Derecho y Cambio Social

 
 

 

LA PRETENSIÓN DE ESCRIBIR EN EL CUERPO (REFLEXIONES SOBRE LA LEY ELUANA)

LA NORMA TOTALITARIA Y SU NECESIDAD DE INQUISICIÓN: ¿HACIA LA ILEGITIMIDAD DE LAS HUELGAS DE HAMBRE?[1]

Osvaldo R. Burgos**


 

 

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder.”

ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo.

 

 

Sumario:

I.  Razones para las normas o razones para la acción. La vida; su disponibilidad, la importancia de su contenido.

II. La pretensión normativista[2] y los límites formales de su redacción.

III. La negación como opción imposible.

IV. Utilitarismo, relatividad, autonomía y límites del relato.

V. A modo de conclusión: ¿hacia la ilegitimidad de las huelgas de hambre?

 

 

I.  Razones para las normas o razones para la acción. La vida; su disponibilidad, la importancia de su contenido.

En su teoría sobre los derechos fundamentales, Robert Alexy sostiene que, tanto las reglas (prescripciones que pueden cumplirse o no pero que no admiten un cumplimiento gradual) como los principios (mandatos de optimización que reconocen sus limitaciones y, ante un supuesto concreto de colisión, deben ponderarse para determinar su preeminencia) son razones para las normas.

Los principios son siempre razones prima fascie. Las reglas, a menos que se haya establecido una excepción, son razones definitivas”,[3] dice.

Pese a su filiación positivista, Joseph Raz no está muy de acuerdo con este planteo; para él, tanto unas como otros, no son razones para las normas sino para la acción: “Nuestras acciones son estrictamente nuestras, solo si actuamos de acuerdo con unas razones (…) en tanto mantengamos la habilidad para entender nuestras acciones como acciones impulsadas por razones, retenemos nuestra habilidad para entender por qué las llevamos a cabo, incluso cuando (en retrospectiva, podamos aceptar que) estábamos equivocados o actuábamos de forma irracional.”[4] Abunda.

¿Qué tiene que ver esto con el caso de Eluana Englaro y la pretensión normativista del primer ministro italiano, que podría derivar en la (mal)llamada “Ley Eluana”?

Mucho. La libertad individual, la dignidad humana, y el respeto a la vida son, evidentemente, razones que aquí aparecen enfrentadas.

Si nos decidimos por seguir a Alexy, nada impide la formulación de una norma que, avanzando sobre la libertad y prescindiendo de la propia aprehensión de la dignidad, imponga la preeminencia de la vida, independientemente de su contenido.

Aún una vida menguada –signada por la imposibilidad- en mérito a la graduación comparativa de las razones jurídico-constitucionales involucradas, puede revestir para el legislador suficiente aptitud como para obtener una relación de precedencia a su favor, respecto a los otros principios en juego.

Es una de las tantas posibilidades; bajo el mismo marco teórico sería igualmente posible legislar en contrario –si la ponderación en cuestión sugiriera un mayor peso específico de la dignidad, por ejemplo, en la misma balanza del legislador-

Si adoptamos el punto de vista de Raz, en cambio, no habrá normativa posible: desprovista de acción (y aquí, podríamos ampliar el concepto habitual de este término retomando, solo por un momento, la clásica identificación griega entre acción y conocimiento[5]) la vida no será intrínsecamente valiosa, carecerá de toda razón o sentido.

En este planteo, si el valor de seguir vivo depende del contenido de la vida; cualquier intento de generalización se torna incomprensible y arrogante: la evaluación ha de ser personal y la decisión libre sobre la aceptación, o no, de la supervivencia se exhibe invariablemente ajena al brazo de la pretensión regulatoria.

No hay una lógica de la muerte; aún mil veces repetida para el observador, la muerte de los otros no sirve como experiencia para el fenómeno –siempre ingenuo, siempre individual- de la muerte propia.[6]

Es decir: no existe una razón universal (ni siquiera universalizable dentro de cierto contexto, en el que pudiera imponerse como deber ser) para vivir y, tampoco, para dejar de hacerlo.

En este temperamento, la interpretación del contenido de la vida, como fenómeno, escapa a la posibilidad –siquiera teórica- de sustentar una ley.

Hay un concepto de libertad jurídico ínsito en toda norma, que es distinto al concepto político de libertad” sostiene Carlos Nino. Y ejemplifica: aún la norma más totalitaria imaginable (“se impondrá pena de muerte al que no salude vivando al líder”) “permite, siempre, la posibilidad de ser violada. Hay por lo menos, la libertad de elegir la muerte”[7].

Libertad de elegir la muerte que es, claro está, la libertad de aceptar, o no, las condiciones de la supervivencia.

Libertad de ser, de seguir siendo (o, en un planteo heideggeriano de acaecer en determinadas condiciones, que hacen a la propia idea de dignidad) que es aquella libertad ontológica, que precede y subyace a toda libertad fenoménica, según nos ha enseñado el profesor Carlos Fernández Sessarego.[8]

Y aquí llegamos, por fin, al planteo articulado por el caso en análisis:

¿Es una pretensión totalitaria, la de obligar normativamente, a cada justiciable, a seguir con su propia vida?

¿Es posible (y, en su caso, cómo es posible) garantizar el cumplimiento de una imposición semejante?

¿Qué consecuencias imprevistas podría generar la decisión de negar, a cada uno, la última decisión sobre sí mismo?

II. La pretensión normativista y los límites formales de su redacción.

Sabemos que, sin contar con la firma ratificatoria del presidente del Estado italiano, el decreto de urgencia oportunamente aprobado por el Consejo de Ministros, en relación con el caso que nos ocupa, no llegó a adquirir ejecutoriedad.

Se dispuso, entonces, y ante el carácter definitivo del pronunciamiento judicial emanado por la ulterior instancia –que, como también conocemos sobradamente, autorizaba a disminuir en forma progresiva, hasta su cese, la alimentación e hidratación de Eluana; tal y como lo había requerido su padre- el tratamiento por vía parlamentaria, del texto que a continuación se transcribe:

“En espera de ratificar una completa y orgánica disciplina legislativa sobre el testamento vital, la alimentación y la hidratación, como formas de soporte vital y fisiológicamente finalizadas a aliviar el sufrimiento, no pueden ser rechazadas en ningún caso por las personas o por quienes asisten a aquellos que no pueden valerse por sí mismos".

A poco que nos detenemos sobre la redacción de este proyecto legal, podemos observar que la primera de sus consideraciones (“En espera de ratificar una completa y orgánica disciplina legislativa sobre el testamento vital”) importa un condicional de tiempo e instaura un deber en suspenso, sobre los propios responsables de la actividad legislativa; el deber de regular, completa y orgánicamente en un tiempo no determinado, el llamado testamento vital.

En tal carácter, más allá de la pertinencia política y constitucional de la imposición, por vía de un proyecto enviado por el poder ejecutivo, de un deber futuro –y, en principio, inexigible- para los legisladores; parece claro que esta formulación no limita el campo de significación abarcado por el actual proyecto de ley. Solo alude, por el contrario, al incierto compromiso  asumido de que su mismo tema será retomado posteriormente en un marco legislativo de mayor amplitud.

Tampoco permite determinar, claro está, un indicio cierto acerca de cuál será la injerencia que una hipotética “completa y orgánica disciplina legislativa sobre el testamento vital” -a adoptarse en un plazo no fijado- tendrá respecto a esta ley primigenia, en el hipotético supuesto de que resultare aprobada con su actual terminología.

Así, al definir la asunción de su provisionalidad con la escueta expresión “en espera”, nada dice el proyecto de ley elevado al Parlamento, respecto a la suerte que correrá, en definitiva, si se llegara efectivamente a la regulación completa a la que se aspira.

No podemos derivar, de los términos analizados, si la escueta regulación que nos ocupa, quedará derogada (y en este caso, si la futura “completa regulación”  que la reemplace, deberá o no tenerla en cuenta, es decir, si este proyecto de ley constituye o no un límite al sentido de prescripciones legales futuras, no ya en la tarea interpretativa del aplicador, sino en el momento previo de su elaboración por los legisladores) o si, por el contrario, esta regulación de urgencia conservará su vigencia y deberá, entonces, armonizarse con la futura ley - y, en este último caso, cuál será la forma en la que tal armonía habrá de lograrse, es decir, respecto a qué pautas debieran resolverse los conflictos normativos que pudieran presentarse entre ambas-.

Sin embargo, más allá de lo apuntado sobre la provisionalidad que la propia disposición se fija, el interés de estas líneas radica en los términos dispositivos del artículo en cuestión.

Repasemos su formulación, entonces:

“la alimentación y la hidratación, como formas de soporte vital y fisiológicamente finalizadas a aliviar el sufrimiento, no pueden ser rechazadas en ningún caso por las personas o por quienes asisten a aquellos que no pueden valerse por sí mismos".

Así expresado; el proyecto de ley:

a)       Abarca dos conductas posibles y notoriamente diferenciadas (la alimentación y la hidratación) sobre las que dispone en conjunto,

b)       Reconociendo la necesidad de ambas como formas de soporte vital, les atribuye una finalidad fisiológica improbada (e improbable, según veremos)

c)       Dispone que las mismas (en razón de la finalidad que les atribuye) no puedan ser rechazadas en ningún caso por las personas (a las que, desde ya, deberán administrarse aún en contra de su voluntad expresa)

d)       Prevé confusamente el caso de quienes asisten a los inválidos por sí, como un supuesto distinto al referido a las personas y con la misma imposibilidad de una opción que, respecto a ellos, no permite inducir su urgencia.

¿Cuáles podrían ser, entonces, los problemas de la aprobación de una disposición semejante?

Vayamos por partes.

Es a todas luces evidente que la pretensión de que la alimentación y la hidratación compulsiva no puedan ser rechazadas “por quienes asisten a aquellos que no pueden valerse por sí mismos", tal y como dispone la regulación in fine de este proyecto de ley, importa una notoria imprecisión lingüística que ya fue suficientemente advertida por muchos comentadores y analistas, tanto en Italia como en el otros países.

Al no especificarse que, la aquí negada decisión de los mismos, refiere exclusivamente a la alimentación e hidratación de aquellos sujetos a quienes asisten y cuya voluntad, de ordinario, expresan supliéndola; la norma estaría imponiendo, como adelantamos, un deber ineludible de recibir alimentación e hidratación compulsiva a quien parece no necesitarlo.  

Siendo de tan grosero carácter la imprecisión apuntada, resistiremos la tentación de explayarnos demasiado sobre ella.

Solo agregaremos que esta inconcebible formulación estaría también, en un análisis exegético, autorizando a  suponer que el término personas excluye de su campo de significación a quienes asisten a los imposibilitados de valerse por sí: tal es la única interpretación posible para la  oposición o alternativa planteada por el uso de la conjunción “o” entre ambos supuestos probables.

Por otro lado, resulta extremadamente discutible –y parece no resistir el menor requisito de coherencia científica- la afirmación de que “la alimentación y la hidratación, como formas de soporte vital”  presenten, necesariamente, la característica de estar  “fisiológicamente finalizadas a aliviar el sufrimiento”.

En la gran mayoría de los casos la finalidad de estos procesos, cuando existe, es claramente otra: solo los sufrimientos generados por el hambre y por la sed se exhiben como indudablemente aptos para ser aliviados por su intermedio.

Y entonces, en vistas a la inexistencia de toda complementación lógica entre uno y otro término de la aseveración estudiada, considerando la notoria falta de necesariedad de su presencia conjunta e, incluso, la rareza de la posibilidad que sugiere como natural (si bien no puede negarse el caso hipotético de que, en ciertas circunstancias, la alimentación y la hidratación de alguien presenten la finalidad de aliviar su sufrimiento, tampoco puede afirmarse que tal sea la situación mayoritaria –a no ser, como dijimos, que por sufrimiento, se entienda aquí únicamente el displacer surgido a partir de la privación de alimentación e hidratación-)  el foco de análisis debe, necesariamente, centrarse en el uso de la conjunción disyuntiva “y”.

Parecería ser, a juicio del Consejo de Ministros italiano y  en interpretación exegética de su postura, que aquellos casos en los que resulta imposible la elección de negarse a ser alimentado e hidratado (opción que tanto pueden ejercer las personas, como aquellos entes indefinidos que asisten a los inválidos por sí); serían solamente los supuestos (altamente improbables, por lo demás) de que tanto una como  otra forma de soporte vital estén efectivamente dirigidas (esto es, finalizadas) a aliviar el sufrimiento.

En una interpretación restrictiva –como deben interpretarse todas las normas fundadas en razones urgencia, según acepta la teoría jurídica- fuera de este universo discutible de casos, la elección continuaría abierta (aún a la espera de la regulación completa sobre el testamento vital).

III. La negación como opción imposible

Puntualizadas que fueran las más evidentes objeciones formales a la redacción del artículo único del proyecto de ley, resurgen las preguntas oportunamente planteadas, inscritas en la huella trazada por la pretensión de su instauración urgente por vía de decreto, primero, y por la extrema premura legal para su tratamiento legislativo, inmediatamente después.

Ello, claro está, independientemente de que acordemos, o no, con los paradigmas conductuales que el decreto persigue en su formulación, y considerando, por lo demás:

a)          su pretensión de tornar exigible el reconocimiento de un deber ser que traduce un mandato opuesto a una resolución judicial inapelable, sobre el mismo supuesto fáctico que se esgrime para justificar su urgencia, y

b)          la insoslayabilidad de  reconocerlo signado, en los modos de su redacción, por la misma urgencia declamada para lograr su aprobación como norma vigente.

Intentaremos, entonces, a partir de los interrogantes ya esbozados, deconstruir qué es, concretamente, aquello que ocurre dentro del campo lingüístico materialmente delimitado por la pretensión normativa que nos ocupa.

1

¿Es una pretensión totalitaria, la de obligar normativamente, a cada justiciable, a seguir con su propia vida?

Según el conocido planteo de Hannah Arendt –a quien resulta insoslayable seguir ante cualquier instancia que intente identificar conductas totalitarias[9]- “la experiencia de la vida y de la muerte, no solo se da en aislamiento, sino en total soledad, donde no es posible la verdadera comunicación, y mucho menos la asociación y la comunidad. Desde el punto de vista del mundo y de la esfera pública, la vida y la muerte y todo lo que atestigua uniformidad, son experiencias no mundanas, antipolíticas y verdaderamente trascendentes.”[10]

Tratándose de una experiencia antipolítica –o, como nos parece más adecuado llamarla, pre-política, es decir, prelingüística, en el sentido exacto en el que Richard Rorty identificaba la resistencia al dolor[11]- la pretensión de imponer uniformidad, respecto a los modos de acaecimiento en los que cada hombre es o, lo que es lo mismo, acepta o no acepta continuar siendo, ante determinadas circunstancias –para decirlo en términos heideggerianos, tolera o no la persistencia del ‘ser-ahí’, apropiándose de su olvido y conviviendo con la representación azarosa que encarna-  es la parte del yo que, aún reconociendo el nosotros que la justifica y la sustenta como referencia ideática, se sustrae de toda construcción común, viene después de la aprehensión de la individualidad que ratifica, permanece en la singularidad más ingenua.

Cualquier intento de su expropiación por parte del Estado en cuanto productor de normatividad supondrá, claramente, una negación del individuo entendido como voluntad, y ello de manera independiente a que la juridicidad así instaurada pueda ocasionalmente coincidir, incluso, con la gran mayoría de las voluntades que expropia o niega.

Amparado en el respeto de valores superiores, en tanto colectivos, el totalitarismo suele erguir la pretensión de equiparar, en absoluta identidad, el derecho contingente (conjunto de mandatos que forman el ordenamiento positivo, esto es, puesto) con la misma referencia ideática de Justicia, que percibe unívoca y circunscribe a los límites de su particular percepción.

En el proceso de esa hipóstasis, se sacraliza. Y concibe al hombre –al justiciable- como la simple imagen de un verbo primigenio, míticamente enunciado sin posibilidad de error ni de dominios prelingüisticos.

Desde un punto de vista estrictamente lógico, no existe ninguna diferencia sustancial –más allá de la oposición evidente en sus resultados- del razonamiento normativo que permite obligar a alguien a seguir con su vida y aquel que justifica imponerle, por la misma vía, la interrupción de la existencia.

Condenar a la vida y condenar a muerte suponen así –con la evidente excepción de la adopción de una postura consecuencialista utilitaria, que no parece compatible con ningún confesionalismo cristiano- exactamente el mismo principio: ambas decisiones descansan en el reconocimiento de legitimidad hacia quien ejerce el poder público, entendida como atributo ilimitado por la subjetividad de los individuos sobre quienes habrá de proyectarse la decisión.  

2

¿Es posible (y cómo es posible, en su caso) garantizar el cumplimiento de una imposición semejante?

En un plano operativo, la pretensión de negar la subjetividad de los justiciables, y sustituirla por una voluntad superior, objetivada y uniforme, a la que toda la comunidad debiera subordinar la construcción contingente de su “yo”,  se enfrenta con algunas complicaciones evidentes.

Volvamos a pensar, por un momento y bajo otro paradigma, en aquel ejemplo de Carlos Nino, que citáramos, respecto a la norma con mayor integración totalitaria imaginable (“se impondrá pena de muerte a quien no salude vivando al líder” según la postulación de este autor).

Aún en esta disposición de totalitarismo exacerbado, debiéramos plantearnos consecuentemente: ¿Puede imponerse el cumplimiento compulsivo a quien está dispuesto a aceptar las consecuencias –la pena de muerte, en este ejemplo- que configuran la amenaza de sanción, ínsita en la naturaleza jurídica de la normativa?

Aceptar la posibilidad de dar una respuesta afirmativa a esta cuestión  -respuesta que Nino, observamos, no llegara a considerar, en tanto sostiene que “siempre hay, por lo menos, la libertad de elegir la muerte”- importaría, sin más, sostener la existencia de un plus sancionatorio oculto –subyacente y no reflejado- en la expresión pública de la prescripción respectiva.

Un componente inefable en la escritura de la ley; la puerta abierta a la arbitrariedad y el avasallamiento del cuerpo físico del justiciable como ejercicio  inquisitorio de un derecho que – empeñado en la realización unívoca de aquello que entiende como Justicia- no puede detenerse en las palabras.

No parece haber otro camino para negar materialmente al justiciable la opción por el incumplimiento (aquella “posibilidad de elegir la muerte” que Nino suponía como último envío lingüístico contenido en toda prescripción normativa, aún en la más totalitaria imaginable): la transferencia de la construcción del yo hacia los dominios del poder legisferante –su instauración dentro del campo de significación trazado por el discurso político- importa, sin más, la expropiación no solo de las mentes sino también de los cuerpos.

Cuando Michel Foucault escribe que, entre los últimos años del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX, “ha desaparecido el cuerpo marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo”[12] está pensando, no ya en una normativa genérica y apriorística, una ley del tipo de la que aquí abordamos – que focalice “el cuerpo como blanco mayor”[13] - sino en la ejecución -individualizada y agotable en el registro de lo fáctico- de una sanción dictada en el marco de una cruenta represión penal.

El cuerpo, para él –y para el derecho penal, que estudia al formular tales apreciaciones- es siempre UN cuerpo, aún cuando puedan disponerse ejecuciones colectivas.

No habla, entonces, de un intento de apropiación de lo indeterminado; se refiere a la inscripción, en la carne, de un pronunciamiento absoluto pero, al menos, expreso.

Al igual que Nino, en la limitación de su respuesta, omite advertir los peligros de una expropiación de la individualidad para la ejecución del silencio, de una des-individuación para la consumación impredecible de aquello que la norma calla y que va mucho más allá del simple ejercicio –ocasional y advertido- de su potestad sancionatoria, por más cruenta que fuera.

 3

¿Qué consecuencias imprevistas podría generar la decisión de negar, a cada uno, la última decisión sobre sí mismo?

“El rebelde afirma la imposibilidad de la libertad total, al mismo tiempo que reclama para sí mismo, la libertad relativa necesaria para reconocer esta imposibilidad. Toda libertad humana, en su raíz profunda, es, por lo tanto, relativa.”[14]

La posición de Camus, en el párrafo citado, parte del reconocimiento del derecho a la rebelión, contra toda pretensión de absolutismo.

Una norma totalitaria como la que aquí comentamos -que contiene en sí misma el germen de lo inquisitorial, según hemos tratado de argumentar- supone la exacerbación de lo absoluto: la pretensión, desde el poder, de apropiarse de las mentes  y, necesariamente de los cuerpos, de los justiciables.[15]

¿Qué pasa, entonces, cuando se entiende que el cuerpo y la mente de los justiciables resultan materia normativa, es decir, cuando se aceptan como materialmente disponibles, desde el poder?

Retomando la distinción –en Alexy y en Raz- con la que iniciáramos estas líneas, parece insoslayable sostener que ante tales supuestos acaba por estructurarse un sistema normativo rígido, con notoria preeminencia de las reglas por sobre los principios.

Ello así en cuanto la optimización de mandatos requiere el reconocimiento de dos opciones igualmente valiosas, en abstracto, que deberán ponderarse ante el caso concreto y, en contraposición, la aceptación de la existencia primordial de razones superiores a la libertad ontológica (indisponible en todo sistema democrático y que Fernández Sessarego supiera identificar con tanta claridad, diferenciándola de la libertad fenoménica) importa la adopción de una lógica jerárquica y de integración vertical, que reconocerá una única voluntad legitimada para la graduación de los intereses en juego y, consecuentemente, un único momento de ponderación de esos intereses (y ya no de principios ni de razones): el de la instauración del deber ser en cuestión.

Ante semejante pretensión realizatoria, el intento de imponer compulsivamente la vida – intención declamada por el Consejo de Ministros para justificar su actuación y su urgencia en el caso de Eluana Englaro- no difiere en su fundamentación teórica –y con la salvedad expresa, claro está, de la adopción de un consecuencialismo utilitario extremo- de una hipotética intención de adjudicar la muerte o disponer sobre el inicio de una guerra. De allí su importancia y su peligrosidad. 

IV. Utilitarismo, relatividad, autonomía y límites del relato.

Una vez reconocidas ciertas prerrogativas, la discusión sobre los modos ocasionales de su ejercicio, en una u otra oportunidad, suele resultar estéril.

De ordinario, se comienza por consentir avasallamientos benéficos (por ejemplo, la conculcación de todo derecho a quien, por alguna circunstancia, ha concertado el reproche común) y anomias bobas[16].

Este protoutilitarismo intuitivo inicia, sin embargo, un largo camino hacia la incertidumbre: en algún momento, el beneficio del avasallamiento no resulta tan claro –al menos, no para todos- y el incumplimiento no se presenta tan inocuo. Pese a ello, la práctica social ya está instaurada y los reflejos de reacción frente la misma lógica que antes consentimos –y a la que, en ciertas circunstancias, tal vez hayamos adherido activamente- suelen no ser demasiado eficaces.

El derecho, en cuanto idea performativa, delimita en su instauración de aquella huella en la que somos, un marco de pensamiento probable.

“Si comprendemos mejor la naturaleza de nuestro argumento legal, conoceremos mejor qué clase de personas somos”  expresa Ronald Dworkin[17], en una posición que suscribimos.

Y en el interior mismo de esta formulación, el hecho de definir “qué clase de personas somos” a través del argumento legal que utilicemos –o en nuestro planteo, en el margen a instaurar dentro del marco de pensamiento por el que transitamos, como huella-  importa, por supuesto, la adopción de determinadas decisiones respecto a quienes hemos sido y a quienes queremos ser: qué conductas estamos dispuestos a tolerar, qué comportamientos nos resultan indiferentes, cuáles son las actitudes que compartimos.

Si por ejemplo sostenemos -como lo hacemos nosotros, huelga abundar- que toda imposición jurídica con pretensiones de legitimidad debe considerar al hombre, en tanto centro y fin del derecho[18], no será posible la instauración de escalas jerárquicas ni diferencias ontológicas entre contenidos o proyectos de vida[19], más allá del que necesariamente realiza cada justiciable, en el acaecimiento de su singular noción de lo justo, de lo prohibido y de lo deseable.

Cada hombre es, para sí mismo, su propia noción del universal que lo incluye[20] (esto es, su medida de la humanidad, que solo existe para él, en tanto que participa de ella) y, en mérito a la complejidad del individuo (aún incluido en un nosotros inabarcable; todo yo es, también, un universal inabarcable para quien lo enuncia) cualquier negación del carácter con-versado del conocimiento, supondrá una exclusión injustificable.

La imposición del silencio sobre sí –aún a uno solo de los justiciables-, nos retorna al totalitarismo: el envío de lo inefable hacia los atributos del discurso político asoma, así, como una decisión insostenible, a riesgo de devenir en la tolerancia hacia un llano ejercicio de inquisición.

En definitiva, aquella exigencia de reconocimiento de una libertad siempre relativa, de la que hablaba Camus, no es otra cosa, en términos estrictamente jurídicos, que la misma libertad autonómica a la que supo referir Arthur Kaufmann, con remisión expresa al concepto kantiano de achtung o exigencia de respeto natural exigido por toda prescripción jurídica en funcionamiento[21].

Libertad para la autonomía (en el reconocimiento del otro) y pretensión de relatividad, también, para el establecimiento de límites en el interior de la narración que el mismo poder intenta hacer, de sus facultades en curso.

V. A modo de conclusión: ¿hacia la ilegitimidad de las huelgas de hambre?

Queremos terminar este escrito volviendo sobre el mismo intento regulatorio que justificara su génesis y alertando sobre lo que podría ser una de las consecuencias más probables de su hipotética aprobación, según la redacción propuesta por el Consejo de Ministros: la ilegitimidad de tomar, libremente, la decisión de no alimentarse.

Tal ilegitimidad surge de un simple cotejo de esta propuesta conductual –que alguien adopta en mérito del ejercicio de su libertad ontológica y generalmente en resguardo de libertades fenoménicas, que entiende amenazadas[22]- con la interpretación amplia de la prescripción que enuncia: (que) “la alimentación y la hidratación, como formas de soporte vital y fisiológicamente finalizadas a aliviar el sufrimiento, no pueden ser rechazadas en ningún caso por las personas”

Es decir que, en mérito a esta normativa, en todos aquellos casos en que el Estado decida que una persona se alimente (lo que no obliga al poder estatal a garantizar alimentos para todos, desde ya) no hay posibilidad alguna de resistencia subjetiva, en cuanto el sujeto ya no existe: la escueta norma de un solo artículo ha culminado por objetivarlo.  

El tema, así enunciado, podría ser mucho más grave de lo que, a simple vista, parece.

Si la decisión sobre la continuidad de la vida de cada uno –con independencia del sentido de la disposición que, ocasionalmente, exprese- se desplaza hacia las prerrogativas propias del legislador ¿Dónde identificar una reserva de privacidad personal (y persona es aquí, la trágica máscara ritual que expone lo individual en lo genérico) que resguarde la libertad ontológica?

¿Qué márgenes instaura, dentro de su descripción colonizadora del espacio público, una norma que propone la alimentación e hidratación compulsiva, más allá de la voluntad de los justiciables?

En su adopción de una medida extrema de exigencia de relatividad en la libertad del poder –por utilizar los mismos términos de Camus, ya citados- quien inicia una huelga de hambre como método de protesta, dispone del dominio sobre su propio cuerpo en contraposición a los fines utilitarios de la comunidad que integra. En ese proceso se sustrae conscientemente del nosotros común que lo incluye.

Toda huelga de hambre supone así un envío de lo político hacia la reserva de privacidad de quien la asume y expone, en el espacio público, su visión de una falencia en la jerarquización valorativa imperante o, al menos, en algunos de los modos de su ejecución.

El sujeto que ayuna es, durante el tiempo en que la medida se desarrolle, la comunidad toda -incluyendo a quienes lo asisten, a quienes se solidarizan con él, pero también a aquellos que no acuerdan con su medida y al mismo poder que, parcialmente, reivindica como propio-.

A partir de la exhibición de su cuerpo dañado como señal -en una práctica similar a la que adoptaba sistemáticamente el derecho penal anterior al siglo XIX, historiado por Foucault, pero de representación antagónica a ésta, en cuanto el huelguista interviene sobre sí mismo y con la conciencia de la excepcionalidad de su obrar- quien así actúa expone un malestar, denota una premura, exige un cambio inmediato.

Tal requisito de inmediatez se relaciona, claro está, con la celeridad en la degradación del cuerpo. Y en esta exposición de lo inadecuado, en la restricción de lo político hacia la humanidad material de un sujeto en conflicto con el sistema; la república italiana no puede dejar de mirarse a sí misma y encontrar, en esa mirada, las marcas de un largo recorrido.

A través de su convulsionada historia, Italia ha sido un escenario propicio para el desarrollo de este tipo de protestas, primeramente identificadas con el marco de reivindicaciones carcelarias y, luego, adoptadas como práctica habitual por las organizaciones pacifistas.

En el ámbito carcelario, justamente -y en el mismo momento en que el Consejo de Ministros ha expresado su premura por la aprobación de la ley que aquí analizamos- los llamados ergastolani (condenados a prisión perpetua) desarrollan una huelga general que, con una duración prevista de tres meses y medio, abarca a innumerables unidades penitenciarias –con turnos rotativos de ayuno- y que se ha extendido, en solidaridad, hacia otros países de la Unión Europea.

Miles de personas reclaman, en Italia y en sus países vecinos, por un reconocimiento de la inconstitucionalidad de la sentencia de encierro sin límite temporal (atento a su contraposición con el principio de rehabilitación que debe regir a toda pena de prisión) y denuncian la muerte civil que su simple imposición acarrea.

“El ergastolo es inhumano porque, al decir en la sentencia que lo impone ‘fin de la condena: jamás’, priva del derecho a la espera, tanto a los condenados como a sus familiares” sostienen.

Sin ánimo de entrar en un análisis de pertinencia jurídica sobre este reclamo – el que, indudablemente, habría de requerir un abordaje específico- podemos observar que la asociación de las huelgas de hambre con el ámbito carcelario, inscribe su rastro en una insoslayable huella: recinto del excedente político que toda comunidad decide extirparse, en pos de la sanidad de su funcionamiento diario, las cárceles suponen aquel lugar social en el que el poder se ejerce de manera más directa.

Dada esta particularidad, la tentación inquisitorial puede tornarse sistémica y la objetivación del hombre recluido –la apropiación definitiva de su mente y, con él, de su cuerpo según hemos planteado ya- configura una aspiración habitual.

Así cuando el plexo de derechos individuales se exhibe fatalmente restringido; la respuesta de replicar el abuso sobre sí –en tanto el propio cuerpo del prisionero es uno de los pocos territorios visibles sobre los que éste puede aún, discutir sus condiciones con el sistema que lo recluye- deviene natural.

Sin embargo, en los últimos tiempos, las huelgas de hambre realizadas en el territorio italiano han perseguido reivindicaciones, también, de otras índoles.

En un breve repaso sobre algunos de los casos más resonantes de los últimos dos años, podemos observar:

a)      El caso de Giovanni Nuvoli, quien pretendía la legitimidad de la eutanasia, y falleció el 24/07/07 en la ejecución de su medida (el dramatismo de su pedido se exacerba al considerar que, poco más de un año después, la Iglesia Católica se negó a enterrar a Piero Welby, quien habría recurrido, sin autorización legal, al mismo método que Nuvoli pedía  para sí y que nunca consiguió)

b)      El reclamo de Wanda Montanelli, activista política de un pequeño partido (P.I.V), quien en abril de 2008, ayunó –por más de un mes- en busca de un mayor respeto a sus derechos de género en la discusión de la cosa pública.

c)      La protesta de Angela Marevantano, senadora y teniente de alcalde de la isla de Lampedusa, quien, en agosto del mismo año, inició una huelga de hambre por el cese de las llamadas tragedias al mar que involucraban a los inmigrantes ilegales -que, desde las costas extranjeras, intentaban llegar a la isla bajo su dominio político perdiendo la vida en el trayecto-.

d)      La cuestión de los indocumentados del Primer Centro de Acogida, ubicado precisamente en la Isla de Lampedusa –puerta italiana de entrada a Europa- en contra de la disposición que los retenía allí hasta ser restituidos a su lugar de origen.

Esta simple enumeración, persigue el único interés de graficar la importancia jurídica vital y la omnipresencia política que la medida en cuestión reviste para los italianos. Seguramente hay otros ejemplos de huelgas de hambre, desarrolladas aún durante el mismo periodo bianual (podemos, en tal sentido, nombrar el caso de un prisionero iraquí que ayunaba por la injusticia de su detención y falleció en el desarrollo de su protesta, despertando sospechas de abandono de persona sobre los ministerios de Justicia y de Relaciones Exteriores) y, evidentemente también, cada uno de estos supuestos exige un mayor detalle en la estructuración de su relato.

A los fines del presente trabajo nos parece, sin embargo, suficiente.

Entendemos medianamente notorio, luego de este análisis, que la criminalización de la disposición política sobre el propio cuerpo es una de las tantas consecuencias directas de la expropiación de las mentes, que esta norma permite.

Y desde ya que éste es un supuesto que, aún cuando escapara al plexo fáctico que rodeó la vida de Eluana Englaro y sus posibilidades de decisión sobre ella misma; nos parece, cuanto menos, arriesgado afirmar que resultara absolutamente ajeno a las intenciones no declamadas de la norma que intentó representar la prolongación de su crisis terminal.

 

 


 

 

NOTAS:

 

[1] Agradezco expresamente a la doctora Matilde Zavala de González, el haberme llamado la atención sobre la necesidad de comentar este intento de regulación jurídica. Creo, sinceramente, que si alguna vez elegimos la profesión de juristas fue, precisamente, para aportar de manera primordial sobre cuestiones como las que aquí se ven involucradas.

[2] En momentos en que estas líneas se escriben, el Parlamento italiano se encuentra discutiendo la redacción final de la ley y desde ya que, en razón de tal circunstancia, no resulta posible afirmar cuál va a ser –en el supuesto en que, la ley en cuestión, culminara por aprobarse- su formulación definitiva. Nos limitaremos, aquí, al análisis del primer intento regulatorio, articulado en el decreto impulsado por el primer ministro.

 

[3] ALEXY, Robert; Teoría de los derechos fundamentales, página 82.

[4] Raz, Joseph; Valor, respeto y apego, páginas 99-100.

[5] “En la lengua y mentalidad antiguas, las nociones de conocimiento y acción aparecen como estrechamente solidarias (…) En este sentido, la afirmación socrática, recogida por Platón, de que obrar mal es una ignorancia, un defecto de conocimiento, no es tan paradójica como hoy nos parece (…) “errar” es engañarse en el sentido más fuerte de un extravío de la inteligencia, de una ceguera que entraña el fracaso.”  VERNANT, Jean Pierre, Mitos y tragedias en la Grecia antigua, Tomo I, página 57.

[6] “Vivir, naturalmente, nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.” CAMUS, Albert; El mito de Sísifo, página 16.

[7] NINO, Carlos Santiago; página 256.

[8] Carlos FERNANDEZ SESSAREGO desarrolla esta diferenciación como presupuesto de todo su planteo sobre el reconocimiento del daño al proyecto de vida y a lo largo de toda su vastísima producción bibliográfica. Entre sus últimas publicaciones, pueden verse: “El ‘daño a la libertad fenoménica’ o ‘daño al proyecto de vida’ en el escenario jurídico contemporáneo” y “El ‘proyecto de vida’, ¿merece protección jurídica?” este último, con análisis de nuestras posiciones sobre el tema.

[9] La prístina identificación de los caracteres propios del totalitarismo es, a juicio de muchos entre los que nos incluimos, la gran contribución de esta autora a la evolución del pensamiento político occidental. A grandes rasgos, Arendt sostiene que un gobernante totalitario –a diferencia, por ejemplo, de un dictador- no prescinde, absolutamente, de la valoración de quienes están bajo su gobierno sino que, aún despreciándola e imponiendo sobre ella la valoración propia, en mérito a exclusivas razones de fuerza –en esto no hay diferencias entre uno y otro- el totalitario persigue, luego, la adhesión mayoritaria y activa de sus gobernados; objetivo que al dictador lo tiene sin ningún cuidado.

Arendt relaciona esta verificación, surgida en el marco de sus investigaciones sociológicas, con la tipología genérica de uno y de otro: mientras el gobernante totalitario suele presentarse como “uno más”, que encarna una difusa y abstracta “voluntad común”, el dictador exhibe su superioridad sobre los gobernados, a quienes desprecia. Ambos se sienten elegidos; no obstante, el primero cree encarnar valores supremos relacionados con el destino del colectivo que dirige (el “pueblo”, la “nación”, la “raza”) mientras que el segundo persigue la realización de objetivos individuales, surgidos de su propia valoración y más allá de que, ocasionalmente, considere que los mismos convienen al conjunto de sus gobernados.

[10] ARENDT, Hanna; La condición humana, páginas 237-238.

[11] Dice Rorty: “El dolor no es algo lingüístico. Es el vínculo que a los seres humanos nos liga con los animales que no emplean el lenguaje. Por eso las víctimas de la crueldad, las personas que están padeciendo, no tienen algo semejante a un lenguaje. Por eso no hay cosas tales como ‘la voz del oprimido’ o ‘el lenguaje de las víctimas’. El lenguaje que las víctimas una vez usaron, no opera ya, y están sufriendo demasiado para reunir nuevas palabras. Así pues, el trabajo de llevar su situación al lenguaje tendrá que ser hecho, en su lugar, por alguna otra persona. El novelista, el poeta o el periodista liberales son idóneos para eso. El teórico liberal, habitualmente no lo es.” RORTY, Richard; Contingencia, ironía y solidaridad, página 112.

A esta formulación agregaríamos la observación siguiente: si el dolor es ajeno al lenguaje, el responsable del discurso social (la instauración de lo jurídico) debiera reconocer su presencia como un límite aporético. Nadie menos capacitado que el legislador, a nuestro juicio, para sustituir –y entonces, negar- el discurso de aquellos a quienes Rorty llama “las víctimas”.

[12] FOUCAULT, Michel; Vigilar y castigar, página 16.

[13] FOUCAULT, Michel; ib idem.

[14] CAMUS, Albert; El hombre rebelde, página 334.

[15] Sobre la clarísima huella marcada por Hannah Arendt respecto a la diferenciación entre totalitarismos y dictaduras, a la que aludíamos en una nota anterior, podemos inscribir nuestro rastro: si una dictadura pretende apropiarse del cuerpo (y lo mismo un sistema penal extremo en su crueldad) el totalitarismo persigue el objetivo de incautar las mentes.

Sin embargo, mientras que la expropiación solo del cuerpo es posible -en cuanto  respeta la posibilidad última esbozada por Nino; la inalienabilidad de la decisión de incumplimiento más allá de las circunstancias (aquello de que “siempre existe la posibilidad de elegir, al menos, la muerte)- la captación solo de la mente, no lo es: al negar toda posibilidad de elección; la pretensión de captar la mente incluye, también, al cuerpo sobre el que va a imponerse el cumplimiento forzado.

 

[16] La caracterización de la anomia boba es un aporte de Carlos S. Nino y refiere al incumplimiento de las normas “porque sí, nomás” esto es, la adopción de una conducta contraria a lo establecido por el ordenamiento común, sin que ello importe ningún beneficio para nadie y sin perseguir ningún objetivo concreto en la transgresión.

[17] DWORKIN, Ronald, El imperio de la Justicia, página 22.

[18] Para abundar en este planteo es posible ver BURGOS, Osvaldo R., Será ficción. De Hamlet, Nietzsche y la (in)justicia del ser representado. El Derecho en la sociedad desestructurada, página 156

[19] El proyecto de vida, según advirtiera el profesor Carlos FERNÁNDEZ SESSAREGO, supone aquello que la persona aspira a ser, en el ejercicio de  su libertad fenoménica. Su decisión se asienta, sin embargo, en lo que cada uno es, en el instante mismo de la opción -que según KIERKEGAARD supone una instancia de locura, por la negación que conlleva- es decir, en el sustrato del yo configurado por la libertad ontológica.

En términos nietzscheanos deben diferenciarse, en un planteo similar: 1- el hombre como obra de arte ( como creación en la que radica la libertad ontológica) y 2-  el hombre como artista (creador que actúa sobre sí mismo, a partir de su libertad fenoménica, que incluye siempre un proyecto vital)

[20] BURGOS, Osvaldo R., ob. cit., página 121.

[21] Dice Dworkin respecto a este planteo kantiano de una necesaria  predisposición al respeto generada por la norma –lo que nosotros hemos dado en llamar, en reiteradas instancias, predisposición a la creencia en ella- que comparte y amplía: “No podemos colocar todas las disposiciones estatutarias y de derecho consuetudinario que nuestros jueces hacen cumplir bajo un esquema coherente de principio. Pero sin embargo, aceptamos la integridad de un ideal político. Parte de nuestra moralidad política colectiva es que dichos compromisos son equívocos y que la comunidad en su totalidad y no funcionarios individuales, debe actuar por principios.” DWORKIN, Ronald; ob cit., página 137

[22] Siguiendo el planteo de Carlos FERNÁNDEZ SESSAREGO, precedentemente expuesto.

 


 

** Doctrinario permanente de  Microjuris Argentina.

Autor extranjero invitado de Persona e Danno (Milán, Italia).

Columnista revista Póliza (Uruguay) y GoSeguros (Bs. As).

Colaborador habitual Suplemento de Seguros de Eldial.com (Argentina).

Docente en Derecho de Seguros de Diario Judicial (Argentina).

E-mail: osvaldo@burgos-abogados.com.ar

 


 

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