Derecho & Cambio Social

 
 

 

El sistema penitenciario desde la perspectiva de los derechos humanos: una visión de la realidad mexicana y de sus desafíos

César Barros Leal (*)

 


   

 “Por grande que sea el delito / aquella pena es mayor.”

                                                                                                          Martín Fierro

  

Sumario: 1. Introducción. 2. Seguridad e integridad de los internos. Condiciones personales, profesionales y estructurales para la privación de la libertad. 3. Orden y transparencia. Control interno y externo de las instituciones penitenciarias. 4. Notas conclusivas

Palabras clave:

Abandono. Sobrecupo. Violencia. Supervisión. Derechos humanos.

Resumen:

Estudio sobre el ideario de los derechos humanos en el marco del sistema penitenciario mexicano. El autor señala la asimetría entre las leyes y la realidad y la importancia de una ejecución penal digna, fundada en la seguridad e integridad de los internos. Énfasis es dada al orden y a la transparencia como instrumentos de control de los penales, así como a  la figura de los visitadores, del Ombudsman y del Procurador de Derechos Humanos.

           

1. INTRODUCCIÓN

Delante de un escenario aquejado por el abandono, en muchos de los centros penitenciarios de México, hay quienes pregunten: ¿cómo hablar de derechos humanos de una masa anónima de asaltantes, homicidas, violadores, narcotraficantes y estafadores? ¿Cómo hablar de derechos humanos en ambientes de estufa, de cohabitación forzosa, superpoblados, en que se abusa de la prisión preventiva y se mantiene la etiqueta pública de “universidad del crimen”, con arreglo a Alejandro H. Bringas y Luis F. Roldán Quiñones?¹ ¿Cómo hablar de derechos humanos en  cloacas de todas las equivocaciones del aparato de Justicia, así representadas por Luis Rodríguez Manzanera², para quien “la prisión, cuando es colectiva corrompe; si es celular enloquece y deteriora; con régimen de silencio disocia y embrutece, con trabajos forzados aniquila físicamente; y sin trabajo destroza moralmente?”³ ¿Cómo hablar de derechos humanos en catedrales del miedo, descritas magistralmente por Antonio Sánchez Galindo, en “Narraciones Amuralladas”, citando a Carrancá y Trujillo4;  en lóbregas y obsoletas prisiones donde “el Estado se apropia de la vida del detenido”5, en “microcosmos donde funge el poder disciplinario y se expresa la necesidad de recrear perpetuamente las relaciones sociales de dominación”, según Elías Neuman”6; en gayolas de odio  donde se fomenta la despersonalización, la pérdida de autoestima, como muestran Cecilia Sánchez Romero y Mario Alberto Houed Vega?7 ¿Cómo hablar de derechos humanos en sucursales del infierno, en maquinarias de aplastamiento del hombre, a que se refiere Alejandro Flores Guillermín;8 en “engranaje(s) deteriorante(s) más que espacio(s) de humanización”, conforme a Monica Granados Chaverri?9 ¿Cómo hablar de derechos humanos  en presidios vetustos,  donde se cultiva el peor cáncer, que es el autogobierno, denunciado con vehemencia por Juan Pablo de Tavira,10 y en donde impera la ley del hampa, de que nos habla Jorge Fernández Fonseca?11 ¿Cómo hablar de derechos humanos en prisiones-ghetto (como la Mesa), retratadas por Zaffaroni como “barrios pauperizados”?12¿Cómo hablar de derechos humanos en sitios donde los presos, muchos de los cuales seropositivos o sidosos, son obligados a realizar huelgas de hambre, zurciéndose los lábios o los párpados, para poder disfrutar del trabajo externo y la libertad condicional, y donde “llega a los sentidos la peste de los excusados y la repulsión de las cocinas”, tal y como atestigua Julio Scherer García?13¿Cómo hablar de derechos humanos en inframundos en los que muchas veces la extorsión es institucionalizada, visto que se cobra por la asignación de los dormitorios y celdas, por la estafeta, las fajinas, las llamadas telefónicas, el uso de un televisor, el paso a la visita familiar, el paso a locutorios, la habitación de visita íntima, el acceso a servicios médicos, los exámenes criminológicos, el perdón por una falta cometida? ¿Cómo hablar de derechos humanos en jaulas de cemento dominadas por bandas rivales, donde  se “pervierte, corrompe, degrada y embrutece... y se gradúa al profesional del crimen”, según señala Evandro Lins e Silva;14 en prisiones que son “el reflejo más impresionante de lo que es una sociedad”, siendo que “es de ellas de las que esperamos, como dramático contraste, alcanzar lo que la propia sociedad no supo dar en su tiempo a quienes ahora están recluidos...”, como apunta Sergio García Ramírez?15 ¿Cómo hablar de derechos humanos en chironas de donde el cautivo sale “más corrupto y con valores más deturpados que cuando se vio sin libertad”, en las palabras de Iris Rezende, ex Ministro de Justicia de Brasil?16

            Permítanme citar de nuevo a Elías Neuman: “¿Cómo hablar de Derechos Humanos allí donde hemos decidido, por ley, sin posible rescate, conculcarlos al extremo? Se secuestra legalmente a hombres con el deliberado propósito de ejercer la vindicta y de segregarlos del mundo de los no delincuentes, y ello se instrumenta en una de las formas más alevosas de pérdida de identidad, de la estima social, familiar y propia, más obscena que se conoce...”17

            Es evidente, a todas luces, que el problema es mucho más complejo que las preguntas anteriores dejan suponer. Las condiciones deplorables en que viven los penados, en un número expresivo de prisiones mexicanas (y aquí abro un paréntesis para registrar las islas de excepción, las islas de gracia en un mar de desgracia, ubicadas en algunos estados de una federación de múltiples realidades, y en donde se practica una administración responsable),  en lugar de ser una negativa de esos derechos, es, al revés, el acicate de una lucha sin treguas, el desafio impostergable de los que, como nosotros, rechazan la vana iconoclastia de los heraldos del pesimismo y, creyendo en el futuro, encaran la ejecución de la pena como una cuestión prioritaria de ciudadanía y seguridad pública.

            La cuestión principal que se plantea, en este exacto momento, es la siguiente: ¿cómo se explica que México, dotado de una legislación moderna, asentada en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos, en el Conjunto de Principios para la Protección de todas las Personas Sometidas a Cualquier Forma de Detención o Prisión y que aprobó en 1971 la Ley que Establece las Normas Mínimas sobre Readaptación Social de Sentenciados, conviva con un sistema carcelario en su mayor parte anacrónico? ¿Qué ocurrió con el ideario humanista responsable del Cefereso de Almoloya de Juárez y por el cierre del Palacio Negro de Lecumberri? ¿Qué beneficios trajeron las lecciones de Alfonso Quiróz Cuarón, Sergio García Ramírez, Hilda Marchiori, Victoria Kent, Julia Sabido, Antonio Sánchez Galindo, Ruth Villanueva Castilleja, Juan José González Bustamante y tantos otros penitenciaristas renombrados?

         Ahora bien. El gigantesco abismo entre el México legal y el México real, “la asimetría garrafal entre las leyes y las realidades, o mejor aún, entre la antinaturalidad de la prisión y la prístina ideología de esos derechos”, en el lenguaje de Elías Neuman,18 tiene origen no sólo en la ausencia de políticas públicas,  así como en la tradición de indiferencia a los mandamientos de la ley, de desacato a las normas, constitucionales o no, lo que contribuye para el descrédito, la impunidad, y, en consecuencia, para el fortalecimiento del discurso de aquellos que, delante de la violencia omnipresente, la inseguridad generalizada, y bajo los aplausos de una sociedad sedienta de venganza, proponen el endurecimiento de la pena. Como sostiene Alfonso Zambrano Pasquel, “No es aventurado decir que determinados medios de comunicación provocan ‘la alarma social’ y el ‘caos ciudadano’, que se convierten en estereotipos manejados políticamente para dar nacimiento a las campañas de ley y orden, en las que se violan sistemáticamente los derechos humanos de los destinatarios de esas campañas antidelincuenciales?”19 Como si dichas medidas (criticadas por Giuseppe Bettiol, que llamaba la atención para el reino del terror que se instaura cuando la ley rebasa los límites de la proporcionalidad20), tuviesen el poder mágico de disminuir la criminalidad, de refrenar la acción de infractores empedernidos, peligrosos, profesionales, generados muchas veces en el vientre de la sociedad,  excluyente y criminógena.

            Es esencial tener en cuenta que la cuestión de los derechos humanos del presidiario no pasa sólo por un tratamiento más digno y por la supresión, intramuros, de la violencia física, síquica y sexual. No, no. Es mucho más. Pasa  por el combate a la miseria, por la generación de empleos, por la oferta de vivienda, de saneamiento, de escolaridad; pasa por la construcción de una sociedad más equitativa y justa, que dé atención a la población indígena; pasa por un nuevo concepto de seguridad pública, indisociable del desarrollo humano, fundamentado en la participación ciudadana; pasa por una reforma profunda del sistema penal y, en particular, de la ejecución de la pena, con la aplicación gradual de las alternativas penales. Defender los derechos humanos del preso, casi siempre analfabeto y pobre, el erizo, es proveerle, en presidios equipados, informatizados, alimentación apropiada e instalaciones higiénicas. Es preservar el estado de salud física y mental de los condenados, alienados, enfermos mentales, presos provisorios o sentenciados por deudas, incluyendo tratamiento de VIH/Sida, tuberculosis y dependencia química.  Es garantizarle trabajo, como enunciado por el artículo 18 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, trabajo ese con derecho a la remisión parcial de la pena, ofrecido al recluso en la medida de sus aptitudes, capacitación laboral para la labor en libertad y posibilidades del reclusorio. Es propiciarle educación, que no tendrá sólo carácter académico sino también cívico, higiénico, artístico, físico y ético. Es asegurarle la clasificación prevista en ley, requisito fundamental para demarcar el inicio de la ejecución científica de la pena privativa de libertad y despliegue lógico del principio de la proporcionalidad de la pena. Es fortalecer los consejos técnicos interdisciplinarios, para la mejor aplicación del sistema progresivo, la aplicación de medidas de preliberación etc.. Es apoyar el proceso de supervisión penitenciaria de que participan programas de protección de derechos humanos. Es prestar asistencia moral y material al excarcelado, víctima del etiquetamiento, apoyándolo en el penoso itinerario de reincorporación a la vida libre. Es brindar cursos de formación y actualización al personal directivo, administrativo, técnico y de custodia, teniendo en mente lo que enseña Cuello Calón: “Ni los programas de tratamiento más progresivos, ni los establecimientos más perfectos, pueden operar una mejora del recluso sin un personal a la altura de su misión”,21 siendo pertinente la observación de Antonio Labastida Díaz y Ruth Villanueva Castilleja de que “el personal penitenciario resulta insuficiente en la mayoría de las instituciones y al no existir una adecuada selección del mismo se obstaculiza el cumplimiento del tratamiento de readaptación social, situación que se agudiza ante la falta de una profesionalización de la carrera penitenciaria”.22 En nuestro libro “Prisión: Crepúsculo de una Era”, añadimos: “La capacitación del personal es uno de los pilares de la administración penitenciaria. Los debates sobre el futuro de las prisiones no pueden desconocer ni tampoco minimizar su importancia, tan bien acentuada por el Prof. José Arthur Rios:  ‘Lo que constituye el carácter moderno de una prisión no es el edificio ni el equipo o el cronograma bien definido, sino la calidad del personal que lo administra. Podemos afirmar sin hesitación que, de los cuatro elementos de un programa de renovación carcelaria, o sea, filosofía, disposiciones legales, establecimiento adecuado y personal, es este último que va a decidir el éxito de las nuevas medidas que serán implantadas’.”23

             Todo ello, dígase con énfasis, a fin de que la prisión venga a ser  el lugar de cumplimiento de una pena que es de privación de libertad y no de dignidad, una agencia terapéutica y no un antro de perversión.

Es oportuno tener presente la amonestación de Antonio Sánchez Galindo, en “Manual de Conocimientos Básicos para el Personal de Centros Penitenciarios, editado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos: “El penitenciarismo moderno establece que la pena impuesta por un juez o un tribunal no debe ser un castigo, sino un medio para que el delincuente tenga la posibilidad de reestructurar su personalidad dañada o insuficiente para vivir en sociedad, y no sólo no vuelva a causar daño, sino además haga bien y sea productivo.”24

Es de vital importancia, además, el papel de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, “organismo público creado para la protección, observancia, promoción, estudio y divulgación de los derechos humanos previstos por el orden jurídico mexicano, cuya principal labor es la de atender a las quejas que le sean presentadas respecto de acciones y omisiones en que incurran las actividades con motivo de sus funciones y en perjuicio de cualquier persona.”25 A la CNDH, mediante su Programa sobre el Sistema Penitenciario y Centros de Internamiento, toca promover el respeto a los derechos humanos de los encarcelados, tratando de achicar la distancia entre la teoría y la práctica.

Hay que considerar, por otra parte, que los derechos humanos están en un plano superior al Estado, al poder público y, por ello, su protección no debe limitarse a la acción estatal, sino contar con la ayuda de la sociedad civil organizada, a quien incumbe cobrar su reconocimiento y supervisar su implementación, con vistas al pleno ejercicio de la ciudadanía.

            Si, por un lado, como sabemos, el desacato a los derechos humanos ha  sido recurrente a lo largo de la historia de los países latinoamericanos – y México  no es una excepción –, por otro lado se impone, en un instigante desafío, la participación efectiva de la sociedad en la persecución de los valores más elevados de la justicia, la solidaridad  y la paz social

En artículo publicado en el número 2 de esta Revista, cito las palabras del Lic. Carlos Federico Barcellos Guazzelli, defensor público:

            “La lucha por la humanización de las penas, privativa de libertad o alternativas, surge como el mayor desafio, no sólo para los  operadores del Derecho Penal – entre ellos, de forma especial, aquellos encargados de la atención jurídica a los condenados – , como a toda la sociedad; o, por lo menos, para sus segmentos preocupados con la democratización y la efectivación de la ciudadanía. Para esos, esa lucha pasa obligatoriamente por la afirmación y concreción de los derechos humanos, incluso del ciudadano (pues así se debe considerarlo) procesado, condenado o preso. Sólo el respeto a estos derechos, en el plano real, puede conferir algún sentido a la pena – algún sentido que rebase, por supuesto, la mera represión, tanto más cruel, como socialmente inocua, o, aún, contraproducente.”26

            En otro artículo, publicado en el número 14 de la Revista del Consejo Nacional de Política Criminal y Penitenciaria del Ministerio de Justicia de Brasil, menciono a la señora Julieta González Irigoyen, quien me regaló en Tijuana, en 1999, su libro “La Civilización en la Sombra”. De él guardo en el archivo de mi memoria la frase: “la esperanza es una palabra cargada de porvenir”27, una bella y cautivante manifestación de fe, de optimismo, que me hizo recordar a Sergio García Ramírez, en el prólogo a la cuarta edición del “Manual de Prisiones”:

            “El hombre – me parece – es lo que resta, magnífico, cuando su espíritu vuela por encima de la fatiga, la ambición, la soberbia, el fracaso, el éxito. Algunos dirán que esto sólo sucede en la muerte. No lo creo así; ocurre en la vida y es la vida misma.”28

           

2. SEGURIDAD E INTEGRIDAD DE LOS INTERNOS. CONDICIONES PERSONALES, PROFESIONALES Y ESTRUCTURALES PARA LA PRIVACIÓN DE LA LIBERTAD

 

            He viajado por innúmeros países del mundo, del occidente y del oriente, y visitado decenas de prisiones cerradas, de máxima o media seguridad, semiabiertas y abiertas, algunas modernas, donde se ofrecen distintas opciones laborales, así como atención material, social, educacional, médica y jurídica, en ambientes donde prevalece el respeto a los derechos humanos de los encarcelados. He visitado, asimismo, en la geografía del dolor, prisiones ruinosas, hostiles, atiborradas, como gran parte de las prisiones latinoamericanas, en donde los presos, muchos con enfermedades virales o de piel, tísicos, leprosos, son víctimas de golpizas sistemáticas, de agresiones sexuales, viven sin ninguna privacía, sin cualquier actividad educativa o deportiva, aprenden el arte de las estafas y de los atracos, se vuelven adictos, son arrojados a menudo a celdas de castigo y se callan cuando presencian un homicidio; prisiones donde presos purgan una pena superior a la fijada en la condena y se adjetiva la violencia a ultranza, comandada por reclusos o custodios que perpetúan intramuros las relaciones de poder.

Estoy convencido – y he dejado claro líneas arriba y en muchos escritos - que la prisión, encarada en sus albores como un triunfo sobre la pena de muerte y las penas corporales,  se transformó, independientemente de su estructura física y de la atención que pueda brindar a la masa carcelaria, en un ambiente nocivo, criminógeno.  

            Este convencimiento, sin embargo, no me conduce a una actitud de pesimismo en cuanto al futuro de las cárceles, no me autoriza proponer que se crucen los brazos ante el extraordinario reto que se impone de ofrecer mejores condiciones a los detenidos y salvaguardar sus derechos como seres humanos y ciudadanos.

            Si, por un lado, entiendo que la prisión debe ser encarada como ultima ratio, como un mal necesario que debe restringirse a los criminales violentos, a los peligrosos – ya que para los demás conviene sean aplicados los substitutivos penales, sin duda mucho menos dispendiosos y mucho más humanos, capaces de garantizar su reincorporación a la sociedad, en la medida en que no los alejan del trabajo, de la familia, del grupo social a que pertenecen – , por otro lado entiendo también que no es más posible aargar el abandono del sistema penitenciario, no es más posible permitir que la prisión sea –  a causa del hacinamiento, de la inasistencia, del autogobierno, del desinterés en cuanto a la valoración de su personal – , un núcleo de perfeccionamiento del crimen.

            ¿Qué hacer, entonces, para mejorar el sistema penitenciario, para amparar los derechos humanos de miles de hombres que habitan las cárceles? ¿Qué hacer para garantizar la seguridad y la integridad de los internos? ¿Qué hacer para brindar las mínimas condiciones personales, profesionales y estructurales para la privación de la libertad?

            En primer lugar, es necesario reempezar. Y cuando digo reempezar lo hago con los ojos puestos en la historia del penitenciarismo de México. Regreso a 1967 cuando, según Antonio Sánchez Galindo, “se conjugaron una serie de elementos en el Estado de México para que los planteamientos establecidos en el 18 Constitucional tuvieran vigencia y congruencia con la alocución constitucional: se reunieron principios tales como el de la legalidad; capacitación del personal; instalaciones adecuadas; indeterminación penal relativa; individualización de tratamiento; aprovechamiento de la interdisciplina, posinstitución; auxilio a la víctima del delito y control de la población. Esto produjo resultados reclamados por la doctrina de aquella época. Se aplicaron los derechos humanos a todo el ámbito penitenciario dentro del tratamiento, con lo cual se estructuró un sistema penitenciario de carácter progresivo fundado en el estudio de la personalidad, dividido en varios periodos; se incorporó un régimen de prelibertad, se creó un penal abierto, se estructuró un consejo técnico interdisciplinario, se capacitó a todo el personal de custodia y se respetó el credo religioso y político de los reclusos. Se les informó, asimismo, sobre las recomendaciones de Naciones Unidas y lo ordenado por la ley, se crearon fuentes de trabajo para el 100% de la población penal en forma remunerada, se aplicó un sistema de educación correccional para adultos, se establecieron relaciones con el exterior a través de visitas familiares, íntimas y especiales, se desterraron las situaciones de preeminencia, lucro o autoridad de unos internos respecto de otros, las sanciones se establecieron de conformidad al reglamento entre otros renglones, que coadyuvaban al cumplimiento de la exigencia real del discurso...”29

            Y agrega el distinguido maestro, ex Profesor de Derecho Penal de la UNAM, y que ejerció, entre otros cargos, el de Director General de Prevención y Readaptación Social del Estado de México y Director General de Reclusorios y Centros de Readaptación Social del Distrito Federal :

            “Para 1971, se intentó llevar a su máxima expresión el discurso readaptatorio que había tenido buenos resultados en el Estado de México, incorporándolo a nivel nacional. Fue así como se llevó a cabo la reforma penal integral, quizá como un eco de la que hacía 100 años había tenido lugar en el país. En ella, se creó la Ley de Normas Mínimas sobre Readaptación Social de Sentenciados, que marcó el parteaguas en el derecho de ejecución penal mexicano.”30

            Mucho más se hizo en ese período tan fértil: construcción de prisiones, celebración de congresos, creación de organismos para la comercialización de los productos del trabajo de los internos, implantación de penas alternativas, reforma penal y procesal etc..

            ¿Qué pasó después? La sociedad, propensa a la represión, se opuso al mensaje y al quehacer humanitario, estimulada por el movimiento de ley y orden, que, a sabiendas, sólo contribuyó para ensanchar los índices de la criminalidad  y, en consecuencia, de la población carcelaria.

            Ese movimiento fracasó igualmente en Estados Unidos, en donde dio origen a un encarcelamiento en gran escala (son más de 2.000.000 de reclusos) y a absurdos como la Ley de los Tres Golpes (según la cual se aplica a quien comete un tercer crimen, grave o no, una pena que varía de 25 años a la prisión perpetua).

            En México, a pesar de la inclinación de los legisladores por el agravamiento de las penas, éste no es ciertamente el camino apropiado, una vez que el verdadero desafío no está en la definición de penalidades más rígidas, sino en su aplicación y ejecución, desde que es la certeza de la punición que inhibe el crimen y no la gravedad de la pena. El desafío, de hecho, es proporcionar una ejecución penal digna, sea de la pena privativa de libertad, sea de las demás penas.

            De nuevo uno interroga: ¿Qué hacer para garantizar la seguridad y la integridad de los internos? ¿Qué hacer para brindar las mínimas condiciones personales, profesionales y estructurales para la privación de la libertad?

            Sabemos que el grado de civilización de una sociedad se mide cuando uno ingresa a sus cárceles. Tal vez la absorción de este entendimiento nos encoraje – y ésta es una de las respuestas – a reivindicar una politica penitenciaria, a nivel federal y estatal, más involucrada con la condición humana del presidiario, una politica penitenciaria que disminuya el foso existente entre la ley y la práctica.

            Es cierto que las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos (modelo de los sistemas penitenciarios de gran parte de los países del mundo, consideradas el estatuto universal del preso común) establecen, en su catálogo de 94 reglas, condiciones primordiales para la ejecución de la pena, reproducidas no sólo en la Ley que Establece las Normas Mínimas sobre Readaptación Social de Sentenciados (en cuyo art. 2º se lee que “El sistema penal se organizará sobre la base del trabajo, la capacitación para el mismo y la educación como medios para la readaptación social del delincuente”), sino en las Leyes de Ejecución de Sanciones vigentes en cada entidad federativa.

            Póngase de relieve que el concepto de seguridad abarca, por su amplitud, cuestiones como la gobernabilidad (quien ejerce efectivamente el poder); el otorgamiento de beneficios; el tratamiento especial para inimputables y enfermos mentales; la seguridad personal de los internos; la seguridad jurídica de los internos; el respeto a los derechos de petición y de queja; los procedimientos para la aplicación de sanciones; y la normatividad reglamentaria.”31

            En los años de 1993 y 1994, con arreglo al “Reporte de Investigación sobre la Violencia en los Centros Penitenciarios de la República Mexicana”, producido por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, fueron indicadas las siguientes causas de disturbios en 15 centros: “no otorgamiento de beneficios, autogobierno, revisiones abusivas a familiares, fuga colectiva, aislamiento injustificado, tráfico de drogas, no adecuación de penas, procesos lentos, sobrepoblación, prohibición de visitas, maltratos y privilegios.”32

            El sobrecupo, provocado por el exceso del empleo de la prisión preventiva, el rezago judicial y la insuficiencia de vacantes, es , sin lugar a dudas, uno de los mayores villanos del sistema presidial, visto que afecta las condiciones en que los funcionarios deben ejercer su labor profesional, en perjuicio del encarcelado y de funciones básicas como higiene, alimentación, seguridad, integridad física, trabajo y recreación.

            Es unánime, además, el rechazo a cualquier especie de severidad excesiva, de tormentos, de azotes, de maltratos, que dañen la salud física o mental del interno, siendo previstas sanciones de distinto grado, aplicables a aquellos que actúen de forma violenta. Dice el art. 13 de la Ley que Establece Las Normas Mínimas sobre Readaptación Social de Sentenciados: “Se prohibe todo castigo consistente en torturas o tratamientos crueles, con uso innecesario de violencia en perjuicio del recluso.” Recuérdese que México ratificó el 22 de junio de 1987 la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, aprobada por la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), el 06 de diciembre de 1985.

            Creo que uno de los grandes desafios del penitenciarismo mexicano, en este milenio, será el equilibrio entre la seguridad (que se busca afianzar cada vez más en el medio libre y particularmente en las prisiones) y la protección de los derechos humanos de los encarcelados, un concepto que comprende no sólo la garantía de su integridad física y mental sino también el aseguramiento de mejores condiciones  (equipamiento, alimentación, salud, educación, trabajo, clasificación, individualización etc..) de cumplimiento de la pena de privación dentro de un marco de legalidad y solidaridad.

            El estímulo al personal penitenciario, de todos los niveles, a través de salarios más elevados, prestaciones uniformes, mejores condiciones laborales, jubilaciones anticipadas, capacitación, entre otros – como ocurre en muchos países –, es indispensable para la formulación de una politica penitenciaria que promueva una cultura de respeto a la dignidad de las personas detenidas.

 

3. ORDEN Y TRANSPARENCIA. CONTROL INTERNO Y EXTERNO EN LAS INSTITUCIONES PENITENCIARIAS

           

            Con mucha razón ya fue dicho que dos aspectos cobran relevancia en una prisión: orden y transparencia.

            Para que se alcance el objetivo del orden, así como el de la disciplina, resulta indispensable que el régimen carcelario adopte procedimientos que se sustenten en el respeto a los derechos humanos de los reclusos. Algunos principios, intimamente vinculados a esos derechos y previstos, de forma directa o indirecta, en documentos internacionales, en la Constitucion Federal y en las leyes, deben ser aplicados en el encierro, al regularse y aplicarse las sanciones administrativas. Son ellos: a) principio de la seguridad jurídica: b) de  la proporcionalidad; c) de la no transcendencia de la pena; d) de la dignidad humana; e) de la legalidad; f) de la presunción de inocencia; g) de la defensa; h) de la revisión; i) de la jerarquía de normas; j) de la coherencia.

            El desrespeto a dichos principios puede provocar, y provoca efectivamente, serios conflictos, comprometiendo el orden interno y la propia gobernabilidad de la cárcel.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos, en “Los Derechos Humanos en la Aplicación de Sanciones en los Centros de Reclusión Penitenciaria”, señala, con arreglo al numeral 27 de las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos, que

            “El orden es una de las condiciones que se requieren para vivir con dignidad en las prisiones; por tal razón, debe garantizarse fundamentalmente por medio de la responsabilidad de los internos y autoridades, y sólo cuando ello no baste se podrá recurrir a las sanciones disciplinarias, las que deberán aplicarse con prudencia y con firmeza, sin que se justifique la utilización de medios que rebasen los límites que impone el respeto a los Derechos Humanos.”33

No se olvide que entre las causas de los disturbios en 15 centros penitenciarios mexicanos, en el período de 1993 a 1994, mencionadas en la ponencia anterior, están: el aislamiento injustificado, la prohibición de visitas y los maltratos.

            Verdad es que la relación preso/administración no puede basarse en la violencia institucional, so pena de estimularse un orden, o falso orden, que funciona al revés. Por ello, según Julián Carlos Ríos Martín y Pablo Cabrera Cabrera, no debe haber espacio para técnicas de tratamiento que “adquieren una especial dureza, pasando a ser empleadas como verdaderos recursos para la despersonalización y el aniquilamiento de la identidad y para hacer desaparecer la resistencia frente a la presión institucional: aislamientos, traslados, regresiones de grado, denegación de permisos, sanciones, pérdida de destinos, etcétera.”34 Ni tampoco, añadimos, acciones que constituyen actos ilegales, violatorios de derechos humanos, como cateos con violencia, venta de servicios y sanciones no reglamentadas.

            Todo ello conlleva a la cuestión del control interno, de la supervisión penitenciaria (y abro nuevo paréntesis para recomendar la lectura de las publicaciones a este respecto de la Comisión Nacional de Derechos Humanos), proceso de que participan activamente administradores, custodios, miembros de los consejos técnicos interdisciplinarios, visitadores etc..

            Una labor mucho más difícil en cárceles superpoobladas, una vez ejercido con excesivo rigor, de modo continuo y rutinario, sobre todo a través de reglas no escritas (de presos o custodios), el control favorece naturalmente la formación de grupos de dominadores y dominados, en que cada grupo desarrolla, por consiguiente, un comportamiento distinto: el primero, de contenido represivo; el segundo, de obediencia o insumisión.

            Es común que los mecanismos de control se vuelvan más intensos en cárceles planeadas, en términos de ubicación, arquitectura y régimen, para dar énfasis a la seguridad, en donde se reafirma, según Alessandro Baratta, su función de depósito “de individuos aislados del resto de la sociedad y, por tanto, neutralizados en su potencial peligrosidad respecto a la misma.”35

            El aislamiento y su consecuente incomunicación es, por ejemplo, uno de los más severos castigos que se puede inflingir al preso y constituye la manifestación más explícita del control de los reclusos por el Estado, en un régimen que valora demasiado la búsqueda del orden, que persigue a toda costa la seguridad interna y que se caracteriza por el autoritarismo, por una estrategia de poder en que, de acuerdo con Elías Neuman, “el Estado logra una de las formas más tangibles de control y dominación, mediante la coerción física como detentador de la receta absoluta de una violencia racionalizada que planifica y centraliza al individuo.”36

            Diversos autores advierten para los riesgos de supervalorar la seguridad y la disciplina, lo que requiere de un control desmesurado sobre el recluso, con la pérdida casi total de su autonomía.

            Augusto F. G. Thompson, autor del clásico “La Cuestión Penitenciaria”,  añade:

            “Consciente de que un descuido, en lo que atañe a la seguridad y disciplina, redundará en la sujeción a sanciones, mientras un malogro en lo que respecta a la intimidación y recuperación pasará desapercibido, la administración penitenciaria se ve compelida a resaltar el carácter custodial del confinamiento carcelario, tendiendo a ejercer una vigilancia severa sobre los internos. La mejor manera de prevenir evasiones y desórdenes es imponer un régimen de asfixiante cercenamiento a la autonomía del recluso. La rigidez de la disciplina – precio alto que se paga por la seguridad – se traduce en la supresión del autodiscernimiento, de la responsabilidad personal, de la iniciativa del paciente.”37

En este contexto, un elemento clave es la transparencia, como aseveran Julián Carlos Ríos Martín y Pablo Cabrera Cabrera:

“La administración penitenciaria no puede ser un feudo erigido sobre la más que discutible relación de sujeción especial que ampara la omnipotencia de una institución, ocultando las secuelas que deja en quienes están a ella sometidos: personas presas y personas funcionarias. Es preciso que se conozcan las consecuencias que soportan - a veces de modo irreparable – quienes son enviados a una prisión, y que la sociedad y muy en particular los órganos judiciales conozcan y sopesen los riesgos que conlleva enviar a una persona a un espacio en donde se juega la vida y se le socava la dignidad y la capacidad de responsabilizarse de su propia vida.”38

            En “La Supervisión de los Derechos Humanos en la Prisión: Guía y Documentos de Análisis”, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos,  se describen las herramientas y los indicadores para la supervisión de los derechos humanos en la cárcel; la publicación trae en anexo tres estudios muy ricos: a. ¿Resocialización o control social? Por un concepto crítico de reintegración social del condenado (de Alessandro Baratta); b. El respeto a los Derechos Humanos como garantía de orden en el sistema penitenciario mexicano (de Miguel Sarre); c. La falta de recursos económicos para cumplir con las Recomendaciones. Un argumento improcedente (de Laura Lozano Razo y Rlvira Peniche de Icaza). En el segundo de los artículos, el autor, cuando se refiere a los beneficios de libertad, puntualiza que una “exigencia generalizada de la población penitenciaria es la transparencia en los procedimientos establecidos para la concesión de estos beneficios.”39

Importante papel de control juega en este universo la figura de los visitadores, así como del Ombudsman, del Procurador de Derechos Humanos, a quien cabe, entre otras cosas, supervisar la ejecución, conocer de quejas en contra de actos y omisiones, formular recomendaciones, producir investigaciones y realizar informes sobre la situación de los internos.

Como dice Jorge Carpizo, Primer Presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, si, por un lado, el tema del control del poder “adquiere hoy en día nuevos matices, porque algunos de los controles tradicionales se debilitan, ya no cumplen cabalmente con esa finalidad...”40, por otro lado se reconoce que es aquí “donde aparece la figura del Ombudsman como un instrumento más, pero importante en el complejo mecanismo que tiende a controlar el poder en beneficio de la liberdad, la igualdad y la seguridad jurídica de las personas.”41 Y agrega: “democracia, Derechos Humanos y Ombudsman son conceptos que se implican entre sí. Uno se apoya mutuamente en el otro.”42

Por todo esto, es fundamental que el Ombudsman, cuya existencia es validada por sus resultados manifiestamente positivos, actúe con absoluta independencia respecto a la administración que fiscaliza, puesto que está a servicio de los ciudadanos, a quienes debe rendir cuentas de su actividad.

 

4. NOTAS CONCLUSIVAS

 

            En el “Seminario de Ejecución Penal: Experiencias desde la Perspectiva de los Derechos Humanos”, realizado en Fortaleza, Brasil, en noviembre de 2001, fueron presentadas, en la clausura, innúmeras recomendaciones, entre ellas la de crear la figura del Ombusman en los presidios, desvinculado de cualquier órgano gubernamental.

            Me acuerdo – y con ello concluyo  – que prevaleció entre los participantes del Seminario la certeza de que la ejecución de la pena es una tarea difícil, que exige ingenio, dedicación, transparencia y un esfuerzo conjunto, capaz de arrostrar problemas en gran parte predecibles, teniendo siempre en mente las palabras de Concepción Arenal: “Hay que seguir insistiendo.”43


 

NOTAS:

01.       BRINGAS, Alejandro H. y QUIÑONES, Luis F. Roldán. Las Cárceles Mexicanas: una Revisión de la Realidad Penitenciaria. México: Editorial Grijalbo, 1998, p. 17.

02.       MANZANERA, Luis Rodríguez. La Crisis Penitenciaria y los Substitutivos de la Prisión. México: Porrúa, 1998, p. 9.

03.       ___________ Penología. 2ª ed. México: Porrúa, 2000, p. 218.

04.       GALINDO, Antonio Sánchez. Narraciones Amuralladas. México: Impresos Chávez, 2001, p. 53.

05.       NEUMAN, Elías. El Estado Penal y la Prisión-Muerte. Buenos Aires. Ediciones Universidad, 2001, p. 24.

06.       Idem, p. 152.

07.       ROMERO, Cecilia Sánchez y VEJA, Mario Alberto Houed. La Abolición del Sistema Penal: Perspectivas de Solución a la Violencia Institucionalizada. Costa Rica: Editec, 1992, p. 18.

08.       GUILLERMÍN, Alejandro Flores. Prólogo Apud BRINGAS, Alejandro H.. y ROLDÁN, Luis F., p. 11.

09.       CHAVERRI, Monia Granados et al.. El Sistema Penitenciario: Entre el Temor y la Esperanza. México: Orlando Cardenas Editor, 1991, p. 20.

10.       TAVIRA, Juan Pablo de. ¿Por qué Almoloya? Análisis de un Proyecto Penitenciario. México: Diana, 1995, p. 45.

11.       FONSECA, José Fernández. La Vida en los Reclusorios: Espeluznantes Sucesos Ocurridos en las Cárceles de México. México: Edamex, 1992, p. 67.

12.       ZAFFARONI, José Raúl. Apud BRINGAS, Alejandro H. y QUIÑONES, Luis F. Roldán. Op. cit., p. 136.

13.       GARCÍA, Julio Scherer. Cárceles. México: Editorial Extra Alfaguara, 1998, p. 11.

14.       LINS E SILVA, Evandro. Apud BARROS LEAL, César. Prisón: Crepúsculo de una Era. México: Porrúa, 2000, p. 30.

15.       RAMÍREZ, Sergio García. Apud TAVIRA, Juan Pablo de. Op. cit., p. 60.

16.       REZENDE, Iris. Prisões e Penas Alternativas. Ponencia impartida en el 1er Congreso sobre Ejecución de la Pena, en Fortaleza, el 24 de setiembre de 1997. Brasília, DF: Imprensa Nacional, 1997, p. 7.

17.       NEUMAN, Elías. Op. cit., p. 168.

18.       Idem, p. 146.

19.       PASQUEL, Alfonso Zambrano. Derecho Penal, Criminología y Política    Criminal. Buenos Aires: Depalma, 1998, p. 66.

20.       BETTIOL, Giuseppe. O Problema Penal. Coimbra: Coimbra Editora, 1967. Apud BITTENCOURT, Cezar Roberto. Novas Penas Alternativas. Análise Político-Criminal das Alterações da Lei n. 9.714/98. São Paulo: Saraiva, 1999, p. 3.

21.       CALÓN, Cuello. Apud BUJÁN, Javier Alejandro y FERRANDO, Víctor Hugo. La Cárcel Mexicana. Una Perspectiva Crítica. Buenos Aires: Ad-Hoc, 1998, pp. 97-98.

22.       DÍAZ, Antonio Labastida y CASTILLEJA, Ruth Villanueva et al. El Sistema Penitenciario Mexicano. México: Instituto Mexicano de Prevención de Delito e Investigación Penitenciaria. 1996, p. 35.

23.       BARROS LEAL, César. Op. cit., pp. 54-55.

24.       GALINDO, Antonio Sánchez. Manual de Conocimientos Básicos para el Personal de Centros Penitenciarios. México: Comisión Nacional de Derechos Humanos. 1990, p. 33. Apud BRINGAS, Alejandro H.. y QUIÑONES, Luis F. Roldán. Op. cit., p. 26.

25.       COMPETENCIA DE LA COMISIÓN NACIONAL DE DERECHOS HUMANOS EN LOS CENTROS DE RECLUSIÓN DEL PAÍS. México: Comisión Nacional de Derechos Humanos, 1995, p. 5.

26.       GUAZZELLI, Carlos Frederico. O Desafio da Assistência Jurídica aos Encarcerados. Texto Mimeografado. Apud BARROS LEAL, César. Direitos do Homem e Sistema Penitenciário (Enfoque da Realidade Brasileira). In Revista do Instituto Brasileiro de Direitos Humanos, organizada por Antonio Augusto Cançado Trindade y César Oliveira de Barros Leal. Ano 2, n. 2, 2001, p. 76.

27.       IRIGOYEN, Julieta González. La Civilización en la Sombra: História, Razón y Pensamiento Poético. Tijuana, México: Editorial Aretes y Pulseras, 1999, p. 79. Apud BARROS LEAL, César. Os Cárceres Mexicanos: uma Visão Panorâmica. In Revista do Conselho Nacional de Política Criminal e Penitenciaria do Ministério da Justiça do Brasil. Vol. 1, n. 14, julho/00 a dez./00, p. 73.

28.       RAMÍREZ, Sergio García. Manual de Prisiones (La Pena y la Prisión). 4ª ed.. México: Porrúa, 1998, p. IX.

29.       GALINDO, Antonio Sánchez. Control Social y Ejecución Penal en México (Pasado Inmediato y Perspectivas Futuras). In Revista do Conselho Nacional de Política Criminal e Penitenciária do Ministério da Justiça do Brasil. Vol. 1, n. 14, julho/00 a dez./00, p. 45.

30.       Op. cit., pp. 45-46.

31.       COMPETENCIA DE LA COMISIÓN NACIONAL DE DERECHOS HUMANOS EN LOS CENTROS DE RECLUSIÓN DEL PAÍS. México: Comisión Nacional de Derechos Humanos, 1995, p. 10.

32.       VIOLENCIA EN CENTROS PENITENCIARIOS DE LA REPÚBLICA MEXICANA: REPORTE DE INVESTIGACIÓN. México: Comisión Nacional de Derechos Humanos, 1996, p. 20.

33.       LOS DERECHOS HUMANOS EN LA APLICACIÓN DE SANCIONES EN LOS CENTROS DE RECLUSIÓN PENITENCIARIA. México: Comisión Nacional de Derechos Humanos, 1995, p. 15.

34.       MARTÍN, Julián Carlos Ríos y CABRERA CABRERA, Pablo. La Cárcel: Descripción de la Realidad. In Revista Mexicana de Prevención y Readaptaicón Social, Nueva Época, n. 14, enero-abril, 1999. Secretaría de Gobernación, Dirección General de Prevención y Readaptación Social. México, DF, p. 101.

35.       BARATTA, Alessandro. ¿Resocialización o Control Social? Por un Concepto Crítico de Reintegración Social del Condenado. In Anexo 1 de La Supervisión de los Derechos Humanos en la Prisión: Guía y Documentos de Análisis. México: Comisión Nacional de Derechos Humanos, 1997, p. 120.

36.       NEUMÁN, Elías. Cárcel y Sumisión. In Revista do Conselho Nacional de Política Criminal e Penitenciária do Ministerio da Justiça do Brasil. Vol. 1, n. 10, jul./dez. 1997. Brasília, DF.

37.       THOMPSON, Augusto F. G. A Questão Penitenciária. Petrópolis: Vozes, 1976, p. 41.

38.       MARTÍN, Julián Carlos Ríos y CABRERA CABRERA, Pablo. Op. cit., p. 94.

39.       SARRE, Miguel. El Respeto a los Derechos Humanos como Garantía de Orden en el Sistema Penitenciario Mexicano. In Anexo 2 de La Supervisión de los Derechos Humanos en la Prisión: Guía y Documentos de Análisis. México: Comisión Nacional de Derechos Humanos, p. 137.

40.       CARPIZO, Jorge. Derechos Humanos y Ombudsman. 2ª ed. México: Porrúa/Universidad Autónoma de México, 1998, p. 46.

41.       Idem, p. 46.

42.       Idem, p. 66.

43.       ARENAL, Concepción. Apud GALINDO, Antonio Sánchez. Narraciones Amuralladas. México: Impresos Chávez, 2001, p. 78.

 


 

(*)  Procurador del Estado de Ceará; Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Federal de Ceará; Miembro del Consejo Nacional de PolítIca Criminal y Penitenciaria del Ministerio de Justicia de Brasil, de la Academia Brasileña de Derecho Criminal y de la Sociedad Americana de Criminología; Consejero Científico del ILANUD; Vicepresidente de la Sociedad Brasileña de Victimología.

Endereço para correspondencia: Rua José Carneiro da Silveira 15, apto. 301, Bairro Papicu. CEP: 60.190.760, Fortaleza – Ceará

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