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Derecho y Cambio Social
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APUNTES PARA (RE)PENSAR LA JUSTICIA EN LA
COMPLEJIDAD POSMODERNA.
Osvaldo R. Burgos
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“Podemos prescindir de la imagen
de unos seres humanos apartando experiencias engañosas para
obtener un vislumbre de la realidad, y entrando de este modo en
contacto con algo establecido y determinado que había estado ahí
todo el tiempo. Nos irá mejor sin esa imagen.”
Richard Rorty
“Yo racional, tú Jane”
Ian Hacking
Sumario:
I. Introducción: Los límites de la razón y lo justo como fe. II.
Justicia y Derecho. III. Rawls, Rorty, el
velo
de ignorancia y la lealtad
ampliada (un oráculo a los mesenios). IV. Conclusiones
provisorias.
I- Introducción: Los límites de la razón y lo
justo como fe.
La razón no salva, apenas
de/muestra, con pretensiones de verdad, lo inmanente a su imperio.
A veces justifica, esto es, con/vence de la justeza de ciertas
afirmaciones, discursivas o conductuales. Pero esa justeza de lo
acaecido y de lo irrepetible no deja de ser, siempre, el resultado
de un a/justiciamiento.
Como tal, nunca puede ser justa
en la generalización que la razón pretende -desde/hacia su
particularidad- y aún cuando excepcionalmente lo fuera mal podría
advertirse, con los recursos disponibles dentro de sus límites
cognitivos, semejante expresión de justicia inesperada,
imprevisible; irracional, en suma.
Para aceptar cualquier
prescripción que la razón instaure como norma, siempre será
necesario creer en los modos de su lógica, participar de los
presupuestos y axiomas que inauguran cada vez –frente al fenómeno
aprehendido y luego juzgado en su re/presentación- sus reglas
metódicas de
atribución de sentido.
Hasta los formulismos
racionales más elementales y, en apariencia, más obvios –los
principios de no contradicción y de tercero excluido, por ejemplo-
necesitan, ellos también, de una fe común subyacente que los
valide en su función determinante.
No podrían atribuir aquello que
no les es reconocido, ni pueden reconocerse en mérito a ellos
mismos.
Toda legitimidad, a riesgo de
presentarse forzada o espuria, requiere siempre de
un otro, no puede
pro/venir de lo igual, desdeña lo idéntico.
La propia razón exige así, como
condición ineludible de su posibilidad, al menos la intuición de
algo antes que ella. Un otro
que, además, no puede ser
cualquier otro: ha de portar la suficiente fuerza legitimante
como para validar aquello mismo -la razón- que, luego, se afirmará
negándolo.
Aceptar la perspectiva
precedente supone, desde ya, advertir el fracaso de todas las
teorías de Justicia inscritas en el orden de lo puramente racional
como registro absoluto.
Su insuficiencia y su
ambigüedad devendrán insoslayables, hacia uno y otro lado de los
límites en los que nace (aquello que se tiene por) lo irracional y
se impone, consecuentemente, el silencio.
En una concurrencia de
todos limitados y no
excluyentes,
la huella del nosotros
precede al yo que la
con-forma, y determina en la noción compartida de justicia que
justifica su (co)existencia como tal, un marco de pensamiento.
Uno entre tantos otros, pero
único en su noción comunitaria, unívoco hacia el interior de su
vigencia sistémica pese a la intuición de existencia de innúmeras
nociones ajenas e igualmente válidas, cada una de ellas dentro de
los límites de su imperio, aún cuando fuere hipotético.
Justicia, justicia perseguirás,
sin poder dejar de hacerlo, a riesgo de asumir la
insignificancia de tu temporalidad como un fatalismo, y sin que
puedas re-negar del contenido de lo justo que condiciona tu
voluntad, como legado.
Al fin, para todo aquel que
goce de sentido estético, la exasperante fealdad de
Adikia sublima la
hermosura de la joven
Diké
y una tarea en la que bien puede empeñarse, loablemente, la
vida, es la de no permitirle la afectación de su magnificencia.
Sin embargo, el límite es el
colonialismo conceptual: los parámetros para identificar a una y a
otra figura en el panteón de la complejidad, no resultan
susceptibles de imposición; la estética –según algunos, el último
refugio disponible para la ética de estos tiempos posmodernos-
sigue negándose a la prédica de verdad.
A veces, como en el relato de
Pausanias sobre la Élide (“Una mujer hermosa que castiga a una mujer fea estrangulándola con una
mano y golpeándola con una vara con la otra, es Diké haciendo esto
a Adikia”)
la pretensión de interpretar comportamientos como instantes
aislados y ajenos al relato del que son parte –postulado habitual
de la exigencia racional del vere/dicto- deviene en un error
inexcusable, propio de la atribución de un sentido no reconocido
por la singularidad que, en él, se a/justicia.
Por caso, nuestra tentación
inmediata en un envío de siglos y a la vista de este espectáculo,
sería la de atribuir a
la Diké golpeadora un comportamiento propio de
Adikia; esto es, asumiríamos, a los ojos eleáticos,
una irredimible posición de
bárbaros sin ley.
Tiene que haber algo que sea lo
justo, en cada instancia de juzgamiento, dentro de cada sistema de
razón; así como tiene que haber un dios ajeno a la absurdidad
temporal o un plano sutil de conciencia universal en la que vaciar
la singularidad por fin en reposo, o tal vez nada.
La Justicia,
el Creador, el nirvana, existen como posibilidad y son reales, en
tanto son posibles: no pro/meten potencialidad de lo real, sino
que expresan una fulgurante realidad en su condición trascendental
de potencia;
su hipotética realización los negaría conceptualmente.
Desde Pandora hasta aquí, toda
llegada de lo esperado importa, en el mismo acto de su ad/venida,
el arribo ineludible de la desesperanza.
Aún cuando (lo que sea) el
objeto/sujeto a la creencia se exhiba contingente, la necesidad de
creer en algo –aún en la razón, aún en la nada que, desde que se
asume como objeto posible de sujetarse en una cierta creencia, es
algo ella también- sitúa a la humanidad en la re-presentación, la
excluye del acontecimiento puro, inefable y efímero.
Contemporáneamente, instaura la
incertidumbre, la espera y la búsqueda de sentido – siempre
infructuosa pero no, por ello, trágica ni inconsecuente, según
supiera advertir Albert Camus-.
Es decir, posibilita la
historia compartida.
De modo que la historia –y, en
ella, la (co)existencia social- es así, posible solo desde la fe:
parece claro, entonces, que ninguna pretensión de abordar la
justicia debiera prescindir de la predisposición a la creencia.
Como ya hemos postulado en
algún trabajo anterior;
aquello que sea lo justo -lo que se piense como tal, en cada uno
de los todos no excluyentes
que son las sociedades en (co)existencia- nunca es lo que
yo creo, sino lo que nosotros
creemos, lo que aquí
suele creerse.
Éste, sin dudas, es un punto
importante: así como el derecho encuentra la última de sus razones
en la credibilidad que logre despertar en quienes deben cumplirlo
(con/vencimiento colectivo sobre su racionalidad como máxima
expresión alcanzable de lo creído, que es también lo que crea) la Justicia se exhibe
inescindible de la esperanza. Se inscribe, en última instancia,
como una manifestación de lo salvífico que es, en sí,
necesariamente plural.
Si habremos de
perseguirla será para
que nos salve – aún
cuando no a todos, al
menos a muchos, a algunos, a
más de uno como forma de
preservar el nosotros en
el que cada uno somos yo-
por más que sea utilizando su vara, si en ello creyéramos legítimamente, y aún
tomando a Adikia por los
pelos.
En cuanto trascendente,
entonces, aquello que no puede salvar (la razón, el derecho, la
razón del y
como derecho) no
alcanzará a comprenderla, independientemente del grado de
verosimilitud exhibida en su justeza, más allá -y
también más aquí- de la
con/fianza depositada en el a/justiciamiento que en toda
prescripción normativa se propone.
La Justicia
existe, así, siempre como promesa; está com/prometida en una
noción común y, a la vez –en el modo propio de cada (co)existencia-
estará siempre en el registro de lo por-venir.
No hay razón
suficiente que permita
afirmar su aprehensión.
Y, claro está, nunca es
suficiente la razón para quienes en ella creen.
II. Justicia y derecho.
Es interesante observar cómo,
en uno y en otro país, quienes se consideran
víctimas de algo, suelen
marchar por las calles reclamando Justicia.
En mis pasados años de
militancia, he asistido a muchas de estas manifestaciones, pero
ninguna pancarta he visto jamás que reclame
derecho. A lo sumo, juicio y
castigo para quienes ya se consideraba culpables; exigencia
habitual en la que el proceso judicial es entendido, desde luego,
como una mera formalidad.
En estos casos, el reclamo de
castigo supone
claramente, también, un reclamo de (aquello que se entiende por)
Justicia frente al caso en cuestión y vacía de legitimidad a la
pretensión de juicio,
con él conjuntamente articulada.
Se
tiene derecho –esto es,
el derecho es algo que puede
tenerse, de lo que es posible apropiarse- a exigir (aquello
que se entiende por) Justicia. Sin embargo,
la Justicia, en cuanto objeto de creencia siempre
compartida, no puede tenerse.
Aquello que se
tiene es una expectativa
de Justicia, una pretensión de que se haga lo justo; pero lo
justo, en el mejor de los casos, ha de sobrevenir como justeza del
a/justiciamiento en cuestión: la Justicia en sí –en tanto
acto de fe, promesa que
continuamente ha de perseguirse-
no puede hacerse, no se agota en ninguna decisión, res/guarda
necesariamente su luminosidad fulgurante tras la opacidad de lo no
advenido.
Siendo ella misma la condición
de lo posible, no se construye. Esto es, no resulta realizable
desde ningún ordenamiento normativo.
A grandes rasgos, el planteo
que aquí estructuramos, podría esquematizarse del modo en que
sigue:
1-
Cada hombre, cada
mujer, se construye en la interrelación con los demás, a quienes
contribuye también a (con)formar. El ser humano es, siempre, ser
en (co)existencia.
2-
Todo colectivo
social (co)existente se justifica en una noción compartida de
Justicia, que es un todo no
excluyente en cuanto re-conoce, fuera de sí, a otros
colectivos sociales y a otras nociones de Justicia con las que (co)existe
pero a las que no admite en su interior.
3-
Cada
hombre, cada mujer, imagina su
yo dentro del marco de
pensamiento determinado por una noción de Justicia (que justifica
el nosotros del que
participa) aunque, eventualmente, puede actuar
contradiciéndolo o dejándolo de lado.
4-
El derecho incluye
tanto la ley escrita como las pautas de interrelación socialmente
aceptadas y, en la generalidad de su aceptación, exigibles –leyes
no escritas-. No incluye a los valores que, en cualquier caso,
integran su discurso legitimante pero no forman parte de él (deben
entenderse como un otro
respecto de aquello que legitiman o que, en todo caso, dice
legitimarse en ellos).
5-
La norma es
necesaria para re-presentar (traer al presente, al plano del
acontecimiento que involucra a cada hombre, a cada mujer en su
acaecer como singularidad en coexistencia) la noción compartida de
Justicia que justifica el colectivo y garantiza la supervivencia
del nosotros que los
incluye y al que con/forman. Solo será creíble si la re-presenta
con justeza, solo se cumplirá si es creíble y solo existirá como
norma en cuanto se cumpla.
6-
La noción
compartida de Justicia no es inmutable pero sus tiempos son
históricos y exceden el tiempo de la vida, en cuanto vida humana.
Su a/justiciamiento normativo, en tanto, está sujeto a una
construcción colectiva permanente que, aún reconociendo la
marginalidad, no admite la marginación.
7-
Toda creencia es
compartida y, en cuanto tal, la noción compartida de Justicia
–salvo patologías históricas- parte del reconocimiento del otro.
Este re-conocimiento se expresa como exigencia permanente de
justeza: nadie puede ser libre sin la norma que, relativizando la
propia libertad, garantiza el derecho a exigir la relatividad en
la libertad ajena.
8-
La coexistencia
pacífica se funda en la minimización de los daños y en la
evitación del dolor. Ante la ocurrencia de un incumplimiento –que,
en cuanto tal, daña la credibilidad colectiva del ordenamiento
jurídico- debe a/justarse la ley disponible a la noción de
Justicia compartida, en una con-versación plural.
9-
Una sociedad de víctimas no
es habitable. Al fin, el derecho existe para recordar a los
hombres aquello mismo que ya saben: quien daña se daña a sí mismo.
Sócrates diría: “Es mejor sufrir una injusticia que causarla” porque causar una
injusticia nos perpetúa en el lugar de injustos.
Desde esta perspectiva,
sostener que el objetivo del derecho es la realización de la Justicia o que el derecho
no tiene otro fin que su existencia como método –tal como
históricamente se ha hecho, alternativamente, desde una y otra
escuela jurídica- es condenarlo igualmente al más irredimible de
los fracasos.
Sea que la condena
se exprese como una norma-convicción
ante rem (el método no
puede legitimarse a sí mismo) o se advierta
post rem en la inconsecuencia e imposibilidad de su meta, el
resultado es el vaciamiento de toda expectativa de credibilidad
respecto al orden jurídico.
Al fin, la imposición de una
aspiración vana es, en sí, la privación de toda aspiración
alcanzable. Por uno y otro camino se llega a sustentar,
invariablemente, la fácil institucionalización discursiva del
no hay derecho, que la
frustración de lo irrealizable o de lo vacuo inscriben hoy - por
el con-vencimiento de uno, de algunos, de muchos- en un entramado
social, sitiado y situado en permanente crisis de supervivencia.
El derecho –aquel derecho que
se tiene, que es
susceptible de ser tenido
y, consecuentemente, también de faltar, de
no tenerse, o incluso de
tenerse por no habido-
debe ajustarse a la
noción compartida de Justicia desde la que se piensa el colectivo
que pretende regir y, en semejante tarea, asumir el desafío de
salvaguardar la paz social en cada a/justiciamiento.
Esto es; re-presentar, con la
mayor de las justezas posibles y siempre a partir de la razón,
aquello que se tiene por justo en su ámbito de imperio, aceptando
el incierto espacio de verosimilitud siempre mediante entre su
metodología esencialmente racional y el objeto de fe en/por el que
busca su legitimación.
La pregunta habitual sobre si
es, o no, ajustada a derecho
una decisión judicial cualquiera expone, así, una inversión de los
términos de la incógnita a develar. En cuanto es derecho ella
misma, toda sentencia será
ajustada a derecho, al menos al derecho que ella inaugura y en
cuanto no configure un oxímoron.
El interrogante a inscribir
frente a su dictado es, por el contrario, si el derecho que ella
expresa es, o no, ajustado a
(la noción compartida de)
justicia.
Lo dijimos al inicio de estas
líneas: aunque bien pueda de/mostrar la existencia de la fe; la
razón no salva ni es
digna de per/seguirse.
No hay quien marche exigiendo
el derecho por el derecho mismo.
Debiéramos, para dar por
concluidos estos primeros apuntes, confrontar las posiciones que
aquí hemos sentado, a un caso concreto de conflicto jurídico.
Recurrimos, a tales fines a una
escena griega; estela inaugural de la huella por la que transita
el rastro de nuestra cosmovisión occidental.
En mérito a la brevedad de este
trabajo, luego de transcribir el relato situacional en cuestión
anotaremos, sobre él, solo algunos comentarios mínimos.
III. Rawls, Rorty, el
velo de ignorancia y la
lealtad ampliada (un oráculo a los mesenios).
En el Libro IV de una obra de
la que ya hemos hablado,
Pausanias nos describe la siguiente escena, en tierras mesenias y
en el marco de una guerra con los temibles espartanos:
“Eufaes, el rey, reunió a los
mesenios y les reveló la respuesta del oráculo:
‘A una doncella pura, en honor de los dioses
infernales/ Designada por suerte, de sangre de los Epítidas,/
Sacrificadla en sacrificios nocturnos./ Pero si fracasáis,
sacrificad entonces a una de otra sangre,/ Si el padre la entrega
para el sacrificio voluntariamente’.
Cuando el dios reveló esto, al
punto fueron sorteadas todas las doncellas de la familia de los
Epítidas y la suerte recayó en la hija de Licisco; pero el adivino
Epébolo dijo que no se la debía sacrificar, pues no era hija de
Licisco, sino que la mujer que estaba casada con Licisco, como no
podía tener hijos, había hecho pasar a la muchacha por suya.
Mientras éste contaba la historia de la muchacha, Licisco se la
llevó y se pasó a Esparta.
Los mesenios estaban
desanimados al darse cuenta de que Licisco había escapado.
Entonces Aristodemo, también de la familia de los Epítidas, pero
más ilustre en lo relativo a la guerra y todo lo demás, entregó a
su hija voluntariamente para que la sacrificasen. Pero el destino
obscurece los asuntos de los hombres y sobre todo sus propósitos,
de la misma manera que el lodo de un río esconde los guijarros,
pues cuando Aristodemo se esforzaba por salvar Mesenia, le surgió
este impedimento:
Un mesenio –cuyo nombre no
dicen- estaba enamorado de la hija de Aristodemo y en este tiempo
iba ya a casarse con ella. Él, al principio, llegó a discutir con
Aristodemo diciendo que éste, al haberle prometido como esposa a
la muchacha, ya no era dueño de ella, mientras que a quien había
sido prometida la muchacha tenía más poder sobre ella que aquél.
Después, como vio que esto no tenía éxito, contó una historia
desvergonzada; que se había acostado con la muchacha y que estaba
embarazada de él.
Finalmente, puso a Aristodemo
en tal estado que, fuera de sí por la cólera, mató a su hija,
después la abrió y mostró que no tenía nada en su vientre. Epébolo,
que estaba presente, ordenó que algún otro entregara a su hija,
pues la muerte de la hija de Aristodemo no era para ellos de
ninguna utilidad, ya que la había matado su padre y no la había
sacrificado a los dioses que la Pitia había ordenado.
Cuando el adivino dijo esto, la
multitud de los mesenios se lanzó a matar al pretendiente de la
muchacha por haber atraído una mancha de sangre sin sentido sobre
Aristodemo y haber hecho dudosa la esperanza de salvación para
ellos. Pero este hombre era muy amigo de Eufaes. Entonces, Eufaes
convenció a los mesenios de que el oráculo se había cumplido con
la muerte de la muchacha y lo que había hecho Aristodemo era
suficiente para ellos.
Cuando habló así, afirmaron que
decía la verdad todos los de la familia de los Epítidas, pues cada
uno de ellos estaba ansioso por verse libre del temor que tenía
por su hija. Ellos hicieron caso de la recomendación del Rey y
disolvieron la asamblea, y desde ella se dirigieron a hacer
sacrificios a los dioses y a celebrar la fiesta.”
Conocemos suficientemente la
teoría rawlsiana del velo de
la ignorancia.
Enfrentada a una situación como la narrada, observamos que
ella no alcanzaría a explicar el comportamiento de las distintas
familias involucradas en el
sorteo de la joven destinada al sacrificio. Sometiéndose
voluntariamente a él, en primera instancia, disuelven luego la
asamblea validando a coro una forzada interpretación real -muy
discutible y, desde una perspectiva externa, notoriamente
fraudulenta, es decir,
injusta, si es que tal cosa pudiera predicarse de alguna
decisión- por el temor común de resultar
señaladas en la elección
de la víctima.
Aunque las posibilidades de
acabar directamente afectadas por una adjudicación disvaliosa no
se han visto alteradas de una manera sustancial –solo dos opciones
se han perdido-, el grupo social en su conjunto acuerda en
no aceptar la utilización del
velo por segunda vez.
¿Podemos afirmar que, entre
ambas instancias, ha cambiado aquello que la comunidad considera
justo? No.
¿Han afectado los hechos
sucedidos, entre el primer sorteo y la última interpretación del
rey –la huída de uno, la mentira de otro, el homicidio de un
tercero- el derecho disponible y su
hábito general de obediencia?
De ninguna manera.
Hasta el momento en el que la
decisión real toma por
válido el homicidio de la joven hija de
Aristodemo -aceptando así el resultado de la cólera del filicida
como ofrenda colectiva a los dioses- el sistema jurídico de
Mesenia permanece sitiado, se sitúa en su punto más crítico.
Reclama con urgencia una
decisión de justicia
para preservarse como derecho. Pero una decisión
de justicia que pueda tenerse
por derecho, claro está, no es necesariamente
justa para todo observador, en cualquier tiempo histórico
Por el contrario es,
justamente, la justeza
de la decisión –que es, además, siempre urgente- dentro del
sistema conformado por todo
jurídico no excluyente en el que ad-viene, lo
que permite resguardar la credibilidad de sus a/justiciamientos:
dado que el sacrificio integra aquello que el colectivo tiene por
justo; nadie, en él, se atrevería a negar su necesidad.
Ello no invalida,
evidentemente, que se actúe
en su contra –recordemos: hay quien huye y, también, hay quien
miente- ni que se pretenda, en el otro de los extremos posibles,
su realización fanática.
La preservación del
nosotros requiere la
minimización del dolor, el derramamiento de tan poca sangre humana
como sea posible.
Éste último punto es el que
inhibe, además, cualquier pretensión de acercamiento positivista
al relato: de no haber una invocación a lo justo en el registro de
la fe, la cantidad de sangre humana derramada siempre será
irrelevante frente al cumplimiento taxativo de la prescripción.
Si el sacrificio solo operara
en la órbita del derecho, sin referencia alguna legitimante, la
elección de la víctima difícilmente resultaría de un sorteo – que
expresa, en definitiva, la voluntad insondable de los dioses, del
destino, de la suerte, de lo
que no se tiene y que no puede tenerse como propio- sino de
una guerra social entre las distintas lealtades.
“Cuanto más difícil se vuelve la situación, más se
estrechan los lazos de lealtad con las personas que nos son
cercanas y más se aflojan con las demás”
sostiene Richard Rorty -autor
citado en uno de nuestros epígrafes- proponiendo la consideración
de la justicia como una cuestión de lealtad ampliada.
Enfrentada al conflicto que
aquí analizamos, esta posición presenta algunos problemas
evidentes: aunque resultaría aceptable en la esfera del
comportamiento –aún desde la razón jurídica- no necesariamente se
verifican sus hipótesis en el orden de la re-presentación –en la
referencia hacia la fe de lo justo- que es donde la humanidad
habita y se piensa a sí misma.
En otros términos: puede que
así actúe la mayoría de las personas, pero casi ninguna de las que
así actúa frente a una situación concreta, podrá explicar su
comportamiento con argumentos que trasciendan la mera
justificación.
Tampoco parece ser, el rortyano,
un principio generalizable: no pueden medirse cercanías y lejanías
ante cada instancia del actuar y, en última instancia, la
arbitrariedad de tales mediciones vuelve a instaurar en este
posicionamiento la cuestión de aquello que se tiene por justo, en
cada decisión. ¿Bajo qué parámetros medir los lazos a privilegiar?
¿Son válidas las preferencias
entre los hijos o entre los padres, por ejemplo? ¿Debe actuarse
siguiendo el instinto afectivo o la razón del parentesco?
Por último, y ya directamente
frente al supuesto en análisis, un posicionamiento de este tipo
tampoco resultará suficiente para entender la disparidad en el
comportamiento de los distintos individuos, frente a una amenaza
idéntica.
Otra vez: hay quien huye, hay
quien miente y quien mata, ante similares amenazas. Habrá sin
dudas, también, quienes acepten con resignación lo dictaminado.
Así, la confrontación entre
lealtades diversas puede fundar –y eternizar según intentamos
decir en párrafos precedentes- los conflictos racionales en el
orden del derecho. Sin embargo, se necesita algo más que lealtad y
razonamiento, para que las lealtades existan, aún antes de
situarse en conflicto.
La razón no salva, solo puede
explicar y explicar(se) decíamos al inicio de esta charla.
Repasemos, ahora, los hechos
que se ofrecen a nuestra lectura:
a)
Un hombre (el
llamado Licisco) huye
con su hija, para ponerse a salvo de las habladurías –el sorteo
acabó por correr un triple
velo: ella no era hija de quienes creía sus padres, él no era
el padre de nadie y su esposa, hasta ahí considerada socialmente
como una madre, presentaba imposibilidad de concebir- y eximirla,
a la vez, del peligro de sacrificio.
b)
Otro hombre (el
llamado Aristodemo)
llega al extremo de asesinar a su propia hija, para demostrar su
condición de casta.
c)
Un tercero (sin
nombre, identificado como pretendiente de la hija de
Aristodemo y, luego, como amigo del rey) utiliza sin resultados los
recursos disponibles en el marco del derecho y, finalmente, acaba
por mentir sobre su prometida y afectar su honra, privando a su
muerte de todo contenido sacrificial.
Es decir:
a)
El primero se
exceptúa del derecho propio, sabiendo que no podrá ya cumplir con
él, dado el desvelamiento de una verdad oculta. Es vulnerable y luego, una vez
com/probado fehacientemente el dato objetivo que determina su
exclusión del nosotros a
partir de la imposibilidad de resguardar en él la construcción de
su yo; obtendrá el
perdón de los mesenios.
b)
El segundo persigue
fanáticamente –esto es, desconociendo su carácter colectivo,
intentando apropiarse de ella- la creencia de justicia, obstruyendo en su
empeño toda posibilidad de cumplimiento del derecho. Es heroico y,
aún cuando luego se lo sitúe en posición de poder, se le
reprochará su exceso.
c)
El tercero, no
azarosamente sin nombre, persigue un
a/justiciamiento
inverso: en lugar de adecuar el mandato normativo al objeto de
creencia común, propone una interpretación de la noción compartida
de Justicia acorde a su propio deseo. Para ello recurre
infructuosamente a los argumentos normativos disponibles y, solo
después, intenta utilizar aquello que se tiene colectivamente por
justo –la necesidad del sacrificio y, en un segundo plano de
construcción de sentido, el carácter inmaculado de la víctima
sacrificada- para
obstruir el cumplimiento de un mandato que lo perjudica. Es uno
más del pueblo y es, además, quien posibilita la continuación del
relato y de la (co)existencia plural. El dato necesario de su
amistad con el rey-juzgador insinúa el requerimiento de algo más
que la razón, para la imposición de una razonable credibilidad
sistémica.
Aunque el filicidio de
Aristodemo no cumple con
ninguno de los extremos requeridos por el oráculo (la estirpe de
su hija imponía su designación por el método de echar suertes,
invalidando la posibilidad del ofrecimiento paterno, reservado a
jóvenes de otras sangres) el pueblo con-viene en interpretarlo
como una adecuada manifestación de la Justicia exigida.
No lo olvidará, sin embargo, y
en instancias posteriores –cuando el héroe ya ocupe lugares de
poder y su singularidad fanática e imprevisible pueda entreverse
problemática, como tendencia hacia la apropiación
de lo justo y negación
del derecho- se le
recordará su accionar reprochable.
IV. Conclusiones provisorias.
En cuanto manifestación
racional de un objeto de fe, toda imposición de una decisión
jurídica porta, en sí, un ineludible espacio de incertidumbre;
requiere de una determinada predisposición a creer en su
formulación.
Hablamos, al fin de cuentas, de
a/justiciamientos
permanentes que se
expresan con mayor o
menor justeza en su búsqueda de credibilidad.
Siempre una ley puede ser más
justa, siempre una sentencia pudo haber sido más legítima.
Desde que la realización de la
fe no es racionalmente exigible –y mucho menos, demostrable- la
vigencia efectiva de una materialidad jurídica (el conjunto de las
pautas de interrelación social que instrumentan la coexistencia
posibilitada por la intuición común) solo requiere la preservación
de la Justicia como instancia
legitimante, en el ámbito compartido de la creencia y, por lo
tanto, siempre fuera de ella misma como expresión de razón.
Volviendo, por un instante, al
oráculo del relato sobre el que trabajamos hoy, la doble instancia
prevista por la
Pitia
–en realidad, no por ella sino por los sacerdotes del templo, que
construyen sentido interpretando racionalmente los balbuceos e
incoherencias de su cuerpo tomado por un dios- impone la
formulación de una pregunta evidente:
¿Cómo y por qué podría fallar
la elección de quien va a morir, por señal de la suerte y en honor
de los dioses?
La respuesta es, en cierta
manera, obvia: la falla está en el éxito de su metodología
aplicada en un sentido contrario al previsto por el espíritu de su
imposición.
Esto es; un sacrificio mal
realizado incumple el mismo oráculo que motiva su realización y
niega el objeto de fe en el que es prometida su condición de
sacrificio. Deviene, así –como sucede cada vez que se lo observa
desde la ajenidad de una intuición diferente de lo justo- en un
simple asesinato macabro y cruel
en su ritualismo.
Enviando el planteo hacia
términos genéricos, podría expresarse de la forma en que sigue: el
derecho manifiestamente ajeno a la noción común de justicia
–representado aquí por una elección que adjudique arbitrariamente
la muerte- se niega a sí mismo, vaciándose de contenido en su
inserción en el entramado social que pretende regir. Y sin ley,
recordemos, ninguna libertad es posible.
Al fin, el derecho no libera,
pero contiene. Negado que fuera su imperio, las diferentes
lealtades en pugna habrían acabado ya con todo rasgo de
coexistencia.
Sin embargo, hoy, la razón no
puede prescindir de la fe ni re/negar del deseo.
Frente a los peligros de
disolución y de totalitarismo, ella no resulta suficiente para
salvar(nos) la vida.
NOTAS:
En el sentido en que
MILNER, Jean-Claude;
Las inclinaciones
criminales de
la Europa
democrática, 1ª edición, Manantiales, Buenos Aires,
2007, define a los
todos políticos, páginas 38 y ss.
En el sentido en que
Adikia, injusticia y
Diké, Justicia
son complementarios, se necesitan mutuamente para afirmar
su yo,
(con)forman un
Nosotros.
PAUSANIAS,
Descripción de Grecia, Libro VI: Élide. Traducción y
notas de María Cruz Herrero Ingelmo, Gredos, Madrid, 2002.
CACCIARI, Máximo;
Íconos de la Ley, traducción de Mónica
Cragnolini, 1ª edición,
La Cebra, Buenos Aires, 2009.
Pandora fue ofrecida por Zeus como regalo a los hombres,
en venganza por los engaños a los que lo había sometido
Prometeo, en favor de éstos. Hecha a partir del barro y
engalanada por Afrodita, su hermosura y su sensualidad
determinaron la suerte de los mortales quienes, pese a las
advertencias del dios que los había favorecido, no
pudieron rechazarla. En su jarra llevaba todos los males,
que volcó en presencia de aquel a quien había sido
regalada (Epimeteo). Sin embargo, en la jarra quedó la
esperanza. Es interesante observar cómo la esperanza –que
permaneció en la jarra- integraba la ofrenda de males de
la que Pandora había sido provista por un Zeus vengativo.
Algunos autores
sostienen que se trataría, en realidad, simplemente de la
espera. Otros interpretan que la esperanza es el mal que
se realiza permaneciendo en la jarra; su existencia es
aquello que justificaría el padecimiento, dándole un
sentido.
BURGOS, Osvaldo;
Creencias, Justicia y Derecho, conferencia dictada en
el Congreso de la Sociedad Argentina
de Filosofía, Córdoba, 2009.
PAUSANIAS, ob. cit., páginas 125 y ss.
RAWLS, JOHN; Teoría
de la Justicia, traducción
de María Dolores González, 2ª edición, 6ª reimpresión,
Fondo de Cultura, México 2006
Término tomado de AUSTIN, y reiteradamente citado por
HART, H.L.A. en El
concepto de Derecho; traducción de Genaro Carrió, 2ª
edición, 2ª reimpresión, Abeledo Perrot, Buenos Aires,
2004.
RORTY, Richard;
Filosofía y futuro, traducción de Javier Calvo y
Ángela Ackerman, 1ª edición Gedisa, Barcelona, 2002,
ensayo La justicia
como lealtad ampliada, página 80.
Doctrinario permanente de Microjuris Argentina.
Autor extranjero invitado de Persona e Danno (Milán, Italia).
Columnista revista Póliza (Uruguay) y GoSeguros (Bs. As).
Colaborador habitual Suplemento de Seguros de Eldial.com (Argentina).
Docente en Derecho de Seguros de Diario Judicial (Argentina).
E-mail:
osvaldo@burgos-abogados.com.ar
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