Derecho & Cambio Social

 
 

 

El concepto de los Derechos Humanos

Francisco J. Laporta (*)

 


   

            El surgimiento de la idea de los derechos humanos en la historia moderna se debe a la confluencia de una gran variedad de sucesos históricos, y entre ellos de dos importantes fenómenos culturales de distinto carácter. Por un lado la elaboración y refinamiento del concepto de derecho subjetivo, y por otro lado el triunfo de una visión moral del mundo renovada respecto de la tradición medieval. La confluencia de ambos fenómenos no es, por cierto, caprichosa, pues la idea de derecho subjetivo como noción normativa lleva consigo un componente distributivo que parece demandar una clara individualización de aquÉl al que se adscriben esos  derechos, y la nueva visión moral del mundo, por su parte, se sustentaba precisamente en el valor que se atribuía al individuo y sus opciones personales.  En efecto, los derechos en sentido subjetivo son normas o conjuntos de normas que adscriben a cada uno de sus destinatarios o titulares una participación individual y excluyente en un interés o bien que pretenden proteger. Por su parte, a medida que se van haciendo explícitos los fundamentos de la nueva moralidad comienza a aparecer como algo valioso en sí mismo, un bien intrínseco,  la autonomía del individuo para elegir con libertad su plan de vida con el mínimo posible de obstáculos y condicionamientos. Este es el interés mas importante o el bien básico, aquello a lo que se adscribe el máximo valor moral, y es lo que se trata de perseguir y realizar por encima de cualquier otro valor en el mundo moderno. Y como quiera que ese bien o valor tiene un fuerte sesgo individual o individualista (es decir, no se trata de que se aumente aditivamente la autonomía moral de la 'humanidad' en cuanto ente colectivo, sino de que se realice al máximo esa autonomía en cada individuo), el resultado es que la persecución en forma distributiva de ese bien o valor encuentra en los derechos individuales como técnica normativa la herramienta idónea para su formulación y reconocimiento. Es entonces cuando la cultura moral, política y jurídica articula su ideal a través de  la teoría de los derechos subjetivos. Si hubiera que proponer una formulación abstracta de ese ideal podría ser esta: Todos tienen un igual derecho a la máxima autonomía posible como seres humanos. A esto podrían reconducirse, conceptualmente hablando, los derechos humanos. Naturalmente hasta que cristalizan en una concepción perfilada y se expresan en una declaración pública, muchos de sus ingredientes han ido siendo alimentados parsimoniosamente por muchos meandros de la historia de las instituciones y de las ideas (Peces-Barba / Fernández, 1998). Uno de esos meandros, que arranca del corazón mismo de la Edad Media, si no de la misma Antigüedad, es la pugna por la limitación del poder político. El establecimiento de un espacio de inmunidad frente al poder es seguramente una manifestación todavía primitiva, pero también un ingrediente necesario de lo que andando el tiempo serán los derechos humanos. Acontecimientos como la Magna Carta de Juan Sin Tierra (1215) o la Bula de Oro de Andrés II de Hungría (1222), en las que se obtienen del rey ciertas limitaciones al ejercicio de la fuerza por parte del poder político, son por ello antecedentes válidos de los derechos humanos. De hecho, lo que a lo largo de la Edad Media se van a denominar "libertades" no son sino  espacios de inmunidad para ciudades, gremios, estamentos o personas que se van arrancando lentamente al titular del poder. No se trata, desde luego, de manifestaciones del espíritu ético individualista que va a caracterizar al mundo moderno (por eso no se puede todavía hablar en sentido estricto de 'derechos’), pero su alcance como técnicas normativas (prohibiciones y regulaciones del ejercicio del poder político en ciertos espacios) servirá más tarde también  para captar la función de los derechos modernos en la tarea de proteger la esfera individual.

            Un capítulo muy importante en la configuración de la noción de  derechos humanos tiene la lenta elaboración medieval de la idea romana de derecho, ius , y su relación con la idea jurídica de dominium, es decir, de propiedad privada. Lo que aquí va a producirse es el paso de una concepción del ius como algo objetivo, id quod iustum est, a una concepción mucho más individual y  subjetiva, el ius como potestas, y en último término como libertas. Todo ello se va elaborando lenta y a veces tormentosamente en torno a la idea de dominium, que empieza por ser concebido  como el conjunto de las obligaciones y deberes que tienen los demás con relación a una cierta situación patrimonial y acaba por definirse en términos de los actos de voluntad de quien tiene la cosa a título de propietario. Del dominium como conjunto de deberes de los demás que pasivamente dibujan el territorio de mi situación de propietario se pasa así al dominium como expresión activa de mi propia capacidad y libertad (Para todo ello, Tuck, 1979, cap. 1).

            Esta conexión de la idea de derecho en sentido subjetivo con la potestad de actuar y con la libertad de actuar se unirá después del Renacimiento a la maduración del concepto de dignidad humana. El Renacimiento  no será, paradójicamente, un momento fecundo para la noción técnica de derecho en sentido subjetivo. Habrá que esperar hasta Hugo Grocio en el siglo XVII para que esa noción cuaje y se consolide como tal. Pero el Renacimiento va a ver surgir sin embargo algo que congeniará perfectamente con ella: me refiero a la idea de la dignidad humana basada en el libre albedrío y la capacidad de todo ser humano de configurar y llevar a cabo el dise o de su propia vida. Pico de la Mirandola contempla al hombre como alguien que define su propia vida, "modelador y escultor de sí mismo", forjador de su propia forma, definidor de su puesto e imagen en el mundo por su propia elección y decisión. Es decir, alguien con libertas y potestas. En esto - afirma - consiste su dignidad radical.

            Una de las peripecias históricas en la que con más precisión se registra esta múltiple confluencia de factores que alumbrará la idea de los derechos humanos es  la fragmentación de la conciencia cristiana en la reforma protestante, las guerras de religión y el surgimiento de la idea de tolerancia. En esta secuencia histórica podemos ver como en un crisol único y privilegiado cómo se va gestando formalmente esa noción. Podemos enfocarlo también conceptualmente en lugar de históricamente. Al hacerlo así veremos otra vez qué particulares precisiones introduce en el lenguaje moral y jurídico el uso de la nueva terminología de los derechos. Las primeras manifestaciones públicas históricas del reconocimiento de un cierto ámbito de tolerancia para las creencias religiosas poseen dos rasgos muy claros que importa subrayar: en primer lugar se trata de órdenes o mandatos a ciertas autoridades, agentes,  personas privadas, etc... para que se abstengan de realizar ciertas acciones: aquellas acciones que supongan un estorbo o una interferencia con las creencias y los cultos religiosos de los demás; en segundo lugar la justificación que se alegaba en favor de tales medidas imperativas era predominantemente utilitarista y estaba referida a un bien colectivo: se trataba de atajar los desórdenes públicos y las fracturas sociales que podían producir (que de hecho habían producido en forma de guerras de religión) las  intrusiones, las violencias y las intolerancias entre creencias religiosas. El Edicto de Nantes (1598) o el Acta de Tolerancia de Maryland (1649) son un buen ejemplo de ello. Aunque en esas primeras manifestaciones se puedan usar  eventualmente palabras como 'libertades', o incluso 'derechos', la estructura básica de las normas que empiezan a implantar la tolerancia religiosa es exclusivamente la de normas que limitan el ejercicio del poder y establecen conductas prohibidas para proteger un bien colectivo, la paz pública. El resultado de ello, naturalmente, es, como hemos visto antes, la creación de un espacio de inmunidad dentro del que los individuos pueden ( en el sentido de ‘tener permiso’) profesar sus creencias sin ser obstaculizados.  Pero en sentido técnico estricto no es posible aún hablar de derechos. Sólo cuando el estado de cosas en el que cada individuo decide sobre la naturaleza, alcance y manifestación de sus creencias religiosas se reputa un bien básico y se protege especialmente ese bien moral mediante la herramienta técnico- normativa de conferir a cada uno de los titulares la facultad de hacerlo, de prohibir a los demás interferir con esa facultad y sus modos de expresarse, y de desautorizar a cualquiera que quisiera alterarla, podemos comenzar a decir que estamos en presencia de un derecho en sentido estricto; sólo  entonces aparece claramente en la historia la formulación típica de un derecho humano a la que estamos hoy acostumbrados  (“todos los hombres tienen igual derecho al libre ejercicio de la religión de acuerdo con el dictamen de su conciencia” Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, XVI, año 1776).

            El concepto de  derechos humanos que hoy nos es familiar se ha desarrollado a lo largo de la historia en diferentes concepciones. La primera de ellas  los hace aparecer como derechos naturales. Esto pretende querer decir que la 'naturaleza' ha equipado a todos los seres humanos con un conjunto de propiedades morales naturales que les hacen acreedores a esa protección individualizada. Los seres humanos, según ello, tendrían ciertas cualidades morales como cualidades naturales, y esas cualidades serían una razón suficiente para establecer una protección normativa en torno a ellas. Hoy es bien sabido que definir los conceptos morales en términos de cualidades naturales es un error insuperable, y por tanto que la idea de los derechos humanos como derechos naturales no es aceptable. La segunda gran concepción de los derechos humanos, propuesta por Kant, los hace aparecer como derechos innatos. Debe advertirse aquí que no se trata con ello de reiterar de otro modo la idea de unos derechos que se tienen "por nacimiento", porque eso sería volver a los derechos naturales, ni de unos derechos que se tienen históricamente por herencia, como lo que en el ámbito de la cultura jurídica anglosajona premoderna se llamaba "an Englishman birthright", pues de ser así estaríamos ante unos derechos históricos. Lo que Kant llama derechos innatos (o mejor, derecho innato, pues para él solo hay uno) es algo distinto cuyo alcance  más bien es el que él atribuía a las categorías puras como ideas innatas: condición de cognoscibilidad, condición de posibilidad o fundamento. Los derechos innatos serían así unos derechos, o un derecho, cuya postulación es una condición de posibilidad o fundamento del orden moral o jurídico. Para él solo hay un derecho innato, la libertad como “independencia del arbitrio compulsivo de otra persona, siempre que se concilie con la libertad de los demás según una ley general”, y es un derecho que le “corresponde a todo hombre por virtud de su propia humanidad”.  La idea de que el reconocimiento de ciertos derechos básicos para todos los seres humanos tiene que ser una presuposición epistemológica y ontológica del discurso moral y jurídico, de forma que sin ella tales discursos serían imposibles de ser desarrollados y comprendidos, tiene todavía hoy algunos importante defensores. La tercera gran concepción de los derechos humanos los concibe como derechos positivos, y es un producto explicable de la gran corriente de positivación del Derecho, tanto constitucional como legal, que tuvo lugar  a lo largo del siglo XIX (Pérez Luño, 1999, 52 ss.). También los derechos del hombre se vieron afectados por ella.  Al positivismo en la concepción del Derecho se unió de un modo  especular y acrítico un cierto  positivismo de los derechos del hombre. Para esta concepción sólo son o pueden ser llamados derechos en sentido estricto aquellos que son conferidos por el Derecho positivo, por la ley vigente. De este modo sólo aquellos ordenamientos jurídicos válidos que en su Constitución o en sus leyes adscriben esa clase de derechos  puede decirse que han creado y contemplan y protegen los derechos humanos, que siguiendo una convención alemana pasan a llamarse derechos fundamentales (Grundrechte). Si los ordenamientos jurídicos en cuestión no hacen tal cosa entonces tales derechos no existen en su ámbito de aplicación personal o territorial. Esta posición se basa en un concepto de ‘derecho subjetivo’ que tiene venerables antecedentes en la historia de la jurisprudencia del positivismo. El primero de ellos es seguramente  Bentham, quien afirmó con toda contundencia que “los derechos son fruto de la ley y sólo de la ley; no hay derechos sin ley - ni derechos contrarios a la ley - ni derechos anteriores a la ley” (Hart, 1982, p. 82). Es esta una posición que ha pervivido tanto como ha pervivido  esa  visión rígida del positivismo jurídico. En Alemania tuvo un reforzamiento aún mas legalista en la obra de Thon, que no solo vinculó la noción de derecho subjetivo a la norma jurídico-vigente, sino incluso a su protección procesal, y fue aceptada seguramente también por el primer  Kelsen, aunque no desde luego por el Kelsen más maduro (Kelsen, 1979, p. 110). A veces se siente la tentación de pensar que deriva de una percepción excesivamente simplista y esencialista sobre el significado de las palabras: la palabra “derecho” en su sentido subjetivo no puede significar nada distinto de la palabra “Derecho” en su sentido objetivo. Si algo es un “derecho” tiene que ser “Derecho”. Con ello se atribuye acríticamente un necesario e inevitable significado jurídico a la idea de derecho en sentido subjetivo mediante la traslación de todas las condiciones de uso que el positivismo ha impuesto para los enunciados de “Derecho” a todos los enunciados que usan la expresión ‘derecho’ en sentido subjetivo. Esta restricción semántica  carece, sin embargo, de justificación. Y además priva a la idea de derechos humanos de todo su alcance universalista y reivindicativo, es decir, de todo su alcance moral. La cuarta y última gran concepción de los derechos humanos es aquella que los concibe como derechos morales o derechos en sentido moral y que tiene su locus clásico  en el último capítulo de Utilitarianism, la gran obra de John Stuart Mill. Para Mill la Justicia, es decir, no la ley ni el derecho positivo sino la Justicia, se articula en derechos personales: “La Justicia implica algo que es no sólo correcto hacer e incorrecto no hacer, sino algo que alguna persona individual puede  reclamar de nosotros como su derecho moral”...”Justicia es el nombre para ciertas clases de reglas morales que atañen más cercanamente a lo esencial del bienestar  humano, y son por tanto de más absoluta obligación que otras reglas cualesquiera para la guía de la vida, y la noción que hemos encontrado como esencial a la idea de justicia - la de un derecho que reside en un individuo - implica y testifica en favor de esa obligación más vinculante”.

             La idea de derechos morales o derechos en sentido moral no es algo privativo del lenguaje de los derechos humanos. Pueden aparecer  derechos morales  en cualquier sistema moral complejo que mantenga una determinada idea de la justicia en las relaciones personales. Por ejemplo, las promesas entre adultos crean derechos en sentido moral. Pero la  noción de derechos morales es sin embargo particularmente apta para dar cuenta de la especial naturaleza que adscribimos a los derechos humanos como manifestación privilegiada de una idea de justicia. Y ello porque parece incluir con toda facilidad algunos rasgos especialmente idóneos para la compresión de esos derechos: En primer lugar, esa explícita apelación a la justicia que hemos visto en Mill emparenta a los derechos con bienes morales básicos como la igualdad o la libertad. Después la idea de derechos morales lleva consigo también una pretensión de exigibilidad mayor que la que es atribuida usualmente a los meros deberes morales. No es algo que sea correcto hacer o respetar e incorrecto no hacer o no respetar, sino que, como afirma Mill, es algo que alguien puede reclamar de nosotros, exigir, y no solo pedir o rogar como en los actos de caridad, que son, desde luego, moralmente valiosos pero que carecen de esa firme obligatoriedad. Y en tercer lugar la idea de derechos morales como algo perteneciente al territorio de la moral y no al del derecho, confiere a esos derechos un alcance suprapositivo respecto del derecho vigente, lo que es algo que forzosamente tiene que acompañar a los derechos humanos si es que hemos de darles algún significado convincente.  Como concepción de los derechos humanos, ésta que los  ve como derechos morales o derechos en sentido moral es la más completa: evita las aporías de la noción de derechos ‘naturales’ y el reduccionismo congénito de la visión puramente positivista de los derechos. No es además incompatible con la noción de derechos innatos y despliega una capacidad tanto descriptiva como intepretativa mucho mayor que cualquiera de las otras. Como veremos ahora, es la única capaz de soportar las exigencias que impone sobre ella la especial naturaleza de los grandes rasgos que se atribuyen a los derechos humanos.

            ¿Cuáles son esos rasgos fundamentales? (Laporta, 1987). En primer lugar se dice de ellos que son derechos universales. Es éste un rasgo que parece alentar en la teoría de los derechos humanos  desde su origen mismo como derechos naturales. Se trata de derechos que tienen todos los seres  humanos, cualesquiera que sean las circunstancias en que se encuentren. Los tienen simplemente por su condición humana. Esta universalidad de los sujetos titulares de los derechos es la que más decididamente invita a situar el discurso de los derechos humanos en el ámbito de la moral, pues el lenguaje moral parece tener una lógica interna que le empuja a la universalidad. Ello quiere decir que a los efectos de la titularidad de los derechos humanos los nombres propios y las descripciones definidas son perfectamente irrelevantes. Nadie tiene esos derechos  por ser quien es, por llamarse como se llama o por ocupar una posición definida en cualquier relación social. Se tienen por ser seres humanos. Naturalmente esto se fundamenta  en algo que está en la base de todo el lenguaje moral de los derechos humanos: la esencial igualdad de todos esos seres humanos como agentes morales. Precisamente porque se da esa igualdad esencial que hace de todas las diferencias entre ellos algo irrelevante para el lenguaje de los derechos, puede decirse que los derechos son universales. Esto no significa, como a veces se ha pretendido, que el entendimiento de los seres humanos por parte de la teoría de los derechos humanos sea ahistórico y alejado de la realidad. Los seres humanos son definidos por el lenguaje de los derechos con caracteres que hacen irrelevantes sus circunstancias  históricas, pero les son adscritos a todos esos seres humanos que viven y luchan en la historia. Por definirlos en términos genéricos y considerarlos como poseedores de una esencial igualdad moral no se les transforma en entes noumenales inexistentes, sino que se resalta una condición genérica que se les adscribe a todos los individuos históricos y reales.

             Pero la universalidad de los derechos humanos también puede ser mirada desde el prisma de los obligados a respetarlos. Y en este sentido, si los derechos humanos, como se dice, son derechos frente a todos (erga omnes), entonces hay una nueva universalidad que predicar de ellos. Todos tenemos la obligación de promoverlos y respetarlos, el deber de no violarlos o conculcarlos. El derecho de cada uno aparece así unido al deber de todos. Esta consideración es extremadamente interesante, pero también plantea muchos problemas. Sólo es sencilla si consideramos aquellos derechos que se conculcan o violan mediante acciones de los seres humanos. Entonces es fácil decir qué debemos hacer todos los demás: abstenernos de realizar esas acciones, abstenernos, por ejemplo, de maltratar o de robar a nadie. Se trata de deberes  negativos.  Pero si consideramos  los derechos humanos que se violan o conculcan por omisión, entonces para reconocer y realizar esos derechos debemos determinar, no qué es lo que debemos no hacer, sino qué es lo que debemos hacer, cuales han de ser las conductas positivas que lleven al reconocimiento de esos derechos. Los derechos humanos se sitúan así ante una amplia panoplia de deberes de hacer cosas, es decir, de deberes positivos, y de deberes de todos, es decir, de deberes generales.  Quizás una de los más importantes momentos históricos de la idea de los derechos humanos se esté viviendo precisamente ahora, cuando pugnan por abrirse  paso las convicciones en favor de hacer públicos  y exigir a todos un elenco de deberes positivos para poner fin a la sistemática violación por omisión de tantos derechos humanos. Pero esto nos llevaría a su vez a un problema serio: no solo necesitaríamos preocuparnos de cumplir nuestros deberes de omitir o de hacer, sino que tendríamos también que saber qué es lo que  tendríamos el deber de hacer u omitir cuando los demás incumplen sus deberes y el resultado de ello es que el derecho de alguien resulta ignorado. Los deberes morales no serían ya entonces deberes sólo relativos al agente, sino que serían deberes neutrales respecto del agente, y ello suscita interrogantes muy serios. Y más en un mundo como el nuestro en el que el incumplimiento de esos deberes de los demás es cotidiano. Porque, desafortunadamente, el que los derechos humanos sea universales no quiere decir ni mucho menos que sean universalmente respetados ni reconocidos. En esto, como en todo, la ética es un discurso contrafáctico, no se refiere a cómo son las cosas sino a cómo deberían ser.

            El segundo de los grandes rasgos que acompañan y definen a los derechos humanos es  la pretensión de llevar consigo una particular fuerza vinculante. Se dice así a veces de ellos que son derechos absolutos.  Esto es equivalente a decir que los derechos humanos son conjuntos de normas algunas de las cuales no admiten excepciones. Por ejemplo, que imponen algún deber  sobre alguien que en ningún caso puede estar autorizado a ignorar. Es preciso hacer aquí algunos matices.  No debe confundirse esto con la idea de un deber de hacer algo “tras la consideración de todos los factores”. En toda circunstancia concreta en la que un individuo  en particular se pregunta ¿qué debo hacer?, ha de sopesar todos los factores e ingredientes de la situación, y tras esa deliberación puede llegar (aunque no necesariamente) a la conclusión de que debe hacer X. Ese deber es el resultado de una operación de balance y contraste  con otros posibles deberes y con otras exigencias, a todas las cuales desplaza ese deber de hacer X que es la conclusión de la deliberación práctica. Y ese deber en esa circunstancia puede decirse que no admite ya excepción alguna, y en ese sentido es absoluto. Pero esto no es lo que se quiere decir cuando se afirma que los derechos humanos son derechos absolutos. Lo que se quiere afirmar con ello es que los derechos humanos implican deberes de realizar ciertas clases  de acciones, y que tales deberes no admiten excepción alguna a priori. En ningún caso pueden tales derechos dejar de ser respetados por ninguna acción de la clase de acciones que exigen o prohíben las normas correlativas.  Para apoyar la idea de que puede haber derechos absolutos se ha distinguido (Gewirth, 1982) entre satisfacer un derecho, cuando el deber correlativo se cumple, infringir un derecho, cuando el deber correlativo no se cumple, violar  un derecho, cuando el derecho es infringido injustificadamente, y sobrepasar (override) un derecho, cuando es infringido justificadamente, es decir, cuando hay justificación para no cumplir el deber correlativo. “Un derecho es absoluto -escribe Gewirth- cuando no puede ser sobrepasado en ninguna circunstancia, de forma que no puede ser nunca infringido justificadamente, y debe ser cumplido sin ninguna excepción”. Esto basta para hacer notar la dificultad de analizar la idea de derechos humanos como derechos absolutos. Para hacerlo debemos ir más allá del puro examen del concepto de derechos humanos y pasar a dilucidar problemas de justificación. Hay sin embargo algunas consideraciones que pueden ayudarnos a sustituir la idea de que los derechos humanos son absolutos por la idea de que son derechos prima facie, es decir, derechos que  en general son exigencias morales preponderantes, “triunfos” en la confrontación con otras exigencias morales (Dworkin, 1983), pero que pueden ser superados o dejados de lado en presencia de algunas de esas exigencias morales. Su fuerza se manifestaría en que las demandas morales que se superponen a ellos solo pueden ser  a su vez demandas derivadas de derechos humanos. No servirían para ello consideraciones utilitarias basadas en valores colectivos, a no ser que tales consideraciones incluyeran  también la violación de algunos derechos humanos. Si eso fuera así, entonces la nómina de los derechos humanos podría ser representada gráficamente como una pirámide de enunciados morales. Los de las gradas inferiores de la pirámide podrían ser superados en la confrontación con los de los estadios superiores, éstos a su vez por los de estadios superiores a ellos, y así hasta que se alcanzara en la cúspide de la pirámide uno o varios derechos humanos total y absolutamente insuperables, que serían los postulados morales básicos de esa  moralidad característica que se expresa en derechos. Pero esta interpretación de la idea de derechos prima facie muestra que en todo caso ha de presuponerse  la existencia de algún derecho de carácter absoluto.

            El tercer gran rasgo que se atribuye a los derechos humanos es el de su inalienabilidad. Se dice que son inalienables en el sentido de que no pueden ser renunciados ni revocados por sus propios titulares, es decir, que no pueden ser “enajenados” en el sentido de que el propio titular no está moralmente autorizado para  prescindir de ellos. El sistema moral le ha inmunizado incluso contra sí mismo. Como escribe Meyers “un derecho inalienable excluye que sus titulares se despojen a sí mismos de los vínculos morales con el objeto del derecho porque un titular no puede dejar de tener una legitimación para el bien que le confiere  un derecho inalienable” (Meyers, 1988). En relación con el rasgo de inalienabilidad cabe hacer dos comentarios. En primer lugar es preciso distinguir la titularidad de un derecho del ejercicio de un derecho. Creo que la condición de inalienabilidad sólo se refiere en sentido estricto a la titularidad del derecho, no a su ejercicio. Cualquiera podría decidir no ejercer algún derecho que tuviera (por ejemplo, el derecho a circular libremente por el territorio de un Estado [Art. 13,1 de la Declaración de las Naciones Unidas de 1948]), pero lo que no podría hacer es renunciar a ser titular de ese derecho. Claro es que seguramente hay  algunos derechos humanos en los que es imposible distinguir entre la titularidad y el ejercicio, y en tal caso la inalienabilidad afectaría a ambas cosas.

            La segunda consideración que cabe hacer sobre el rasgo de inalienabilidad hace  también referencia a problemas de justificación. Si nos preguntamos qué derechos son inalienables y qué derechos no lo son la respuesta solo puede basarse en argumentos referidos al concepto de persona humana que está en la base de nuestra concepción moral, a los bienes u objetivos morales que defendemos o a los ideales sociales que propugnamos. Todo ello nos traslada nuevamente al territorio de la justificación de los derechos y pone de manifiesto que para  poder hablar de este tercer rasgo, igual que sucedía con el segundo de esos rasgos, y seguramente también con el primero de ellos, debemos desarrollar una teoría de los derechos humanos que no sólo se circunscriba a la solución de los problemas conceptuales, sino que incluya toda una posición sobre el contenido de esos derechos y sobre su justificación como tales derechos universales, absolutos e inalienables. Pero estos son dos grandes territorios que no pueden ser explorados ahora.

 

 BIBLIOGRAFÍA

                                                           

Dworkin, R., Los derechos en serio. Trad. cast. de M. Guastavino. Ariel, Barcelona, 1983.

 Gewirth, A., Are there any absolute Rights?. En: Human Rights. Essays in Justification and Application. The University of Chicago Press, Chicago, 1982.

 Hart H.L.A., Essays on Bentham. Clarendon Press, Oxford, 1982.

 Kelsen, H., Allgemeine Theorie der Normen. Manz-Verlag. Viena, 1979.

 Laporta, F.J., Sobre el concepto de derechos humanos. Doxa, nº 4. 1987.

 Meyers, D.T., Los Derechos Inalienables. Trad. cast. de E. Beltrán. Alianza Editorial, Madrid, 1988.

 Peces-Barba G / Fernández E. (eds.), Historia de los Derechos Humanos. Tomo I. Boletin Oficial del Estado / Dickinson, Madrid, 1998.

 Pérez Luño, A.E., Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución. Tecnos, Madrid, 1984.

 Tuck, R., Natural Rights Theories. Their origin and development. Cambridge University Press. 1979.

 


 

(*)  Catedrático de Filosofía del Derecho, Universidad Autónoma de Madrid.

Universidad Internacional de Andalucía - Sede Iberoamericana

 


 

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