Derecho & Cambio Social

 
 

 

La política a partir de Kennedy

Daniel Echaiz Moreno (*)

 


   

              La lectura ofrece el sublime placer de viajar por el tiempo y sumergirse en la historia que el autor nos quiere narrar. Y, precisamente, hemos disfrutado una vez más ese placer con la reciente lectura del libro biográfico “John F. Kennedy” del francés André Kaspi, publicado en idioma español por Ediciones Folio en el año 2003. Se trata, sin el menor atisbo de duda, de una obra fascinante que provoca en el lector la sensación, no sólo de transitar por la vida de uno de los políticos más importantes del siglo XX, sino también de percibir la realidad estadounidense de aquel entonces y, por qué no, de otros países del orbe que se relacionan con Estados Unidos. Cuestión aparte, es imposible evitar la visión comparativa entre aquel país nórdico de la década del 60 y el Perú actual de inicios del siglo XXI; apreciaremos que, contrariamente a lo que pudiese pensarse, en el terreno político existen más semejanzas que diferencias.

En el prólogo, el connotado abogado español Antonio Garrigues Walker sostiene que André Kaspi también se dejó fascinar por John F. Kennedy, un personaje mejor valorado en Europa que en su propio país, según se lo afirmaba su padre, embajador de España en Estados Unidos durante toda la presidencia de Kennedy. Quizás aquí se compruebe, una vez más, aquel adagio popular que “nadie es profeta en su propia tierra” y, por lo mismo, el presidente Alejandro Toledo no debería asombrarse, de acuerdo a sus propias declaraciones, a que lo aplaudan en Washington y no en Perú. Y es que la política, como veremos en el devenir de estas líneas, se mantiene inmutable a través del tiempo en cuanto a su esencia; solamente varían sus matices. Poco o nada puede hoy inventarse en política; sin embargo, sí es posible redefinirla, reimpulsarla y reconducirla.

El libro citado contiene 11 capítulos. Atendiendo a las naturales limitaciones impuestas por el formato de las revistas, hemos elegido un breve texto representativo sólo de cada uno de los cuatro primeros capítulos, acaso de la manera más arbitraria, pero que consideramos son dignos de destacarse y, por ende, los hemos transcripto. A continuación de ellos se consignan nuestros comentarios que, a partir de la lectura de la obra, suscitaron además la reflexión en torno a cuestiones de política nacional.

CAPÍTULO I: EL ASESINATO DEL PRESIDENTE.-

Dallas no resume los mil días de una presidencia, ni los diecisiete años de una vida política, ni los cuarenta y seis de una existencia. Actualmente, lo que más se recuerda del presidente Kennedy es que fue asesinado y que nadie sabe, verdaderamente, quién le mató. Pero Kennedy es, ante todo, con sus defectos y sus cualidades, el producto de un medio social y de un régimen político. A través de su historia, aparece la de Estados Unidos a mediados del siglo XX.

El político francés Georges Benjamin Clemenceau (1841-1929) decía en su lenguaje usualmente sarcástico que “cuando un político muere, mucha gente acude a su entierro, pero lo hacen para estar completamente seguros de que se encuentra de verdad bajo tierra”. Esto no se cumplió en el caso del presidente Kennedy porque su fallecimiento enlutó al mundo entero y, dentro de las fronteras estadounidenses, fue una trágica noticia incluso para sectores sociales tradicionalmente marginados como el de los negros, pero que fueron quienes apoyaron en gran medida su ascenso a la primera magistratura.

Ciertamente el episodio de Dallas es un acontecimiento, aunque funesto, memorable e imposible de obviar cuando se hace referencia al presidente Kennedy. Empero, como acertadamente lo resalta el autor André Kaspi, aquél es más que eso y, por su intermedio, puede avizorarse la situación política y social de aquel entonces. Y es que el político, a pesar de la triste degeneración actual de su concepto, constituye, en tanto representante, el reflejo de sus representados, sin olvidar que, de acuerdo a la concepción aristotélica, “el hombre es, por naturaleza, un animal político”.

La política en su exacta dimensión es maravillosa; lamentablemente, “esa política” hoy en día ya no existe. Se ha visto perturbada por el incorrecto actuar de sus agentes, es decir los políticos, quienes han hecho de la mentira su tarjeta de presentación y, con falsas promesas, engatusan vilmente a los electores, no faltando la cuota de corrupción que encrudece aún más esta terrible situación. De ahí que el ex presidente de la república francesa Charles de Gaulle (1890-1970) sostuviera que “como los políticos nunca creen lo que dicen, se sorprenden cuando alguien sí lo cree” y que el célebre británico Winston Churchill (1874-1965) ensayara con ironía el siguiente consejo: “El político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué fue que no ocurrió lo que él predijo”. Y el escritor español Enrique Poncela (1901-1952) es lapidario cuando manifiesta que “el que no se atreve a ser inteligente se hace político”.

El sensacionalismo ocasiona que la presidencia de Kennedy se reduzca injustamente a su trágica muerte y se descuide el análisis acucioso de su labor como mandatario del país más importante del mundo. Así, poco se recuerda que provee de una gran fuerza militar a Estados Unidos, aumentando el presupuesto del sector Defensa en más de US$ 5 mil millones en tan sólo dos años; y que brinda ayuda económica a los países subdesarrollados creándose la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID por sus siglas en inglés). Asimismo, que combate el comunismo, por considerarlo atentatorio de la paz mundial, y lo efectúa principalmente a través de la Guerra de Vietnam y sus afrentas con el régimen de Fidel Castro en Cuba; al respecto, explica: “El precio de la libertad es siempre elevado, pero América siempre ha pagado este precio. Sólo hay un camino por el que nunca avanzaremos: el de la capitulación y la sumisión. Nuestro objetivo no es la victoria de la fuerza, sino la defensa del derecho. No se trata de la paz a expensas de la libertad, sino de la paz y la libertad en este hemisferio. Y esto mismo lo deseamos para el mundo entero”.

También hay que considerar que promueve, junto a los demás países industrializados, la llamada Alianza para el Progreso con el propósito de colaborar con América Latina durante los próximos 10 años con un fondo ascendente a los US$ 20 mil millones. Por otro lado, que sus reformas económicas generan resultados positivos; así, el presidente Kennedy anuncia el 13 de agosto de 1962 que, en tan solo 18 meses, el producto nacional bruto creció en 10%, la producción industrial en 16%, la renta personal disponible en 8%, los salarios en 10% y los beneficios de las sociedades en 26%. Y que en cuanto a políticas de asistencia social, en el año 1963 consigue que el Congreso apruebe la ayuda económica para los colegios, las escuelas de niños retrasados, los centros de enseñanza técnica y las escuelas de medicina.

Por supuesto que esta labor no se encuentra exenta de críticas, pero ello no debe conducir al absurdo de olvidarla por completo. Ciertamente se cuestiona la Guerra Fría, el fracaso estadounidense en abril de 1961 en la Bahía de Cochinos en su intento por ocupar la isla cubana, el lentísimo e insuficiente progreso económico, la caída de las cotizaciones bursátiles y la tímida actitud presidencial en su lucha contra las desigualdades sociales. Estas confrontaciones hallan asidero en el criterio de la ex primer ministro de Inglaterra Margaret Thatcher (1925) cuando expresaba que “la misión de los políticos no es la de gustar a todo el mundo” porque de ser así, agregamos, incurrirían en prácticas populistas que, bien sabemos, son perjudiciales para los intereses de la nación. 

CAPÍTULO II: LA FAMILIA KENNEDY.-

[John Kennedy] Contrariamente a Eisenhower, no ha sido el comandante en jefe que dirige de lejos los combates sin participar en ellos. Contrariamente a Roosevelt, no se hallaba en el gobierno durante el conflicto, ni era secretario adjunto de la marina, ni presidente a fortiori. Contrariamente a Nixon, ha visto el fuego y ha sufrido una experiencia trágica. A su manera, Kennedy encarna al estadounidense medio, aquel que lucha en el Pacífico, al igual que aquel que lo hace en Europa. Encarna igualmente al estadounidense joven que ha vivido, como todos aquellos que pertenecen a la misma generación, la Guerra Mundial en primera línea. Encarna, finalmente, al estadounidense herido en su cuerpo y en su corazón que ha dejado un poco de su salud y de su vigor en la batalla. Por tanto, sabe de lo que habla cuando denuncia la barbarie y la inutilidad de la guerra. Su aventura, en consecuencia, es algo más que la de un combatiente ordinario.

Se le atribuye al dramaturgo irlandés Oscar Wilde (1854-1900) la siguiente cita: “Cualquiera puede hacer una cosa; el mérito está en hacer creer al mundo que uno lo ha hecho”. Y es que la usual incredulidad torna más difícil conseguir el justo crédito por las hazañas. Pero el presidente Kennedy sí logró el mérito que demandaba el citado literato porque los estadounidenses creyeron su actuar heroico cuando el destructor japonés Amagiri impactó contra la nave PT 109, en la que se encontraba John F. Kennedy, y la seccionó en dos, provocando su incendio, quedando él y los otros tripulantes en calidad de desaparecidos hasta que siete días después lograron retornar a su base militar.

Cabe precisar que episodios como el narrado traerán secuela durante los años posteriores porque las heridas de guerra no sólo le permiten ganar adeptos en las contiendas electorales, sino que también le producen lesiones corporales como su permanente dolencia en la espalda por la cual es sometido a una intervención quirúrgica de alto riesgo y que le obliga a ausentarse de la vida política activa durante algunos meses.

Como el presidente Kennedy encarna al estadounidense medio, joven y herido, el crecimiento de su popularidad no se deja esperar. Y es que el estadounidense medio, joven y herido, como él, está colmado de esperanza durante la década del 60. La esperanza es azuzada por el propio Kennedy cuando afirma incesantemente que Estados Unidos tiene que hacer frente a los desafíos. Y ése es un sentimiento poderosísimo que, en medio de una crisis, puede volcar el apoyo popular a quien lo representa. Ya el filósofo griego Aristóteles (384 AC-322 AC) sostenía que “la esperanza es el sueño del hombre despierto” y el novelista libanés Khalil Gibran añadía que “por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes”.

Puede avizorarse también que John Kennedy se muestra como una opción distinta a los políticos tradicionales. En efecto, a pesar de pertenecer a una familia acaudalada y de estirpe política, lo cual de por sí (y, especialmente, lo primero) le reduciría sus posibilidades de triunfo electoral, era un hombre que había ido al campo de batalla a combatir por su patria y esto produjo un efecto arrollador en la concepción de los estadounidenses al momento de elegir a Kennedy para los diversos cargos políticos que ocupó. Aquí se desmiente la cita del literato Jean Paul Sartre (1905-1980), según la cual “cuando los ricos se hacen la guerra, son los pobres los que mueren”, ya que como hemos señalado el presidente Kennedy es un antiguo combatiente. Nótese que, ubicados en el escenario de aquel entonces, la confrontación bélica era un tema de gran actualidad, pues se venía de una guerra mundial, se vivía una lucha contra el comunismo y se gestaba día a día la guerra fría; siendo ello así, quien provenía de los campos de batalla capturaba con mayor facilidad la atención del público.

El autor André Kaspi se pregunta si hay algún inconveniente en sacar provecho político de un acto bélico, manifestando él mismo que cada uno juzgue si en la vida política es preciso echar mano o no de todas las bazas de que se dispone. Si nos detenemos en recientes campañas electorales peruanas, observamos que constituye una estrategia común el maximizar situaciones que conviertan al candidato en una suerte de héroe. Así, Luis Castañeda es el modelo de súper gerente que transforma la entonces caótica seguridad social en el país; Alejandro Toledo es el símbolo del progreso cultural demostrado en un provinciano que, habiendo siendo lustrador de zapatos, llega a ser catedrático de la Universidad de Harvard; y Alan García representa el regreso triunfal de quien tuvo que escapar por los techos de casas vecinas para evitar ser asesinado, debiendo vivir en el exilio durante casi una década.

CAPÍTULO III: EL APRENDIZAJE DE UN POLÍTICO.-

Kennedy se obstina personalmente. Su triunfo lo debe más a sus propios esfuerzos que a los de quienes le rodean. Desde las 6:30 hasta el final de la velada estrecha manos, se presenta, pronuncia algunas frases con palabra fácil y rápida. Va de piso en piso, de casa en casa para invitar a los electores a que voten y a que le elijan a él. En compensación, les asegura que, en caso de victoria, les defenderá infatigablemente. La entrada de las factorías y de las dársenas, los salones de billar, las tiendas de comestibles, los cafés, las reuniones de antiguos combatientes, de caballeros de Pitias o de Colón, son lugares a tener muy en cuenta. Tampoco hay que desdeñar los barrios de la circunscripción. Cuanto más conozcan al candidato, más le concederán sus votos los electores. Rose Kennedy tiene entonces una idea genial. Recuerda las recepciones que daba en Londres con motivo del Día de la Independencia. Propone recibir en un gran hotel de Cambridge a todos aquellos que deseen encontrarse con John y su familia. La elección de Cambridge es acertada, ya que se trata del feudo más peligroso de los adversarios de Kennedy. Mil quinientas personas acuden al hotel Commander. La señora Kennedy y su hija Eunice son las que reciben. Hay apretones de manos, sonrisas, cruce de palabras. John hace todo lo posible para resultar encantador con todos y con todas. Y es un éxito. En 1952, la técnica será perfeccionada.

Pareciese que John Kennedy hubiera regido su comportamiento por aquel proverbio estadounidense que dice “la respuesta más rápida es la acción”. Se percató, además, que conseguiría el triunfo de la campaña electoral si establecía una relación cercana con la población. André Kaspi llega a escribir: “Contactos humanos, sí; debate de ideas, no”, lo cual en buena cuenta podría darnos otra impresión y es que esa estrechez con la gente pretendía distraer la atención, prescindiendo de la clara confrontación de programas de gobierno. En Estados Unidos de la década del 90, algo similar se le criticó inicialmente al entonces candidato presidencial Bill Clinton, a quien la prensa lo calificaba en lenguaje humorístico como “el escurridizo”.

El filósofo griego Sócrates (470 AC-399 AC) afirmaba: “Habla para que yo te conozca”. Y es que el diálogo, como muestra del contacto humano, descubre fielmente a la persona, de ahí que, según un antiguo aforismo popular, “las conversaciones siempre son peligrosas si se quiere esconder alguna cosa”. El presidente Kennedy comprende esta situación y la explota al máximo recorriendo las ciudades, acudiendo a cuanta invitación académica o social le formulasen, concediendo entrevistas y exponiendo inclusive, aunque con cierta restricción, su vida privada, primero como candidato con el programa de televisión “El café en casa de los Kennedy” y, posteriormente, como mandatario con la visita televisada a la Casa Blanca que tuvo en Jacqueline Kennedy a una guía insuperable. Es menester acotar que la estrategia del contacto humano estaba planificada, de modo tal que no se trataba de agotar a Kennedy con visitas inútiles desde el punto de vista político, sino de acercarlo a donde se congregaba el mayor número de electores. De ahí su victoria sobre Richard Nixon, a pesar que éste, a diferencia del primero, cumple con visitar los cincuenta estados.

La realización de eventos sociales para congregar a los simpatizantes del candidato tienen su partida de nacimiento formal a partir de la iniciativa de la familia Kennedy y lo cual, como es de público conocimiento, se aplica hasta la fecha en distintas latitudes. Esto plantea la necesidad de sufragar los elevados gastos que demandan eventos de tal magnitud y es ahí donde ingresan a tallar las contribuciones económicas de los benefactores. Sin embargo, sería inútil creer que éstos lo hacen, por regla general, como un simple acto de desprendimiento sin esperar nada a cambio; de ahí que se promueva insistentemente que la legislación establezca límites a dichas contribuciones y que exista transparencia en la administración de los fondos. André Kaspi comenta que la legislación de Massachussets prohíbe las contribuciones superiores a US$ 1,000; no obstante, John Kennedy, entonces candidato a un escaño en el Senado, se vale de artificios legales, como la creación de diversos comités de sostenimiento, y de testaferros, logrando acumular US$ 270 mil que se utilizan fundamentalmente en una agresiva campaña publicitaria, incluyendo por supuesto las recepciones sociales.

CAPÍTULO IV: LAS ELECCIONES PRESIDENCIALES DE 1960.-

Kennedy insiste, pues, sobre el movimiento. Es preciso, repite, poner al país en marcha. Después de ocho años de inmovilidad, ha llegado la hora de despertar. En el mismo discurso, Kennedy invita a sus compatriotas a ser “los nuevos pioneros”, a afrontar “los retos”, a recorrer “las regiones aún no cartografiadas” de la ciencia y del espacio, a intentar resolver los problemas “aún no resueltos” de la paz y de la guerra, a reabsorber las bolsas “aún no conquistadas” de la ignorancia y de los prejuicios, a dar respuesta a las preguntas “aún no resueltas” de la pobreza y de la superproducción. Incluso antes de su discurso de investidura de enero de 1961, exhorta a sus conciudadanos a que hagan algo por su país, sin esperar a que su país lo haga todo por ellos. En este sentido serán verdaderos pioneros. Les incita a la acción. Ha llegado la hora, dice en Alaska, de los que obran, no de los que hablan. La filosofía política de Kennedy es, ante todo, una filosofía de la acción, de la energía, del “vigor”. Hay que estar haciendo constantemente alguna cosa y salir del sopor funesto, tanto si se trata de la defensa nacional, de la política social, de la economía o de la lucha contra el comunismo. La presidencia, en este sentido, tiene que desempeñar su papel. A ella le corresponde la tarea de imprimir el movimiento a la sociedad; ella es el motor.

Existe una ilustrativa anécdota del célebre arquitecto Antoni Gaudí (1852-1926), quien fue apodado “El arquitecto de Dios”. Se cuenta que la construcción de la catedral de Astorga fue una obra fatigosa para el artista. Llegó el momento de montar el triple arco abocinado del pórtico y la gente contemplaba en los alrededores a Gaudí, quien dirigía la operación, mientras arquitectos y académicos de toda España esperaban con sonrisa irónica el resultado de aquella locura. Y entonces las dovelas se derrumbaron, provocando gran alegría a sus críticos. Se reinició el trabajo y volvieron a caerse. Al anochecer se inició por tercera vez y un fuerte vendaval derribó los arcos. Era el desastre. Lejos de amilanarse, el artista dejó el puesto directivo y, con sus propias manos, rehizo los arcos. Después de poner la última piedra, Antoni Gaudí se percató que sus manos sangraban. Los demás albañiles se fundieron en un abrazo con él.

La anterior curiosidad histórica muestra que la mejor manera de superar las vicisitudes no se logra actuando como un simple espectador desde la tribuna, sino por el contrario “bajando al llano” e inmiscuyéndose en los asuntos que procuran alcanzar el propósito planteado. Y esa misma lógica se aplica para motivar a los demás. Qué puede ser más revelador para aquel incrédulo, pesimista o indiferente que apreciar al líder en plena faena. Ahí recién las palabras, que antes resonaban en el vacío, adquieren contenido y cobran vida. Y todo eso lo entendió el presidente Kennedy, quien, en aplicación de su filosofía política, no dudó en utilizar las armas eficientemente persuasivas de la Psicología. Con ellas consiguió que el ciudadano común se sienta un elemento útil dentro del engranaje estatal, percibiendo que su esfuerzo influía positivamente en la marcha de la sociedad en su conjunto y que, igualmente, su indiferencia entorpecía el desarrollo y, a la postre, lo perjudicaba.

Hoy, lamentablemente, todavía apreciamos que hay quienes creen, por ejemplo, en las diferencias irreconciliables entre los trabajos intelectual y manual, cuando ello constituye un absurdo si es que se radicaliza. Claro está que el establecimiento y distinción de roles juzga necesario enfocarse en determinadas tareas, pero ello no significa que el ejercicio de un cargo jerárquico (usualmente, coyuntural) implique de modo único y exclusivo la capacidad dispositiva de dictar órdenes a los otros, puesto que dicho cargo no se opone a realizar labores ejecutivas si es que la circunstancia lo amerita. Advertimos que lo explicado no debe entenderse como una afrenta a la moderna tendencia de la tercerización, ya que aquí se promueve la especialización en las actividades empresariales.

La acción, tan promovida por John Kennedy, importa abandonar el letargo y prescindir del trámite burocrático, así como materializar las propuestas en hechos concretos que resulten aplicables en la realidad. Aquí citaré un ejemplo estrictamente legislativo que ilustra los efectos de la inacción. Desde el año 1996 se viene preparando el Anteproyecto de la Ley Marco del Empresariado, habiendo trabajado hasta cuatro Comisiones (la Comisión Especial encargada de elaborar el Proyecto de Código de Comercio, la Comisión de Reforma de Códigos del Congreso de la República y las dos Comisiones de la Cámara de Comercio de Lima) y elaborándose cuando menos cuatro versiones (el Anteproyecto de la Ley General de la Empresa, el Anteproyecto de la Ley Marco del Empresariado, el Anteproyecto Andrés León Montalbán y el Proyecto Alternativo de la Ley Marco del Empresariado), sin que hasta la fecha reciba sanción legislativa. Esta inacción parlamentaria se inscribe en “la hora de los que hablan” y no en “la hora de los que obran”.

En el terreno político, cualquier autoridad que aspire a convertirse en un líder respetado (y que, por ende, goce realmente de autoridad popular y no sólo formal) debe emprender actividades que demuestren en la propia realidad el efecto de sus mensajes. Solamente así la población encontrará sensatez en las políticas públicas y sabrá que su gobernante se expresa con conocimiento de causa. Por lo demás, la motivación del líder en sus seguidores es fundamental para el éxito de un proyecto; no se olvide que diversos fracasos históricos obedecieron a la carencia de una voz que animase a la muchedumbre pesimista, mas aún cuando la crisis se avecina de manera inminente.

 


 

(*)  DANIEL ECHAIZ MORENO (Lima, 1977) es catedrático en las Facultades de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Universidad Inca Garcilaso de la Vega y Universidad Alas Peruanas.

Web: www.grupoechaiz.com

E-mail: daniel@grupoechaiz.com

 


 

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