Derecho & Cambio Social

 
 

 

El Código procesal constitucional peruano: Un paso importante para la consolidación del Estado constitucional en el Perú

Christian Donayre Montesinos (*)

 


   

 

I.                   NOTA INTRODUCTORIA

 

            Podría afirmarse que es el pleno ejercicio de los derechos fundamentales el fin de todo Estado Constitucional que se precie de serlo. Para tal efecto entonces es menester tener a mano una serie de herramientas específicas, expeditivas y efectivas listas a ser puestas en práctica en caso que el Estado se desentienda de dicho fin o cumpla con él insuficientemente. Justamente son los procesos constitucionales aquellas herramientas con las cuales contamos a fin de evitar que nuestros derechos constitucionalmente protegidos se vean menoscabados sea por la actuación de un órgano jurisdiccional, de una entidad de la Administración Pública y/o por cualquier particular. Dichos procesos constitucionales hoy en el Perú se encuentran regulados en un cuerpo orgánico que ha buscado darles un tratamiento sistemático y revestirlos de una serie de mecanismos acordes con los fines que se les confían: el Código Procesal Constitucional.

 

            Por su singular importancia para comprender los alcances de este trabajo, haremos, primero, un breve recuento de lo que ha sido la evolución del Estado frente a los derechos fundamentales: el paso del Estado liberal al Estado social y de éste al Estado social y democrático de Derecho. Luego veremos de manera muy sucinta en qué consiste el Estado Constitucional y describiremos de forma resumida algunos de los elementos que consideramos indispensables para su plena vigencia, elementos que nos permitirán poner en sus justos términos el relevante papel que juegan los procesos constitucionales y las ventajas que trae consigo el contemplarlos en un Código, tal como lo ha hecho la Ley Nº 28237.

 

II.                DEL ESTADO DE DERECHO AL ESTADO CONSTITUCIONAL

 

            Considerado actualmente el norte o la meta a la cual aspira llegar todo Estado, el Estado Constitucional podemos definirlo fundamentalmente en base a tres elementos: la supremacía del texto constitucional, el control y la limitación del poder, y, finalmente, y no por ello menos importante, el reconocimiento, respeto y tutela de los derechos fundamentales.

 

            Aun cuando suelen atribuirse las pautas arriba enunciadas a un Estado de Derecho, bien es sabido que en rigor un Estado de Derecho lo es todo Estado en tanto cuenta con normas que regulan la conducta de sus órganos y de las personas que habitan o están en tránsito en él, independientemente de que su accionar se caracterice por respetar la Constitución y los derechos fundamentales de sus ciudadanos. En ese sentido, bien podríamos calificar como Estado de Derecho a un Estado dictatorial como otro más bien de corte democrático.

 

Uno de los mayores logros, si es que no es el principal, de la revolución francesa y de otros movimientos de similar entidad como la revolución norteamericana, fue el reconocimiento de la libertad de la persona. Las afectaciones a esta condición humana durante el régimen absolutista-monárquico conllevaron a que una vez logrado dicho reconocimiento se limitara la labor del Estado, en líneas generales, a una mera abstención. En otras palabras, los individuos son libres y el Estado en rigor debe garantizar dicha libertad, pero no debe intervenir en el ejercicio de la misma. A diferencia de lo que ocurrirá luego con los derechos económicos, sociales y culturales, en este contexto al Estado no se le exigía una participación activa en el ejercicio de los derechos fundamentales, sino y sobre todo una labor pasiva. Era evidente entonces que en la población de aquella época, aún se mantenía latente la experiencia de hace algunos años atrás, en donde el Estado no había hecho más que restringir y hasta desconocer las libertades fundamentales de la persona a través de su accionar.

 

Y es que es de conocimiento general que la experiencia anterior, en donde el Estado tuvo una actitud más activa frente a los derechos fundamentales no fue alentadora, por lo que limitarle dicha potestad parecía ser la salida más adecuada. De esta manera, se consolida el Estado liberal de Derecho en occidente sin percatarse, en su momento, de las consecuencias que ello acarrearía en la sociedad.

A medida que pasó el tiempo, el Estado liberal, como era de esperarse, entró en crisis. Y es que las exigencias de un mundo industrializado, en pleno desarrollo, hicieron de la sociedad un entramado de relaciones mucho más complejo. La población se percató de que el sólo reconocimiento de la libertad de las personas, acompañado de un rol abstencionista del Estado, aunque en sentido estricto cumplía un papel de garante de las libertades fundamentales, no era ya la respuesta a las nuevas circunstancias.

El liberalismo de la época fue puesto en cuestión y comienza a vislumbrarse una nueva relación ciudadano-Estado. De esta manera, se presenta un cambio en la visión del Estado: pasa de ser considerado como un sujeto del cual defenderse, pues constituye un enemigo de la autonomía individual, a un elemento decisivo para la liberación social.

 

Sin lugar a dudas, el principio de igualdad fue un elemento detonante en este escenario. El Estado liberal, al reducirse a un reconocimiento de la libertad de los individuos y sin una actitud más activa en su ejercicio, suscitó que en la realidad social, la desigualdad que de por sí era evidente en la época se acrecentara. El hecho de que todos sean igualmente libres, no involucraba necesariamente que todos sean a su vez iguales socialmente. Contrario a lo que se podía pensar, los ricos continuaron haciéndose más ricos y los pobres vieron reducirse sus condiciones y calidad de vida. El liberalismo llevó, pues, a una mera igualdad formal que muy poco trascendía al nivel social y económico de las personas.

 

Va a ser, en consecuencia, en este contexto en donde surge la llamada “cuestión social”. Es decir: la búsqueda de la igualdad material en la sociedad y la necesaria existencia de mecanismos para lograr dicho objetivo. La labor garante que en estas circunstancias correspondía entonces al Estado no era ya la de mera abstención. Sin duda, históricamente los derechos fundamentales se han erigido con el objetivo de tutelar la autonomía individual frente a injerencias externas, como es principalmente el caso del aparato estatal. Sin embargo, hoy se le exige además un compromiso mayor a éste, y es el de crear las condiciones necesarias para que los individuos puedan lograr aquella ansiada igualdad material.

 

A lo dicho hasta aquí habría que añadir el hecho de que los avances tecnológicos de la época hicieron visible además que no todos los individuos contaban con los medios suficientes para acceder a ellos, con lo cual correspondía al Estado, y a la sociedad en su conjunto, el crear los mecanismos para que ello alguna vez llegue a ser posible. Asimismo, y como se dijo anteriormente, este desarrollo tecnológico e industrial de la época hicieron de la sociedad una realidad mucho más compleja, en donde el individuo con la sola arma de su libertad no contaba con muchas probabilidades para sobrevivir dignamente.

 

Ahora bien, estas breves consideraciones históricas y doctrinarias posteriormente se verían reflejadas a nivel normativo, estableciendo así los cimientos de lo que hoy conocemos como el Estado social. Inclusive ya a fines del siglo XVIII vamos a encontrar algunas normas que reconocen lo que hoy se denominan “derechos económicos, sociales y culturales”. Y es que, derechos como al trabajo, educación, salud, seguridad social, entre otros, son los que precisamente demandan una labor sobre todo prestacional por parte del Estado, frente a los cuales no obstante mantuvo una actitud más inhibida en un esquema liberal. Se conviene[1] así en resaltar las Constituciones de Querétaro (1917) y Weimar (1919) como los hitos fundamentales en el reconocimiento de estos derechos a nivel normativo[2].

 

Con la importancia que adquirieron paulatinamente los derechos de participación política y la reproducción de la forma democrática de gobierno en diversos países del orbe, aunada a la consolidación del Estado social antes descrito, surge lo que se denomina el Estado social y democrático de Derecho, esto es, un Estado en el que el rol que se le atribuye es más activo en aras del libre y pleno ejercicio de los derechos fundamentales, incluidos los de índole social, económica y cultural; y en el que las minorías serán escuchadas creándose mecanismos para tal efecto, mecanismos que les permitan canalizar sus demandas y controlar a la mayoría, evitando el uso desmedido de la cuota de poder que se le reconoce a ésta.

 

III.             NOTAS SOBRE EL ESTADO CONSTITUCIONAL: SUCINTA DESCRIPCIÓN DE  ALGUNOS DE SUS ELEMENTOS QUE CONSIDERAMOS FUNDAMENTALES

 

Ahora bien, pero como ya habíamos señalado líneas arriba, hoy se hace referencia más bien a un Estado Constitucional como la aspiración de todo Estado que se considera comprometido con los fines que en esencia le corresponden, lo cual supone mecanismos de control y limitación del poder; el reconocimiento, respeto y tutela de los derechos fundamentales; y el respeto y aseguramiento de la supremacía de la Constitución en tanto norma fundamental. Veamos entonces en qué consisten cada uno de los parámetros mencionados y cómo es que el Código Procesal Constitucional peruano constituye un paso importante para aproximar su consolidación en nuestro país.

 

III.1 EL CONTROL Y LA LIMITACIÓN DEL PODER COMO PAUTA ESENCIAL PARA CONSEGUIR LOS FINES DEL ESTADO

 

Una primera manifestación del control y la limitación del poder la constituye el imperio de la ley, entendida como norma que acoge la voluntad general y no precisamente los requerimientos particulares del gobernante de turno, como sucede en un esquema dictatorial. Esto supone, a la vez, el sometimiento del ejercicio del poder político a reglas preestablecidas, con cierto margen de discrecionalidad, pero proscribiendo el comportamiento arbitrario de las diferentes dependencias de la Administración Pública. Son precisamente esas reglas preestablecidas, acordes con la voluntad general, las que le otorgan cierta predictibilidad a la acción estatal, no pudiendo, en consecuencia, el Estado actuar sin dejar de observarlas.

 

De lo que hemos acabado de señalar se deduce claramente la segunda manifestación del control y la limitación del poder como pauta propia de un Estado Constitucional, y es que si toda conducta del Estado debe ampararse en la ley, en tanto norma que expresa la voluntad general, qué duda cabe que ello resulta exigible máxime si estamos ante la Administración Pública, que constituye aquel conjunto de organismos del Estado que está en constante relación con los propios ciudadanos y sus intereses.

 

Justamente por la permanente interacción en que se encuentra la Administración Pública con las personas, es que es posible que aquélla eventualmente lesione o amenace sus derechos fundamentales. Existiendo, por ejemplo, actividades para las cuales la Administración debe otorgar un determinado permiso o licencia a fin de que sean realizadas por los ciudadanos, se hace necesario contar con mecanismos de control que permitan evitar que ella haga un uso arbitrario de dicha cuota de poder. Por consiguiente, el sometimiento de la Administración al principio de legalidad se erige como un elemento de imprescindible consideración en un Estado Constitucional.

 

Sin embargo, la Administración Pública en tanto es gestionada y manejada por seres humanos, no está libre de incurrir en algunos errores, que, por cierto, pueden conducir a una grave violación de derechos fundamentales, por lo que es necesario contar con mecanismos de control a fin de evitar o corregir aquellos errores, y eventualmente, sancionar a los responsables. De allí que resulta también muy importante contar con un sistema de control y responsabilidad de la Administración Pública.

 

La interrogante respecto de quién efectuará tal control y determinará la responsabilidad de la Administración nos conduce a la tercera manifestación de la pauta del Estado Constitucional que venimos comentando. Y es que, aun cuando ha sufrido algunos matices en su comprensión original, el principio de la separación o división de poderes sigue teniendo mucha relevancia para todo Estado Constitucional que se precie de serlo[3].

 

Si bien en sentido estricto el poder del Estado es uno y su ejercicio se divide más bien en funciones, dichas funciones deben confiarse a diferentes órganos u organismos a fin de evitar la concentración del poder en pocas manos y, de esa forma, un eventual ejercicio abusivo de él. No obstante, contrario a lo que pueda pensarse, tal división de funciones no supone una separación rígida, sino relaciones de cooperación, coordinación y control entre ellas, es decir, un equilibrio en la distribución de las funciones, una lógica de pesos y contrapesos.

Un ejemplo de estas relaciones de control que existen entre los organismos que detentan las funciones del Estado lo constituye el proceso contencioso administrativo. A través de él, será entonces la judicatura ordinaria, y no la propia Administración, la que se encargará de resolver con carácter de cosa juzgada un asunto en torno al cual existe un conflicto de intereses o una situación de incertidumbre con relevancia jurídica y en la que la Administración Pública se encuentra involucrada[4]. El control de constitucionalidad, que se confía a un órgano distinto al propio Congreso[5] o al Gobierno, y sobre todo con fisonomía jurisdiccional, como es precisamente la judicatura ordinaria y el Tribunal Constitucional, es también un claro ejemplo de lo que hoy supone la noción de la división de funciones como principio que inspira la gestión del poder político[6].

III.2 EL RECONOCIMIENTO, RESPETO Y TUTELA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES COMO FIN ÚLTIMO DEL ESTADO

Todo lo anteriormente reseñado no tiene otro fin más que el de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos fundamentales. Ya hemos visto como desde el Estado liberal, en el que se privilegió justamente la libertad de las personas, con las desventajas a las que condujo, hasta el Estado social, han sido en buena cuenta los derechos fundamentales el eje sobre el cual ha girado el papel del Estado. Lo mismo ocurre en el mismísimo Estado social y democrático de Derecho en tanto respetuoso de los derechos de las minorías y de la voluntad general. Y es que, es en buena cuenta en nuestra opinión la plena vigencia de los derechos fundamentales el fin último del Estado.

Ahora bien, nosotros nos referimos a un reconocimiento, respeto y tutela de los derechos fundamentales en virtud de que, en primer lugar, el reconocerlos supone el consagrarlos en una norma jurídica, por lo tanto resultan exigibles, máxime si se encuentran recogidos en el texto constitucional. En segundo término, hablamos de respeto en tanto el Estado debe evitar que se produzcan injerencias arbitrarias que obstaculicen, perturben o priven el ejercicio de los derechos fundamentales. Por último, todo lo antes señalado servirá de muy poco o nada si no contamos con mecanismos procesales a través de los cuales podamos cuestionar aquellas conductas u omisiones que consideramos amenazan o lesionan nuestros derechos, y si no tenemos un aparato jurisdiccional a nuestra disposición que responda a los requerimientos que ese tipo de procesos demanda. En ese sentido, la tutela de los derechos fundamentales se erige como una pieza esencial para la consolidación del Estado Constitucional.

III.3 LA SUPREMACÍA DE LA CONSTITUCIÓN Y LA OBLIGACIÓN DEL ESTADO DE ASEGURARLA Y PRESERVARLA

Finalmente, hoy en día se busca, cada vez con más ahínco, poner de relieve la importancia de la Constitución, como quiera que se trata de la norma fundamental emanada del pueblo a la cual deben someterse las diversas manifestaciones del ejercicio del poder político. Esta preocupación se debe a que en experiencias como las ocurridas en el siglo XVIII y XIX, la norma constitucional era vista sobre todo como una serie de pautas orientadoras para el ejercicio del poder político que bien podían ser dejadas de lado, es decir, la Constitución era considerada como un mero código político.

Actualmente, sin embargo, va a ser su carácter de norma jurídica el que se busca destacar, sin perjuicio del carácter político que también ostenta. Y es que como tal, resulta de obligatorio cumplimiento para todos, tanto para los órganos del aparato estatal como para los mismos particulares. Esto último es lo que Ihering calificó como la “fuerza vinculante bilateral de la norma”[7]. Como ocurre también en el caso de los derechos fundamentales, que por cierto se encuentran recogidos en la Constitución, la tutela de su supremacía resulta entonces de singular relevancia. El texto constitucional toda vez que recoge los parámetros de validez formal y de validez material de las normas del ordenamiento jurídico de un país, debe contar con mecanismos procesales específicos, expeditivos y efectivos que le garanticen tal posición dentro del sistema jurídico. Aquellos mecanismos a los que hacemos referencia son, pues, los denominados procesos constitucionales.

IV.              EL ROL DE LOS PROCESOS CONSTITUCIONALES EN UN ESTADO CONSTITUCIONAL, A PROPÓSITO DEL CÓDIGO PROCESAL CONSTITUCIONAL PERUANO

Como bien puede haber observado el lector, la labor que se le confía a los procesos constitucionales no es poca cosa frente a un escenario como el que vivimos hoy en día en el que la producción normativa ya no es exclusiva del Congreso de la República y ha aumentado considerablemente, en donde las dimensiones del aparato estatal han crecido, independientemente del rol subsidiario que parece atribuírsele actualmente; en el que los avances tecnológicos han puesto sobre el tapete los alcances de derechos como a la intimidad, a la propiedad intelectual, entre otros; en donde la autonomía privada parece ir adquiriendo cada vez mayores márgenes de acción; y un largo etcétera.

Frente a un contexto como el descrito, el revestir a los procesos constitucionales de aquellos rasgos que les permitan cumplir a cabalidad la importante y delicada tarea que se les confía parece ser un asunto de primer orden. Asimismo, resulta necesario brindarle a los ciudadanos las mayores facilidades para que puedan tener acceso a estos procesos y conocer los eventuales requisitos para que sean puestos en práctica, requisitos que por cierto considerando la especial función que se les atribuye, deben ser flexibles. Esto último, sin incurrir en excesos que terminen desnaturalizándolos. Los efectos de las sentencias que se dicten sobre el particular y cómo serán ejecutadas, así como los recursos que tiene a su disposición para cuestionar la decisión con la cual se encuentra disconforme y los plazos previstos para su resolución, son tan sólo otros de los temas que a toda persona le interesan saber. Sin embargo, el acceso a toda esa información puede resultar muy difícil si son más bien un conjunto de disposiciones emitidas en tiempos distintos y de forma desordenada las que se encargan de normar los procesos constitucionales.

Es por lo expuesto, que el regular los procesos constitucionales en un único cuerpo normativo y darles un tratamiento orgánico y sistemático resulta una tarea saludable para lograr los fines de un Estado Constitucional. Y es que, contrario a lo que pueda pensarse, la Ley Nº 28237, mas conocida como el Código Procesal Constitucional, no sólo reúne los diferentes procesos que la Constitución de 1993 reconoce en su artículo 200º (aun cuando el proceso de cumplimiento, en rigor, no debiera ser considerado un proceso constitucional[8]), sino que además ha tratado de brindarles, en líneas generales, una regulación que contribuya y facilite la consecución de los importantes fines que se les confían.

A pesar del debate existente en torno a las ventajas que trae consigo la codificación del derecho procesal constitucional[9], somos de la opinión que el Código Procesal Constitucional peruano, con todas sus virtudes y, como toda obra humana, perfectible, contribuye a poner en su justo lugar la tutela de los derechos constitucionalmente protegidos.

  

V. BIBLIOGRAFÍA

-         DE CASTRO CID, Benito. Los derechos económicos, sociales y culturales. Análisis a la luz de la teoría de general de los derechos humanos. León: Universidad de León, Secretariado de Publicaciones, 1993.

 

-         DÍAZ, Elías. Estado de Derecho y Sociedad Democrática. Madrid: Taurus, 1969.

 

-         DÍAZ RICCI, Sergio. Necesidad de un Código Procesal Constitucional. En: VEGA GÓMEZ, Juan y CORZO SOSA, Edgar (Coordinadores). Instrumentos de tutela y justicia constitucional. Memoria del VII Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional. México: UNAM, 2002.

 

-         DÍAZ RICCI, Sergio. El primer Código Procesal Constitucional de Latinoamérica. En: Revista Peruana de Derecho Público. Año 1, Nº 1. Lima: Editorial Jurídica Grijley, diciembre 2000.

 

-         GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo. La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional. Tercera edición. Madrid: Editorial Civitas, 1985.

 

-         MONROY GÁLVEZ, Juan. Introducción al proceso civil. Tomo I. Bogotá: Témis, 1996.

 

-         PÉREZ ROYO, Javier. Tribunal Constitucional y División de Poderes. Madrid: Tecnos, 1988.

 

-         SAGÜÉS, Néstor Pedro. La codificación del derecho procesal constitucional. En: FERRER MAC-GREGOR, Eduardo (Coordinador). Derecho Procesal Constitucional. Primera edición. México: Editorial Porrúa, junio 2001.

 

 

 


 

 

NOTAS:

 

[1] Véase DE CASTRO CID, Benito. Los derechos económicos, sociales y culturales. Análisis a la luz de la teoría de general de los derechos humanos. León: Universidad de León, Secretariado de Publicaciones, 1993, p. 48 y ss, en especial p. 53; entre otros.

[2] No obstante, resulta necesario señalar que algunos derechos económicos, sociales y culturales ya venían siendo proclamados en algunos documentos hace algunos años atrás. Puede revisarse por ejemplo los artículos 17°, 21° y 22° de la Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano incluida en el proyecto de Constitución de la República francesa de 24 de junio de 1793. Luego, en el año 1848, en la Constitución francesa de la Segunda República, a pesar de su corta vigencia (tres años), también encontraríamos alguna mención a lo que aquí denominamos “derechos económicos sociales y culturales”. Un ejemplo de nuestra reciente afirmación lo constituye el artículo 13° de la Carta aquí mencionada.

Sin embargo, y como ya adelantamos, van a ser las cartas constitucionales de Querétaro y Weimar las que se encargarían de dar a estos derechos un tratamiento más sistemático, detallado y de amplio reconocimiento. Este ejemplo sería posteriormente digno de ser reproducido por diversas constituciones europeas y americanas. Luego contaríamos inclusive con tratados internacionales sobre la materia, algunos lo harían de manera más general, junto con otros derechos fundamentales, como es el caso de la Declaración Universal de Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano (1948), la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano (1948), el Convenio Europeo para la protección de derechos fundamentales y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969); mientras que otros lo harían de manera más específica como es el caso del Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) o el Protocolo Adicional de la Convención Americana sobre Derechos Humanos sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, por citar tan sólo algunos ejemplos.

[3] Las tres manifestaciones del control y la limitación del poder como parámetro propio de todo Estado Constitucional que se precie de serlo, es decir, el imperio de la ley, el sometimiento de la Administración al principio de legalidad y la separación o división de poderes, son muy bien desarrolladas en el trabajo de DÍAZ, Elías. Estado de Derecho y Sociedad Democrática. Madrid: Taurus, 1969, p. 31 y ss.

[4] Aquí hacemos nuestra, en líneas generales, la definición de jurisdicción esbozada por Juan Monroy Gálvez en su libro Introducción al proceso civil. Tomo I. Bogotá: Témis, 1996, p. 213 y ss.

[5] A excepción de la experiencia francesa, que constituye un ejemplo de control de constitucionalidad a través de un órgano político, aunque paulatinamente ha ido asumiendo rasgos más bien jurisdiccionales.

[6] Al respecto resulta de particular relevancia los comentarios de PÉREZ ROYO, Javier. Tribunal Constitucional y División de Poderes. Madrid: Tecnos, 1988.

[7] Sobre el carácter normativo de la Constitución recomendamos revisar, entre los diferentes trabajos que se han escrito al respecto, GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo. La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional. Tercera edición. Madrid: Editorial Civitas, 1985, p. 49 y ss.

[8] El proceso de cumplimiento, como es sabido, busca fundamentalmente tutelar el principio de legalidad y el correcto funcionamiento de la Administración Pública, fines desde luego atendibles, pero que no involucran directamente la supremacía de la Constitución.

[9] Tema que ha sido muy bien abordado por el destacado profesor argentino Néstor Pedro Sagüés en ensayos como La codificación del derecho procesal constitucional. En: FERRER MAC-GREGOR, Eduardo (Coordinador). Derecho Procesal Constitucional. Primera edición. México: Editorial Porrúa, junio 2001, p. 196. Existe una segunda edición de esta misma obra, y es en el Tomo I de ella en donde encontramos el trabajo del profesor rosarino aquí citado (p. 291 y ss). Véase también los interesantes comentarios sobre el particular de DÍAZ RICCI, Sergio. Necesidad de un Código Procesal Constitucional. En: VEGA GÓMEZ, Juan y CORZO SOSA, Edgar (Coordinadores). Instrumentos de tutela y justicia constitucional. Memoria del VII Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional. México: UNAM, 2002, p. 156; así como El primer Código Procesal Constitucional de Latinoamérica. En: Revista Peruana de Derecho Público. Año 1, Nº 1. Lima: Editorial Jurídica Grijley, diciembre 2000, p. 269-274, del mismo autor; entre otros.

 


 

(*)  Profesor de Derecho Constitucional de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

E-mail: christiandonayre@hotmail.com

 


 

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