Cruzado Balc�zar*


 

 Sin requerir hurgar en la historia universal de la punici�n y simplemente valorando nuestra conciencia actual respecto al criterio que nos merece el hombre que ha delinquido, podemos justificar el intento de mostrar que el delincuente es un ser -como los dem�s- dotado de personalidad y dignidad humana.

 No obstante este reconocimiento, de que el delincuente participa de todos los requisitos y factores que estructuran la personalidad humana, se procede con frecuencia a establecer un concepto diferenciado que le discrimina socialmente a la par que le imposibilita una convivencia normal.

 La deshumanizaci�n del delincuente es el producto del prejuicio social de repulsa. El delincuente es el predilecto de nuestro dedo �ndice; el objeto de nuestra censura, medida y valoraci�n de lo que muchas veces no somos y pretendemos ser.

I. ETIOLOG�A2

 El delincuente suele ser el producto de la indiferencia paterna, de la incompetencia del educador, parto del subdesarrollo social y econ�mico, de la cobard�a del empresario, de la incomprensi�n del pr�jimo, personalidad patol�gica no tratada. Al delincuente lo vestimos con los harapos de nuestra indiferencia, le sancionamos a veces con medidas punitivas inadecuadas y desfasadas, le buscamos un vertedero lejos de nuestro roce, porque, aunque reconozcamos que es un ser humano, dudamos de esta realidad y no nos interesa su convivencia.

 Cuando valoramos el hecho delictivo y juzgamos su contenido, estamos jugando a representar una �cow boy� -mejor llamada western- de buenos y malos. En la exposici�n moral, social, �tica del delito, tenemos necesidad de utilizar la dicotom�a del bien y del mal y creamos un clima ut�pico donde el delincuente se traga vorazmente lo malo y el ciudadano que no delinque deglute pl�cidamente lo bueno.

 El desprecio hacia el delincuente se produce por una falsa autoestima plus-valorativa de del individuo que forma el juicio cr�tico, porque en la estimaci�n de los valores delincuenciales -que generalmente se desconocen- solamente aflora el hombre con independencia de sus limitaciones, o acerc�ndonos al pensamiento de Alexander y Staub3, tenemos una visi�n unilateral del �yo� y nos queda oculta la circunstancia. Ante esta apreciaci�n universal el �yo� resulta orlado de una imperfecci�n manifiesta y el hombre que ha delinquido se desdibuja del concepto de humanidad para transformarse en un ser ajeno a las medidas ortodoxas de lo que entendemos por hombre.

II. SOCIOLOG�A CRIMINAL4

 El delincuente no es un ser extra-social. La privaci�n de libertad es un estado de hecho y derecho que perfila una forma de estar socialmente. El delincuente no se encuentra pendiente de ser aceptado como miembro de n�mero de la comunidad. Pertenece ya de por s� al patrimonio social humano en la misma dimensi�n exactamente que el resto de los componentes.

 Al delincuente se le puede calificar, pero no se le debe discriminar ni llevarlo a un desahucio social con las consecuencias de negarle un sitio en la comunidad, ni ponerle barreras para que lo encuentre si quiere hacerlo. Todos los hombres tienen derecho a constituir su propia vida. El delincuente -lo hemos dicho- es plenamente un hombre. De igual modo, todo ser humano tiene derecho a reconstruir su vida si es preciso, y por ello la sociedad no se puede arrogar t�tulos ilimitados sobre estados anormales, ni defenderse m�s all� del l�mite de lo normal y justo.

 La realidad es que, la sociedad ataca al delito y al delincuente con evidente y justo fin de defensa; pero la situaci�n que crea esta lucha, y el deseado triunfo sobre la delincuencia, provocan una situaci�n que se distancia con largueza de los ideales sociales en la aspiraci�n del bien com�n.

 Los intereses colectivos y particulares deben armonizarse en la planificaci�n de la din�mica social hasta el extremo de que la presi�n colectiva no perjudique ni destruya los intereses particulares m�s que en la medida exacta de su defensa. A pesar de ello, la sanci�n que tiende a ser individualizada y significada a determinados efectos, siempre se desborda creando un da�o marginal incontrolable y no querido. En el caso de la privaci�n de libertad y en la aplicaci�n de otras penas, el perjuicio intr�nseco que estas siempre suponen trasciende de lo personal del autor, irrogando otros da�os que afectan al mundo social, familiar, laboral y econ�mico de los sancionados.

 La expurgaci�n social del delito arrastra al delincuente hasta una discriminaci�n, como queriendo hacer patente que el problema de la delincuencia tiene una vivencia individual en su autor. No obstante, el delito se engendra, fecunda y nace en el cuerpo social y consigue tener personalidad porque la sociedad existe. No se puede concebir el delito sin la arquitectura de una comunidad social y jur�dicamente organizada. Y esta estructura significa, muchas veces, una participaci�n activa en el nacimiento del hecho punible.

 Del Vecchio5 afirma:

 el delito no es solamente un hecho individual del cual debe responder su

 autor en la medida de lo posible, sino que es tambi�n, en sus formas m�s

 graves y constantes, un hecho social que indica defectos y desequilibrios en

 la estructura social en que ha tenido origen.[Sic]

 O como crudamente lo expone Dewey6:

 Toda nuestra tradici�n cultural con respecto a la justicia punitiva,

 tiende a negar nuestra participaci�n social en la generaci�n del crimen y se adhiere a la doctrina de un metaf�sico libre albedr�o. Exterminando a un malhechor o encarcel�ndolo tras muros de piedra, podemos olvidarnos de �l

 como de nuestra participaci�n en haberlo creado.[Sic].

 Sin la iron�a literaria de Dewey, pero s� identific�ndose con su postulado, el documento de trabajo de la Secretar�a de las Naciones Unidas preparado para la reuni�n del Consejo Consultivo sobre la Prevenci�n del Delito y Tratamiento del Delincuente7, y el Instituto Nacional de Justicia para la Prevenci�n del Delito (NIJ)8, declaran que convendr�a que la investigaci�n etiol�gica de la criminalidad se ocupara primordialmente no de la conducta delictiva en s�, sino de la conducta en la medida en que se ve influenciada por la intervenci�n de las fuerzas sociales y econ�micas. La conducta delictiva ha de considerarse como parte de la conducta social y no como una esfera de inter�s aislada que tenga que estudiarse en el vac�o. Con esta perspectiva, la investigaci�n aclarar� los puntos firmes y d�biles de la estructura social, el funcionamiento de los grupos dentro de la sociedad y las fuerzas que continuamente remodelan las pautas de acci�n rec�proca de los individuos en esta sociedad.

 Frente a estos planteamientos, se puede adquirir una falsa consciencia de culpabilidad social absoluta en la criminog�nesis [etiolog�a del delito] y en la concatenaci�n ineludible del delincuente a los condicionamientos sociales. No obstante, en el estudio de las conductas criminales aflora generalmente una participaci�n gen�tica en la que comparte, en distintas medidas, tanto el determinismo social como el personal. El hombre debe asumir la responsabilidad frente a sus propios actos; pero la sociedad no debe eludir el inter�s de conocimiento de la imperfecci�n de las estructuras anormales que pueden facilitar la ejecuci�n del delito.

 La reinserci�n del delincuente a su sociedad suele encontrarse dificultada por dos factores fundamentales:

 1. Por la actitud de rechazo de la sociedad frente al delincuente; y,

 2. Por la predisposici�n psicol�gica del delincuente, para sentirse rechazado por ella.

 El primer factor -la actitud negativa del ciudadano honrado y honesto frente al hombre que ha delinquido- se produce, significativamente por dos razones:

 1. Porque ha sido afectado personalmente por el delito; y,

 2. Porque, sin haber sido afectado, pertenece a una comunidad que sanciona socialmente el delito.

 Estas actitudes dentro de una dimensi�n normal son positivas. La del hombre afectado por el delito, porque ha sufrido un perjuicio en su propia persona o en su patrimonio afectivo, moral o econ�mico. La de la colectividad, porque significa una vinculaci�n al orden social y una prestaci�n personal colectiva de actitudes e ideas coadyuvantes a la defensa de la comunidad frente a la agresi�n de la delincuencia.

 Pero cuando estas actitudes superan el l�mite de la medida �tica, y la de lo moral y lo justo en el rechazo del delincuente, convirti�ndose en actitudes negativas inflexibles, surge una postura social que crea una problem�tica definida por un estado de patolog�a social.

 La escala de valores que la sociedad acepta, excluye totalmente las actividades agresivas, pero conduce muchas veces �por esta misma exclusi�n- al hombre autor de la agresi�n, hacia una evidente discriminaci�n. Hay que pensar que, considerado el problema desde el �ngulo sociol�gico, las discriminaciones quedan determinadas como consecuencia de la estructuraci�n de las categor�as sociales y que la valoraci�n que se da al delincuente le excluye de toda jerarqu�a clasific�ndole como hombre sin clase.

 El delincuente carece de status. No tiene categor�a social porque, en la estimaci�n del mismo, los criterios valorativos que se le aplican son totalmente negativos. En la nula concepci�n de la categor�a del delincuente, el estereotipo juega una participaci�n definitiva. El prejuicio que se forma en torno del sancionado se hace de una manera preestablecida en la conciencia social, endureciendo el criterio adverso, la incidencia constante y el desarrollo negativo de la opini�n p�blica. El delincuente llega por este camino a ser una minor�a social, una categor�a desfavorecida y marginada. Recuperar el status o adquirir uno nuevo representa para el delincuente un gran esfuerzo generalmente fallido.

 La postura universal en la soluci�n de este problema tiende a crear una opini�n p�blica justa y consciente frente a la situaci�n del interno en los establecimientos penitenciarios, y, sobre todo, en lo que respecta a los liberados. Como consecuencia de esta incidencia en la opini�n p�blica, y como resultado de los estudios criminol�gicos se ha llegado a la conclusi�n de que el lugar m�s efectivo para conjurar el delito es en su proceso etiol�gico, y no contra el delincuente como autor responsable del mismo.

II. PSICOPATOLOG�A FORENSE9

 Dos circunstancias pueden reproducir la predisposici�n psicol�gica del delincuente a sentirse rechazado: el temor, y la experiencia del rechazo sufrido a ra�z de la comisi�n de delitos anteriores.

 El temor se funda en la anterior forma social de enfocar el problema por parte del propio delincuente. �l mismo habr�a discriminado, habr�a rechazado situaciones como la que ahora padece. Ha pertenecido a la organizaci�n social con identidad de criterio respecto al problema de la delincuencia. Por ello siente nacer en s� mismo un sentimiento de discriminaci�n. En consecuencia, se produce en �l una disminuci�n de sus potencialidades psicol�gicas para la reinserci�n. Y as�, el sancionado se debate en una situaci�n de conflictos ante el futuro. Sabe la dificultad de promocionarse y conoce las trabas que encontrar� en caso de luchar para ser aceptado.

 Si ha sufrido una experiencia de rechazo por comisi�n de delitos, llega a formarse consciencia de la imposibilidad de su rehabilitaci�n, si nadie le ha apoyado y orientado hacia ella; o se siente frustrado ante el temor de perder nuevamente su libertad. As� se paraliza en una postura negativa hacia su puesto social, porque lo considera inaccesible o porque se ha producido el ciclo de estados de privaci�n de libertad y breves incursiones anormales a la sociedad como hecho inevitable. Es decir, se ha llegado a la reincidencia delictiva por el camino de la habitualidad o profesionalidad. De esta forma, su personalidad no consigue estabilizarse y los factores crimin�genos, que le han predispuesto al delito, se desarrollan y se extienden hasta hacerse pr�cticamente intratables.

 Si el delincuente se siente inhabilitado social y psicol�gicamente para su reinserci�n, es necesario encausar sus fuerzas y afirmar o modificar positivamente sus est�mulos frente a este problema. La sociedad, insistiendo en su postura de rechazo, dentro de una apreciaci�n justa de su defensa, no comprende que la pena ocasiona efectos perjudiciales marginales -como se ha afirmado- que sobrepasan la intencionalidad del legislador. Su predisposici�n de estigma frente al delincuente supone la aplicaci�n de una nueva sanci�n - impuesta colectivamente- cuya legitimidad trasciende a todo ordenamiento jur�dico, para violar los m�s elementales principios de las garant�as y derechos personales.

III. LA REINSERCI�N10

 El estado de rechazo social es un efecto inevitable de la pena. Este efecto est� determinado por un proceso social de estereotipia: el prejuicio y la discriminaci�n. Es necesario un urgente cambio de actitud social en lo que afecta al delincuente. El apoyo de la sociedad a la reinserci�n, debe proceder, entre otras razones, de la compensaci�n colectiva por los perjuicios excesivos irrogados en la aplicaci�n de la pena; y por el compromiso moral de la comunidad en el trato y soluci�n de todos los problemas sociales.

 El art�culo 64 de las Normas M�nimas para el tratamiento de los reclusos, recomendadas por la Naciones Unidas, declara taxativamente que:

 El deber de la sociedad no termina con la liberaci�n del recluso. Se deber�

 disponer, por consiguiente, de los servicios de organismos gubernamentales

 o privados capaces de prestar al recluso puesto en libertad, una ayuda

 post-penitenciaria eficaz que tienda a disminuir los prejuicios hacia �l y le

 permitan readaptarse a la comunidad.11 [Sic].

 Este compromiso es com�n al estado como �rgano rector de la sociedad, y a la sociedad misma en cuanto tiene obligaci�n de participar en la consecuci�n del bien com�n; participaci�n que en el problema de la delincuencia presenta una doble vertiente: la necesidad de establecer una postura de reforma en las actitudes sociales, y la exigencia de una actividad positiva en el apoyo del proceso de reinserci�n.

 Pero todo lo expuesto quedar�a reducido a las normas cl�sicas e ineficaces de la filantrop�a, la beneficencia o la caridad, si no existiese una causa jur�dica adecuada para la puesta en marcha de estas ideas con un criterio de justicia social.

 La ejecuci�n de las penas de privaci�n de libertad establece una relaci�n jur�dica entre el recluso y la administraci�n en cuanto afecta a su nueva situaci�n y, al mismo tiempo, excluye un condicionamiento. La pena no limita o anula la tenencia, ejercicio y disfrute de otros derechos. As� como el delincuente no es un ser extra-social, tampoco es un ser extra-jur�dico.

 El concepto jur�dico de la moderna defensa social tiene l�mites que no deben ser sobrepasados. El Congreso Internacional de Defensa Social celebrado en Lieja [B�lgica]12, fue convocado sobre la tem�tica del problema de la responsabilidad humana desde el punto de vista de los derechos de la sociedad en sus relaciones con los derechos del hombre.

 No se puede exigir a un hombre que medite sobre sus delitos, o que recite un lastimoso mea culpa p�blico, solamente para conseguir una medida de ejemplaridad colectiva, para resarcir el da�o causado o para sentirse dentro de una sociedad protectora, sin otro fin ulterior. Es injusto, jur�dica y moralmente, aplicar un sistema de defensa social sin pensar en la reinserci�n social del delincuente.

 Debe buscarse un equilibrio entre la seguridad general de los intereses colectivos y los particulares, en la trayectoria social de los delincuentes. Dos declaraciones de voluntad regulan la situaci�n jur�dica de este problema: una, la de la sociedad canalizada por los �rganos de imposici�n y ejecuci�n de las sanciones, y la otra, determinada por la volici�n positiva del delincuente a la reinserci�n social.

 La primera -la de la sociedad ejercida sobre el delincuente- es una imposici�n de lo general a lo particular. La segunda es una pronunciaci�n erga omnes que hace nacer una justa exigencia por parte del delincuente de pedir a la colectividad los medios necesarios para su nueva integraci�n en el seno de la sociedad; es decir, procede de lo particular a lo general.

 La Asamblea General de las Naciones Unidas, por resoluci�n N� 2200 [XXI] Apartado B, del 16 de diciembre de 1966, aprob� solicitando ratificaci�n o adhesi�n de los Estados, el Pacto Internacional de Derecho Civiles y Pol�ticos13, declara: El r�gimen penitenciario consistir� en un tratamiento cuya finalidad esencial ser� la reforma y readaptaci�n social de los penados� [Sic].

 Los reg�menes penitenciarios regulan la ejecuci�n de las penas y medidas de seguridad que imponen una privaci�n de la libertad. En consecuencia, el fin de la ejecuci�n de este tipo de pena queda proclamado universalmente con una finalidad b�sica de dos disciplinas que se comprometen: reforma y readaptaci�n social, que, en definitiva, van encaminadas al mismo objeto.

 Todo proceso en la ejecuci�n de las penas se dirige, pues, al retorno social del delincuente. La influencia de los sistemas penitenciarios en la organizaci�n de sus esquemas y grados, no es otra cosa que una escalada que acerca al recluso a la comunidad en funci�n. Los nuevos m�todos de ejecuci�n de ciertas sanciones leves y los de la fase final de las sanciones graves, son ejercicios sociales de adaptaci�n al orden colectivo que est�n cumpliendo una necesidad de contacto e introducci�n del delincuente en la plena actividad social: los m�todos de semi-libertad, los de internamiento discontinuo, las detenciones domiciliarias, las liberaciones condicionales, las detenciones provisionales y los sistemas de libertad vigilada.

 Las situaciones de privaci�n de libertad dentro del cauce jur�dico, y la finalidad de la actividad penitenciaria hacia la reforma y readaptaci�n social de los detenidos, son tratadas tambi�n dentro de la sistem�tica normativa del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Pol�ticos; siendo altamente significativo que en este Pacto se ordena la observancia del respeto debido a la dignidad inherente a la naturaleza humana de los reclusos y liberados, consider�ndola como un derecho de aplicaci�n y exigencia universal.

 

BIBLIOGRAF�A

1. Cfr. Revista Jur�dica del Per�. A�o XXX � N�mero II; P�gs. 101-108.

2. Cfr. INGENIEROS TAGLIAV�A, Jos�: Criminolog�a. Ed. Daniel Jorro. Madrid, 1913; p�gs. 87-94.

3. Cfr. ALEXANDER, Franz & STAUB, Franz: El delincuente y sus jueces desde el punto de vista psicoanal�tico. Ed. Biblioteca Nueva. Madrid, 1961, p�gs. 100-115.

4. Enciclopedia Jur�dica Omeba. Ed. Driskill S.A. Buenos Aires, 2000; tomo XXV, p�gs. 771-779.

 Cfr. �SMODES CAIRO, An�bal: Sociolog�a. Ed. Minerva. Lima, 1967; p�gs. 334-346.

5. VECCHIO, Giorgio del: La Valoraci�n Jur�dica y la Ciencia del Derecho.
 Edici�n Aray�; Buenos Aires, 1954, p�g. 68.

6. DEWEY,    John: Democracia en la educaci�n. Ed. Carbondale del Sur, Illinois, University Press, 1977; Vol. 3, p�gs. 229.

7. ONU: Consejo Consultivo sobre la Prevenci�n del Delito y Tratamiento del Delincuente. Ginebra-Suiza, 1955.

8. Instituto Nacional de Justicia para la Prevenci�n del Delito (NIJ). Miembro de la ONU desde 1995.

9. CIAFARDO, Roberto: Psicopatolog�a Forense. Ed. El Ateneo, 1972; Buenos Aires-Argentina; in p�ssim.

10. Enciclopedia Jur�dica Omeba. Ob. Cit., p�gs. 542-545.

11. ONU: Ginebra 1955. Normas M�nimas para el tratamiento de los reclusos, art. 64.

12. Segundo Congreso Internacional de Defensa Social. Celebrado en Lieja-B�lgica, en 1949

13. ONU: Pacto Internacional de Derecho Civiles y Pol�ticos, art. 10, inc. 3. En vigor desde el 23 de marzo de 1976.

 


 

 


* Abogado en Trujillo.
Autor de diversas obras: "Diccionario de sin�nimos jur�dicos", "Aspectos socio-jur�dicos del divorcio", "La autoridad de la cosa juzgada", "Los grandes del derecho", "El sistema jur�dico de los Estados Unidos de Norteam�rica", "Derecho, Pol�tica y Moral", "El proceso a Jesucristo", entre otras publicaciones.

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